Colaboración: Todos cinematográficos

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"White Bear", capítulo de la serie "Black Mirror"
Por Sergio Berrocal     

Nos creemos que somos, que existimos cuando ya hemos dejado de ser y de estar. Todos igualitos, todos copiados del cine y de la televisión, de sus colorines, de sus maquillajes, de todo lo que huele a bonito aunque luego sea una porquería. En realidad, somos hijos, hijas, de lo que vemos en el cine y, sobre todo en la televisión. El mundo entero se parece cada día más a los modelos que las pantallas imponen, no ya solo en el vestir y en el peinar sino en la actitud, en la forma de llevar una chaqueta o algo parecido. En la forma de decir y quizá hasta de pensar.

Las mismas programaciones de las televisiones copian lo más bajo de la pantalla grande. Todo es simulación. Ya solo falta que algún canal atrevido invente y ponga en escena noticias de actualidad ficticia porque sería lo mejor. Todo el mundo filma, se filma, se deja filmar y sueña con que le filmen para a su vez poder presumir de haber sido filmado.

Las emisiones imitan a la vida según los cánones de las pantallas. Se mete en una casa a un montón de gente con más valor que educación o simplemente que guían sus pasos por los derroteros más absurdos.

Los improvisados actores de emisiones como “Gran hermano”, que saben que les filman durante las veinticuatro horas que tienen el día y la noche hacen lo que pueden para que de ahí les salga otro contrato, otro curro como dicen los más finos porque fuera, en la calle, en la rue sin piedad, todo está por las nubes y más vale hacer el payaso, la payasa para tratar de labrarse un futuro.

Se finge todo, el amor, el desamor, la bondad, la maldad, la borrachera, las ganas de agradar, las matemáticas del Pi. O incluso la maternidad.

Si asiste a un concurso de cocina –ya se sabe que hoy si no tienes un alto conocimiento culinario no eres absolutamente nadie—resulta que los concursantes, a veces actores en paro técnico programable, son todos eximios chefs que dejan boquiabiertos a sus mayores.

Mentiras y más mentiras porque hay que dar impresión de realidad Somos cine, puro cine. Nos pasamos la vida participando en peliculitas que no van a ningún Oscar pero que tienen la virtud de permitirnos desarrollar nuestro cuento natural.

El reparador de televisores se comporta como aquel que vimos en aquella película, la dependienta huele al último perfume anunciado en la tele y trata de modular las palabras como aquella actriz tan mona de aquel telefilm infame.

Ya no somos nosotros los que vemos espectáculos en el cine o en la televisión. Nos hemos integrado a ese mundo que tanta envidia nos da y queremos imitar, reemplazar si fuese posible a los que tienen la suerte de ser amados por las cámaras, aunque solo sea un ratito, aunque para ello haya que mentir y llegar a cualquier barbaridad. Hay dinero que ganar, notoriedad que meterse en el bolsillo. Y, sobre todo, dejar de ser un don nadie, aunque nunca seas nada más, pero las imágenes son tuyas. Y ya al final, cuando has sido derrotado en esos concursos asquerosos, destructivos, cuando te has vendido por unas moneditas, pero son muchas y la vida está que arde, entonces a lo mejor te dejan que presentes una emisión. De cualquier cosa, sin siquiera fundamento, pero te ven, en la calle y, oh máxima realización, cúspide de todos los cielos, tienes que llevar gafas ahumadas y los fans te persiguen. Tienes incluso que aprender a garabatear tu nombre aunque apenas sepas leer y escribir. Pero te han enseñado a contar muy requetebién. Y eres feliz en tu fama de cuatro días. Tal vez cuando te echen, porque eso ocurrirá cuando haya otro ex concursante más listo que tú, te darás cuenta de que no valía la pena. Porque, oye, tienes un alma aunque a ti eso te parezca una excentricidad.

Hemos dejado de ser nosotros mismos para convertirnos en calcomanías de cosas que se ven y se hablan en las pantallas.

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