OPINION: El año en que los Oscars aplastaron nuestros sueños

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Halle Berry
Halle Berry
Peter Jackson y Sean AstinHalle Berry26-III-02

Por Diego Vázquez

24 de marzo, un año más ante el televisor cumpliendo un ritual cinéfilo que hace mucho que dejó de ser algo mínimamente serio para convertirse en un puro espectáculo de vanidad y promoción. Los Oscar regresaron anoche a su cita en la que parecía iba a ser una ceremonia distinta, una gran oportunidad para que la Academia se lavara la cara de la progresiva
devaluación de su premio estrella, un año en que pocos premios estaban claros, del que podía haber salido una nueva esperanza para la recuperación de una industria que se va hundiendo en si misma cada día más. Ahí estaban Peter Jackson, Robert Altman y David Lynch para obrar el milagro, pero llegó "Una mente maravillosa" y todos los que aún soñábamos con lo imposible, los viejos niños utópicos, despertamos.

Explicar en unas líneas la frustración, la rabia y la impotencia que pude sentir la madrugada pasada frente al televisor, tras cuatro horas de ceremonia, en el momento más álgido, cuando todas las espadas estaban en el aire y el premio al mejor director iba a ser leído por un Mel Gibson con ordenes de darse prisa, no va a ser tarea fácil. Cuando la ceremonia, con sus altibajos (como de costumbre) pero con un nivel de acierto mayor que el de otros años y con grandes momentos y sorpresas, lanzó un puñetazo mortal hacia su propio rostro al dar uno de los premios más grandes a uno de los también más grandes mediocres que ha salido de su industria, un niño bien que siempre ha bebido de los vientos del éxito fácil y la escritura cinematográfica más que correcta, correctísima, un alumno pelota que nunca dejará de serlo y que arrebató de las manos el premio a cuatro (estos sí) grandes cineastas, en ese instante, fue cuando todo se vino abajo. Steven Spielberg consiguió que su apadrinado Ron Howard se llevará a casa el Oscar al mejor director en una concesión que no sólo era un absoluto disparate sino que además olía muy mal.

Estupefactos nos quedamos todos ante las pantallas, como se quedaron en la sala un Ridley Scott que poco a poco se va acercando a lo que un día fue, un Peter Jackson que cargó a sus espaldas un trabajo titánico inédito hasta entonces en la historia del cine y salió de él, no sólo victorioso, sino con auténtica magia cinematográfica y dos maestros (digámoslo ya) del cine de todos los tiempos, del valiente, del que abre caminos, el que importa de verdad: Robert Altman con uno de sus más grandes trabajos y David Lynch con el que puede que sea el mejor de toda su carrera. El insulto que se cometió en ese momento no tiene nombre, no se puede explicar. Mudos, impotentes, sin capacidad de respuesta o de pedir cuentas nos quedamos. Sólo una cosa hizo que ese momento vaya a brillar para la historia y que un día sea un motivo de bochorno para la Academia, tan grande como lo fue no haber concedido a genios como Chaplin, Hitchcock o Welles reconocimiento en vida más allá del socorrido premio honorífico. Mientras un nada extrañado (¿por qué será?) Howard subía al estrado, las cámaras de televisión se atrevieron a mostrar el mayor corte de mangas de toda la noche: el abrazo sincero, rebelde y educado a la vez, de los dos maestros, Altman y Lynch, que más que verse derrotados se volvieron inmensos tras esa decisión, intocables, mitos. Lo que vino después con la confirmación del insulto en el premio a la mejor película a "Una mente maravillosa", ya casi no nos dolió. Ya daba igual que no se hubiera aprovechado la oportunidad de limpiar el nombre de un género fantástico nunca antes premiado o de ser valientes y hacer llegar a los incultos y mentecatos de la sala el saber de Altman. La jugada estaba hecha y en el segundo que se tarda en abrir un sobre, los Oscar se desmoronaban sobre si mismos.

Nada importaba que por la ceremonia hubiera pasado la actuación espectacular de Cirque du Soleil, la sorprendente aparición de Woody Allen (lo mejor de la noche), que no había pasado por los Oscar ni siquiera para recoger sus propios premios y qué, sobrado de talento e imaginación, lanzó un discurso divetidísimo para presentar un homenaje a su ciudad, la ciudad de cine por excelencia: Nueva York. Poco importaba también entonces los aciertos del
premio a Jennifer Connelly como mejor actriz secundaria, el premio al guión de "Gosford Park" o el del mejor actor secundario a Jim Broadbent. Incluso premios muy discutibles como el de mejor actor de Denzel Washington y el del mejor guión adaptado a "Una mente maravillosa" (aberrante y premonitorio) pasaban a un segundo plano. Los Oscar habían cavado su propia tumba en un año en el que su redención era posible. Nada podrá borrar ya el
reconocimiento que se llevó ese ejercicio de escuela lleno de cine muerto que anoche se alzó como triunfador. Alguno dirá que empató con "El señor de los anillos", sí, es cierto, pero esta última con Oscars secundarios.

Para la "historia" ya ha quedado escrito el nombre de "Una mente maravillosa" que tratará de tapar en la memoria de la gente común, que tiene en estos premios su única guía, los nombres de las apuestas honestas y valientes que con mucho menos poder intentaron hacerle frente y lo peor es que puede que lo logre. Mientras tanto, la tristeza y la impotencia se apoderarán de mí y de muchas otras personas que amamos al cine como arte y que vemos como industriales, con la mente únicamente puesta en los beneficios y en la gloria efímera, marcan el camino. Y así seguirán, porque un año más el cine para Hollywood sigue muerto.