Reportaje: Las cartas de Truman Capote o el placer fugaz y cínico de los chismes
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7-VI-06
Por Alberto Duque López
Truman Capote, más que otros seres humanos, necesitaba que lo amaran, lo mimaran, le hablaran, le dijeran que era un genio y el escritor más original de los años sesenta dentro y fuera de Estados Unidos. Necesitaba que sus amigas millonarias se sentaran en el suelo alfombrado, a su alrededor, en esos enormes apartamentos de Manhattan con vista al Central Park, sus ardillas y sus lagos quietos. Necesitaba que los otros escritores, encabezados por el furibundo y macho Norman Mailer aceptaran que él, delicado y ególatra, era superior a todos los demás. Necesitaba que los medios lo buscaran y lo ensalzaran. Necesitaba que Jackie Kennedy y su hermana Lee Radziwil le enviaran notas perfumadas y botellas de vino con etiquetas exclusivas.
Pero, por encima de todo, Capote necesitaba escribir y que le escribieran, que le respondieran sus ansiosas cartas y sus nerviosos mensajes, que le contaran todos los chismes de los círculos sociales de Nueva York, Washington, Boston, París y Londres y le dieran todos los detalles, los más íntimos sobre quién le era infiel a quién y con quién, para divulgarlo en cartas escritas en papel perfumado que ahora reposan en biliotecas y colecciones privadas.
Narrador excelente. Observador impenitente. Amigo traicionero. Dotado de una dosis de cinismo y desprecio que hubiera envenenado a un batallón entero de cosacos mudos, Capote gozaba escribiendo como hablaba, sin formalismos ni respeto, ni pudor ni contención, acabando con la honra de quien no le cayera simpático, o ensalzando a quien protegía como fuera.
Por eso, no puede existir algo más delicioso, denso, oscuro, misterioro y procaz en ocasiones, que una colección de esas cartas enviadas y recibidas que reflejan los vaivenes morales, culturales, sociales, sentimentales y hasta financieros que reflejan el ascenso, la gloria y la decadencia de uno de los mejores narradores de todos los tiempos, capaz de producir una obra maestra como “A Sangre Fría”, espléndidos cuentos y reportajes, guiones y hasta un texto inacabado que, al ser divulgado parcialmente por el mismo escritor, lo hizo merecedor al odio, el desprecio, la venganza y lo que era peor para él, el olvido de ese medio centenar de hombres y mujeres que durante varios años, lo invitaron a sus apartamentos, mansiones y yates, lo alimentaron, lo embriagaron, lo dejaron atisbar en sus alcobas y retretes, y averiguar los secretos más inconfesables que luego aparecerían en un auténtico gesto suicida que, tantos años despuès, los descencientes de esos personajes señalados, no han podido perdonarle a Capote.
Gerard Clark, el mejor biógrafo del escritor (el guión de la película con Philip Seymour Hoffman salió de las 15 páginas que describen el doloroso proceso de investigación, redacción, espera y publicación de “A Sangre Fría” y contenidas en “Capote", esa biografía delirante y excesiva que ha sido reeditada y actualizada, junto con otras obras del escritor), ha sido el encargado de buscar las cartas enviadas y recibidas, hurgando en todos los archivos disponibles, clasificándolas cronológicamente, ordenándolas, comentándolas, añadiéndoles algunos datos y fechas inexistentes, y convirtiendo ese material precioso en una radiografía perfecta sobre un hombre que necesitaba que lo amaran y lo ensalzaran, pero por encima de todo, que le escribieran.
Las cartas abarcan su vida entera, desde la primera, fechada en el otoño de 1936, dirigida a su padre biológico, Arch Persons, en la cual le exige que de ahora en adelante le llame Truman Capote, con el apellido del nuevo marido de la madre, Joe Capote, hasta el telegrama enviado a su amante Jack Dunphy quien se hallaba en Suiza, el 25 de febrero de 1982, en la cual con evidentes lágrimas, cansancio y desesperación le dice: “Te echo de menos. Dime cuándo llegas. Besos, Truman”. Moriría el 25 de agosto de 1984, un mes antes de cumplir los sesenta años. Habia nacido un 30 de septiembre, la misma fecha del accidente mortal de James Dean.
Ya casi nadie escribe cartas, gracias al Internet y los celulares, pero este libro, “Truman Capote. Un placer fugaz. Correspondencia” editado por Lumen en castellano, es una preciosa oportunidad de rescatar un género social, literario y sentimental a través de los chismes, las bromas, el humor negro, la tristeza, la soledad, el desarraigo, los triunfos y los fracasos, los amores y desamores de un hombre que se divertía escribiendo estas cartas que, en algunos casos, son modelos de humor, cinismo y elegancia.
Lo curioso es que, perfeccionista en sus textos literarios (en ocasiones se demoraba varias horas antes de definir el empleo de una frase en un párrafo importante), en las cartas es descuidado, dejando la sensación de alguien con mucha prisa y desazón mientras intercambia chismes y exige que le envìen una nueva ración.
Tierno con sus amigos a quienes llamaba “cariño, corderito, amor, corazón, querido, preciosidad, dulce magnolia, bendita ciruela” y otros tèrmimos pegajosos y dulces que todos recibían como una bendición porque, para nadie era un secreto que era un verdadero privilegio hallarse entre sus favorecidos y amados, así fuera durante un tiempo breve.
Era el mejor amigo de sus amigos, estaba pendiente de sus triunfos y onomásticos, los reconfortaba en sus enfermedades y crisis, compartía con ellos sus dudas y vacilaciones (la época de la redacción de “A Sangre Frìa”, encierra algunas de las cartas más oscuras, densas y derrotistas porque el libro estaba atascado por motivos conocidos y él, buen amigo, buscaba que los amigos le dieran una palmadita en la espalda), les enviaba flores y regalos, a veces los invitaba a los sets de filmación de sus libros, y en todo momento los hacía sentir importantes.
A su amiga Mary Louise Aswell le escribe el 10 de agosto de 1946 que “No me extraña que el acuerdo de separación te parezca la culminación de un fracaso, aunque creo que pensar así es verlo de una manera distorsionada. Pienso, querida, que has dado un paso en la dirección concreta”.
A Andrew Lyndon le dice el 20 de abril de 1949 que “¿Por qué dices que soy un monstruito? A cada minuto mi amor por ti crece, y velo por ti con más fuerza que la estrella de Oriente”.
Al productor David 0. Selznick y la actriz Jennifer Jones les escribe a principios de junio de 1960 que “Nunca en la vida había trabajado tanto, pero me va a salir un libro muy bueno... aunque será largo, vaya si lo será” (Se refiere, claro a su obra maestra).
Al famoso fotógrafo Cecil Beaton le escribe el 20 de marzo de 1965 y le dice que “Libro acabado. Estaba harto y muy deprimido, de modo que fui a pasar dos semanas a Roma, donde inmediatamente cai víctima de la gripe asiática”.
Entre 1966 y 1984 la correspondencia escasea. El alcohol, la decepciones con los amigos, las drogas, los desencuentros amorosos, el pésimo manejo del dinero y la fama lo hunden cada vez más, y eso se refleja en esos mensajes breves, punzantes, cansados.
De todos modos sigue siendo grande entre los grandes. Inmenso. Unico.
Por Alberto Duque López
Truman Capote, más que otros seres humanos, necesitaba que lo amaran, lo mimaran, le hablaran, le dijeran que era un genio y el escritor más original de los años sesenta dentro y fuera de Estados Unidos. Necesitaba que sus amigas millonarias se sentaran en el suelo alfombrado, a su alrededor, en esos enormes apartamentos de Manhattan con vista al Central Park, sus ardillas y sus lagos quietos. Necesitaba que los otros escritores, encabezados por el furibundo y macho Norman Mailer aceptaran que él, delicado y ególatra, era superior a todos los demás. Necesitaba que los medios lo buscaran y lo ensalzaran. Necesitaba que Jackie Kennedy y su hermana Lee Radziwil le enviaran notas perfumadas y botellas de vino con etiquetas exclusivas.
Pero, por encima de todo, Capote necesitaba escribir y que le escribieran, que le respondieran sus ansiosas cartas y sus nerviosos mensajes, que le contaran todos los chismes de los círculos sociales de Nueva York, Washington, Boston, París y Londres y le dieran todos los detalles, los más íntimos sobre quién le era infiel a quién y con quién, para divulgarlo en cartas escritas en papel perfumado que ahora reposan en biliotecas y colecciones privadas.
Narrador excelente. Observador impenitente. Amigo traicionero. Dotado de una dosis de cinismo y desprecio que hubiera envenenado a un batallón entero de cosacos mudos, Capote gozaba escribiendo como hablaba, sin formalismos ni respeto, ni pudor ni contención, acabando con la honra de quien no le cayera simpático, o ensalzando a quien protegía como fuera.
Por eso, no puede existir algo más delicioso, denso, oscuro, misterioro y procaz en ocasiones, que una colección de esas cartas enviadas y recibidas que reflejan los vaivenes morales, culturales, sociales, sentimentales y hasta financieros que reflejan el ascenso, la gloria y la decadencia de uno de los mejores narradores de todos los tiempos, capaz de producir una obra maestra como “A Sangre Fría”, espléndidos cuentos y reportajes, guiones y hasta un texto inacabado que, al ser divulgado parcialmente por el mismo escritor, lo hizo merecedor al odio, el desprecio, la venganza y lo que era peor para él, el olvido de ese medio centenar de hombres y mujeres que durante varios años, lo invitaron a sus apartamentos, mansiones y yates, lo alimentaron, lo embriagaron, lo dejaron atisbar en sus alcobas y retretes, y averiguar los secretos más inconfesables que luego aparecerían en un auténtico gesto suicida que, tantos años despuès, los descencientes de esos personajes señalados, no han podido perdonarle a Capote.
Gerard Clark, el mejor biógrafo del escritor (el guión de la película con Philip Seymour Hoffman salió de las 15 páginas que describen el doloroso proceso de investigación, redacción, espera y publicación de “A Sangre Fría” y contenidas en “Capote", esa biografía delirante y excesiva que ha sido reeditada y actualizada, junto con otras obras del escritor), ha sido el encargado de buscar las cartas enviadas y recibidas, hurgando en todos los archivos disponibles, clasificándolas cronológicamente, ordenándolas, comentándolas, añadiéndoles algunos datos y fechas inexistentes, y convirtiendo ese material precioso en una radiografía perfecta sobre un hombre que necesitaba que lo amaran y lo ensalzaran, pero por encima de todo, que le escribieran.
Las cartas abarcan su vida entera, desde la primera, fechada en el otoño de 1936, dirigida a su padre biológico, Arch Persons, en la cual le exige que de ahora en adelante le llame Truman Capote, con el apellido del nuevo marido de la madre, Joe Capote, hasta el telegrama enviado a su amante Jack Dunphy quien se hallaba en Suiza, el 25 de febrero de 1982, en la cual con evidentes lágrimas, cansancio y desesperación le dice: “Te echo de menos. Dime cuándo llegas. Besos, Truman”. Moriría el 25 de agosto de 1984, un mes antes de cumplir los sesenta años. Habia nacido un 30 de septiembre, la misma fecha del accidente mortal de James Dean.
Ya casi nadie escribe cartas, gracias al Internet y los celulares, pero este libro, “Truman Capote. Un placer fugaz. Correspondencia” editado por Lumen en castellano, es una preciosa oportunidad de rescatar un género social, literario y sentimental a través de los chismes, las bromas, el humor negro, la tristeza, la soledad, el desarraigo, los triunfos y los fracasos, los amores y desamores de un hombre que se divertía escribiendo estas cartas que, en algunos casos, son modelos de humor, cinismo y elegancia.
Lo curioso es que, perfeccionista en sus textos literarios (en ocasiones se demoraba varias horas antes de definir el empleo de una frase en un párrafo importante), en las cartas es descuidado, dejando la sensación de alguien con mucha prisa y desazón mientras intercambia chismes y exige que le envìen una nueva ración.
Tierno con sus amigos a quienes llamaba “cariño, corderito, amor, corazón, querido, preciosidad, dulce magnolia, bendita ciruela” y otros tèrmimos pegajosos y dulces que todos recibían como una bendición porque, para nadie era un secreto que era un verdadero privilegio hallarse entre sus favorecidos y amados, así fuera durante un tiempo breve.
Era el mejor amigo de sus amigos, estaba pendiente de sus triunfos y onomásticos, los reconfortaba en sus enfermedades y crisis, compartía con ellos sus dudas y vacilaciones (la época de la redacción de “A Sangre Frìa”, encierra algunas de las cartas más oscuras, densas y derrotistas porque el libro estaba atascado por motivos conocidos y él, buen amigo, buscaba que los amigos le dieran una palmadita en la espalda), les enviaba flores y regalos, a veces los invitaba a los sets de filmación de sus libros, y en todo momento los hacía sentir importantes.
A su amiga Mary Louise Aswell le escribe el 10 de agosto de 1946 que “No me extraña que el acuerdo de separación te parezca la culminación de un fracaso, aunque creo que pensar así es verlo de una manera distorsionada. Pienso, querida, que has dado un paso en la dirección concreta”.
A Andrew Lyndon le dice el 20 de abril de 1949 que “¿Por qué dices que soy un monstruito? A cada minuto mi amor por ti crece, y velo por ti con más fuerza que la estrella de Oriente”.
Al productor David 0. Selznick y la actriz Jennifer Jones les escribe a principios de junio de 1960 que “Nunca en la vida había trabajado tanto, pero me va a salir un libro muy bueno... aunque será largo, vaya si lo será” (Se refiere, claro a su obra maestra).
Al famoso fotógrafo Cecil Beaton le escribe el 20 de marzo de 1965 y le dice que “Libro acabado. Estaba harto y muy deprimido, de modo que fui a pasar dos semanas a Roma, donde inmediatamente cai víctima de la gripe asiática”.
Entre 1966 y 1984 la correspondencia escasea. El alcohol, la decepciones con los amigos, las drogas, los desencuentros amorosos, el pésimo manejo del dinero y la fama lo hunden cada vez más, y eso se refleja en esos mensajes breves, punzantes, cansados.
De todos modos sigue siendo grande entre los grandes. Inmenso. Unico.