Colaboración: Salomé, la gitana sin película

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Salomé
Por Sergio Berrocal    

Bob, andaluz acostumbrado a los travestidos extranjeros que minaban la costa frente a Africa de donde casi todos los días se escapaban subsaharianos desesperados, era triste. Su rostro podría haber salido de una nave espacial y sus ojos globulosos daban la impresión de haber visto cosas, muchas cosas, de las que no parecía guardar un recuerdo agradable. Su único amigo visible e identificable era el cigarrillo que le había casi incinerados los dedos de la mano derecha. Los empalmaba y de vez en cuando los mojaba en una copa de coñac español.

María de la O, a la que todo el mundo llamaba simplemente María, era gitana disidente. Había abandonado a su familia que residía en una cueva del Sacromonte de Granada para vivir con los payos, y llevaba un tiempo trabajando como camarera. Era bonita para reventar pero seria como un patriarca, con principios de una rigidez que los tertulianos del Café Esperanza confundían con la mala follá. Tenía el pelo largo y siempre rizado que le llegaba a la cintura, primer piso de un cuerpo de bailarina de tango, aunque ella aseguraba que no lo había bailado nunca.

Sus pechos blancos como la leche que podrían dar se asomaban a veces a un escote de piel tostada Los ojos eran palanganas que no necesitaban rímel ni cualquier otro emperifollamiento y que de vez en cuando sonreían con sorna. Tenía 24 o 25 años pero daba la impresión de haber vivido mucho más, lo que finalmente era una cualidad casi indispensable para trabajar en el Café Esperanza donde los parroquianos, mezcla de finlandeses, noruegos, islandeses, algún inglés extraviado y andaluces desangelados, formaban un mundo solitario.

María podía haber sido actriz, que digo, estrella en technicolor. Le hubiese venido que ni pintado el papel de Salomé, que bailó la danza de los siete velos a Herodes, una especie de strip-tease en el lejano Oriente Medio, para que le concediese la cabeza de Juan el Bautista, el santo que convirtió a  Jesús al bautizarlo. Salomé estaba perdidamente enamorada de Juan y como una Juana la loca lo sacrificó a sus hormonas en una bandeja de plata.

Cecil B. de Mille hubiese preferido para el papel a María en lugar de la mismísima Carole Lombard y hasta de la mítica Greta Garbo.

En el Esperanza todo era barato. Una borrachera podía salir por menos de diez euros, un desayuno suculento por tres. Era el oasis de todos los desesperados pobres de la costa, a la que veían cuando volvían a casa ya pasada la tarde, con carburante para pasar las horas de la noche y llegar al alba sin la desesperación de toda esta legión de gente, casi todos eran hombres, las mujeres pasaban, tomaban una copa y se marchaban. María de la O, María, era la Sherazade de estos sultanes venidos a nada que hablaban con propiedad y mucha nostalgia, toda la que cabía en la calle y en la playa que estaba a la vuelta de la esquina, de tiempos pasados.

El coñac en copas chatas o en dedalitos de cristal ayudaba a poner en orden los recuerdos pero eran tantos, tantos para tanta gente, que las cajas cuantas hubiese aquel día, encajaban para calmar el alma. Un finlandés que hablaba doce palabras de español porque aclaraba que había tenido una novia venezolana cuando viajaba en un carguero –diez años de su vida, decía—afirmaba que el Esperanza era el mejor sanatorio mental donde había tenido ocasión de pasar alguna temporada. Y María, de la O, solo María, entendía perfectamente cuando le pedía un Prozac con sifón. Era un copazo en el que nadaban las burbujas que, confiaba muy serio en su lengua, natal, eran su conciencia que todavía le quedaba.

Desde las nueve de la mañana a las tres o las cuatro del otro día, las luces nada ostentosas del bar alumbraban todos los relatos del mundo, siempre dichos en voz baja para un pequeño grupo de fieles. Era sobre todo un bar de tíos, al que algunos llamaban su particular varadero. Esos eran los que peor tenían el alma de por sí rota y que se contaban confidencias sin apenas mirarse en los ojos.

A mediodía, la cocina sacaba raciones de todo, pollo, patatas a porrillo y cualquier cosa que pudiese ayudar a conservar el equilibrio porque hasta los más adictos al Prozac vinatero, que llevaban toda la vida tratándose con esta pócima, necesitaban un poco de sólido para poder seguir contando.

Era fácil ver que día tras día se escuchaban las mismas historias, y cuando uno de los tertulianos callaba el de al lado empalmaba un cachito de su vida o por lo menos de lo que él decía había sido. Pocas risas se oían, incluso cuando la pócima estaba surtiendo efecto.

María de la O los consideraba a todos por igual. Eran hombres sin mujeres pero ella los trataba como hermanos, sobrinos y a veces como a niños de pecho maleducados. Y todos aceptaban esta dictadura porque era la única sonrisa bonita que tenían a muchas millas a la ronda.

Nunca se había sabido de líos de faldas. Los parroquianos parecían estar de vuelta de todo.

Tampoco nadie había oído hablar que las camareras, con la líder gitana al mando, se hubiesen salido alguna vez de su papel de camareras-psicólogas.

Mundo de hombres y mundo de mujeres, con una barrera invisible en medio de ellos.

Otro de los más asiduos era Monsieur le Consul, personaje callado, cabizbajo, seco como una mojama, con bigote irlandés que limpiaba sus gafas de cristales ahumados como si hubiese estado retocando el techo de la Capilla Sixtina. Siempre estaba escribiendo en un cuaderno color marfil.

De él se decía que había sido en realidad embajador de un país nórdico en varios lugares de Europa y de América. Sabido era que hablaba muchas lenguas, suficientes para atender a cada uno de los penitentes que ocupaban todas las mañanas las sillas de hierro, incómodas como la silla eléctrica debía serlo. Hablaba muchas lenguas, las comprendía todas, pero casi nadie podía jactarse de haber oído su voz en los tres años que llegaba puntualmente al Café Esperanza. Cuando se sentaba, siempre bajo el mismo árbol callejero, María o cualquiera de sus compañeras le servían y seguían sirviéndole a un ritmo que el tiempo había impuesto. Tomaba alcohol un poco más rudo que el coñac de los demás y en abundancia pero nunca nadie pudo decir haberlo visto tambalearse.

Un día, Monsieur le Consul no acudió al café. Ni al día siguiente ni al otro ni al otro. Nadie entendía nada.

Hasta que Bob el andaluz encendió su vigésimo cigarrillo de la maña y se aclaró la garganta:

- La última vez que estuvo aquí me dijo que tenía que ir a Irlanda, a Dublin creo. Me explicó que tenía que ir a cobrar derechos de autor, porque escribía libros. Pero hasta ahí es lo que yo sé. No me dijo cuándo volvería. Me dejó este libro suyo. Y Bob mostró a los comensales un ejemplar nuevecito. En la portada tenía como título una sola palabra: ULISES.

Bob nada sabía de ese Ulises como tampoco del otro, el griego, que probablemente había pisado este lugar de cuando todo era un mar que el desarraigado navegante recorría sin ánimo de ofender a su pobrecita Penélope, que esperaba en su casa con la misma santa paciencia que las tertulianas mudas del Café Esperanza.

Por fin averiguamos que Monsieur le Consul se apellidaba Joyce.

No volvimos a verle. Quizá porque era solo una ilusión.

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