Colaboración: Arroz amargo y papaya verde

por © NOTICINE.com
Silvana Mangano, en "Arroz amargo"
Por Sergio Berrocal    

Llega un momento en que echas de menos algunas películas que cuando eras algo más que un adolescente, un rebelde sin causa y sin Porsche, iluminaron los pasillos de tu andar.

En la guerra de Indochina fueron las papayas verdes de películas vietnamitas de una insolente frescura, que contrastaba con “El graduado” o aquella vez en que te enamoraste en una playa de la mujer de un guerrero.

Pasaron las papayas verdes, el frufrú delicioso de los pantalones de seda que corrían por las películas, por las tantísimas historias que se rodaron sobre Indochina y Vietnam, en tiempos de guerra, cuando la necesidad de amar sea quizá mayor porque sabes, sientes que todo puede acabarse de un momento a otro.

Ya no queda nada de amores imaginarios, amores furtivos, achuchones consentidos entre aquella mujer que podía haber sido tu madre pero que tan bien te inició a esa vida de hombrecito a la que tanto miedo tenía tu ignorancia.

Ya nunca más oirás el teléfono sonar y una voz apurada que te diga con angustia que aquella noche fue maravillosa pero que tiene miedo porque le falta algo. Como aquellas chiquillas-mujeres de “Grease” entre la moral siciliana de un pueblo norteamericano perdido en la moralidad de una iglesia sin Dios.

Ay, Travolta, cómo has cambiado. Ya no veremos más a Olivia Newton-John jugar a la virgen descarriada en un baile de adolescentes. Todos saltaban. Parecía que había alegría. Ya no había guerra. La otra diversión se había acabado.

En Europa salías del neorrealismo, de un ladrón por necesidad de una bicicleta, de un Vittorio de Sica que hubiese merecido el Nobel de la Alegría, por el que el Himno a la Alegría habría debido sonar día y noche.

Un día, harto de ver películas con gigantescas plantaciones de arroz en el que las mocitas vietnamitas se rompían los riñones, decidiste que el arroz, el mejor, nacía en los árboles. Pero ni Silvana Mangano, aquella hembra italiana deslumbrante se lo creyó por mucho que mimara, bailara con sus piernas de diosa griega el sexo en un arrozal.

Te preguntas, viendo las hogueras de la vanidad que no quieren dejar macho con cabeza, cómo hubiese sido acogida esa película de los años cincuenta en el glorioso 2017. Probablemente de ninguna manera. El sexo, el menor atisbo de sexo se compensa ahora por Vengadores, esas películas que ni en los más rígidos sanatorios mentales hubiesen recomendado. Ni cuando aquel pajarraco voló sobre un nido de cucos y Jack Nicholson se volvió tan majareta como decía estarlo Paul Newman cuando cometió aquel robo multimillonario. Y no digamos cuando se encerró en Fuerte Apache, allá por el Bronx.

Pero en todas esas películas, que sí tenían que desafiar la censura de la moralidad norteamericana para uso interno, triunfaba el amor. Y las dos enfermeras, la del robo millonario y la de Fuerte Apache. llegaron a amar a Paul Newman.

Ya no hay quien defienda ningún fuerte, porque hasta los indios son de mentirijilla o están en Sillicon Valley haciendo negocios. Ya no hay héroes de tres por uno.

Estamos entrando, a galope y sin caballo, en otro verano, que no tendrá nada que ver con aquel Verano del 42, cuando la música de Michel Legrand acompañaba el despertar de un amor nuevo, de algo desconocido pero vivido mil veces, en los ojos de Jennifer O’Neill.

Cuando todavía se conmemora Mayo del 68, entramos en una época de vacas enfadadas y gruñonas, y ya nadie se acuerda que en aquel París que jugaba a la revolución se prohibió prohibir.

Caen las ilusiones como las hojas secas que alguna vez interpretó Michel Legrand.

¡Corten! Se ha acabado la película que ustedes, sí, ustedes los de más de 50 años, vivieron o creyeron vivir en algún momento, cuando los cines eran palacios del sueño y no minúsculas colmenas donde lo mejor que puede hacerse es comer palomitas y deprimirse

El cine está agonizando hace mucho tiempo ya. Ahora le están dando el tiro de gracia. Han hecho nacer una especie extraña de espectadores que prefiere películas, por llamarlas de algún modo, que un psiquiatra no recomendaría a su peor enemigo. Y algunos vendidos a la imbecilidad, porque además se creen críticos de cine, porque se toman el derecho de opinar, como si eso fuese así de fácil, cantan aleluya tras aleluya cuando una cosa monstruosa, unos “diálogos” incomprensibles salen en las pantallas.

Cuando oigo hablar de Vengadores, me dan ganas de pedirle a John Wayne que desenfunde y vacíe en el imbécil de turno las seis balas de su Colt 45.

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