Colaboración: Todos Mastroianni

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"La dolce vita"
Por Sergio Berrocal     

Un muro separa a los ricos de los pobres en Lima, Perú, América Latina. Lo descubres en el canal de tv franco-alemán Arte, que merecería un premio por contar los que los otros callan o esconden. Un muro separa a los palestinos de los israelíes, allá en Israel, Oriente Medio. Un muro trata de impedir que los mexicanos lleguen a Estados Unidos para intentar vivir mejor. Un muro invisible pone Trump con Cuba. Estamos llenos de muros, muchos que ni siquiera vemos porque no nos interesa, nos da miedo, asco o nos pone de mal humor.

Escribo estas pijadas desde un piso en lo alto del cielo, al lado de una playa que ni siquiera hace ruido pero da acceso al Mar Mediterráneo, grandioso en su indiferencia, que casi nunca se enfada con oleajes tumultuosos. El mar más aburrido.

En Israel, dixit otro reportaje, miles de africanos, en particular de Eritrea, que atravesaron desiertos para refugiarse allí no tienen vida legal. Extraño país Israel, donde todos los jóvenes tienen que sacrificar cuatro años de sus vidas para vestirse de militares. Están rodeados de árabes. Gente mala. No se puede uno fiar de ellos.

Y tú, en tu casa con luz eléctrica y agua caliente, te aburres y entonces escribes. Nadie te persigue. Estás en regla. No te van a expulsar porque además eres europeo. Y te vuelves a aburrir y vuelves a escribir.

Pero no se crean. Escribir es difícil. Para empezar hay que disponer de un cacharro con el que formar letras, frases. Las ideas no existen. Cada cual tiene las suyas y a todos nos importa tres bledos lo que pensaba Freud de los sueños. Porque con la cultura que creemos tener somos superiores a todos. Es como una torre en la que a medida que subes eres más y mejor. En petit comité reconoces que eres un desgraciado y que la anemia de tu alma no da para más. Pero tienes que seguir con tu vida. Porque no tienes otra y porque la que tienes no puedes cambiarla por mucho que lo digan esos seres extraños llamados psicólogos a los que han formado para que nos digan que todavía no estamos muertos. Que no somos cadáveres andantes a lo George A. Romero, el hombre que nos enseñó que el cine que el terror es elegante.

Eres tan inmensamente feliz en lo absurdo de una vida fácil sin grandes sobresaltos que te permites hasta la nostalgia, esa cosa que según ciertos psicólogos hay que olvidar. Pero sería como olvidar cómo te llamas. Entonces recuerdas a Marie Laforet, la mujer de los ojos mágicos que cantaba, que canta, que cantará. Y piensas en aquellos años en que en una ciudad española llamada Barcelona nos embelesaban los italianos, Modugno y otros Volare. La tarareas y te sientes peor todavía.

Los acomodados de la vida (es indispensable saber leer y escribir aunque sea con faltas de ortografía) tenemos un truco para sentirnos profundamente desgraciados y anímicamente felices. Nos metemos en el blanco y negro de la película “La dolce vita”, recordamos la elegancia de Marcello Mastroianni, los pechos suecos de Anita Ekberg, el talento italiano de Federico Fellini y soñamos.

Tomar “La dolce vita” regularmente en dosis que dependen del estado del enfermo es uno de los mejores remedios que conozco contra la imbecilidad. Otros directores fueron quizá más lejos que Federico Fellini en la radiografía de una sociedad que no ha cambiado desde que el italiano la filmó en 1960. Los falsos intelectuales seguimos presentes, los que de verdad piensan están en el manicomio debidamente encerrados, como Dios manda. En el relato de Fellini mandaban las mujeres. Casi sesenta años después siguen mandando ellas, con la diferencia de que el hombre ha ido acobardándose, consciente de su inferioridad y no se atreve a decir Te amo por miedo a que le acusen de desvaríos sexuales.

Todos los que pensamos en algo más que en lavarnos los dientes somos hermanos gemelos del periodista al que Mastroianni daba la majestad de la indiferencia sufrida. Miramos el mundo con sus mismas gafas de sol en día sin nubes y si una Anita Ekberg pasa a nuestro lado pedimos la bendición al cura más cercano para que nos deje pecar a cambio de una docena de padrenuestros.

Somos Mastroianni, o hijos de Mastroianni, fantasmas de Mastroianni o caricaturas de Mastroianni. Tal vez algunos hasta sobrinos bastardos.

En este mundo de constante violencia gramatical matamos más con las palabras, con las frases en mensajitos que cualquier imbécil puede mandar a otro imbécil gratuitamente desde su teléfono hacelotodo. Somos asesinos palabreros, gente mala que se oculta en pseudónimos para asestar estocadas en los móviles, en la prensa, en los libros. Y lo peor es que el espíritu de Voltaire, y sobre todo su talento, no existe desde la inmensidad del tiempo. Pero nos creemos tan listos, somos tan atrevidos…

Llegas a pensar, bajito para que los guardianes de la moral no te pasen las esposas, que quizá lo único que valió la pena en tu vida fue el amor. Y quizá te venga a la cabeza aquella chiquilla que Mastroianni encuentra en una playa y de la que le separa un riachuelo en la arena. Pero cuando estás menos deprimido comprendes, y hasta entiendes, que no es lo mismo, que el amor es como todo en la vida, algo que se adquiere, por el que combates y que casi siempre terminas perdiendo.

El secreto del comienzo de la comprensión del amor está encerrada en aquella frase del francés Serge Gainsbourg, que era más filósofo que cantante: “Je t’aime, moi non plus”. Nunca fui capaz de descifrarla. Y moi non plus.

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