ESTRENO: "La guerra de los mundos", los marcianos atacan de nuevo
- por © Alberto Duque López-NOTICINE.com
27-VI-05
En la versión de Steven Spielberg sobre "La Guerra de los Mundos" (que se estrena a partir del 29 de junio en casi todo el mundo) hay una escena, entre tantas, que golpea al espectador y le hace pensar que esta película que costó 135 millones de dólares y realizada con los más innovadores recursos digitales del laboratorio de George Lucas, es más que una mirada a las profecías de H.G. Wells; más que un simple entretenimiento de quien, curiosamente, acaba de ser escogido por los lectores de una revista llamada Empire como el mejor director en la historia del cine, por encima de Alfred Hitchcock, Stanley Kubrick, Ridley Scott, Martin Scorsese, Woody Allen y Orson Welles más que una película de entretenimiento para el matiné del sábado; más que un alarde de imaginación; más que un simple exorcismo de todos los miedos acumulados por el director desde cuando era un niño que se tapaba con una sábana para espantar a las hermanas; más que una historia bien contada; más que un cuento lleno de terror, suspense, ansiedad y miedo.
La escena ocurre luego de una hora de proyección, cuando el protagonista (Tom Cruise) un operario de grúa en los muelles, amante de la cerveza, padre descuidado con sus dos hijos, mirado con desprecio por la ex mujer y compasión por su nuevo esposo, cuando este hombre intenta refugiarse donde sea para escapar al ataque salvaje de los enormes robots metálicos que reducen a cenizas todos los seres vivientes y escombros todas las edificaciones.
La escena ocurre repentinamente cuando en medio del horror supremo, el caos absoluto, la confusión y la muerte totales, mientras miles y miles de hombres y mujeres y niños corren por las calles vueltas escombros, desembocan junto a la vía del tren, la barrera desciende, suena la alarma para que nadie cruce, se siente la trepidación de la locomotora y los vagones que se acercan, la gente queda paralizada al otro lado de la barrera, la cámara capta la escena desde este lado, quieta, mirando la gente impaciente que espera que la barrera suba de nuevo para atravesar la vía y entonces, el tren cruza la pantalla, de derecha a izquierda, veloz, imparable, convertido en un largo ataúd porque está en llamas, semi-destruído, quemado, con la pintura ampollada, y los espectadores del cine, es decir, los que miran ese tren acabado, lo sienten y los que estamos en la oscuridad de la sala, también lo sentimos: dentro de los vagones chamuscados viajan, sentados, indiferentes a la muerte, alejados del miedo, despreocupados de la destrucción de la tierra, centenares de ciudadanos vueltos cenizas, con sus ropas holgadas y sus sonrisas eternas…
Y entonces uno piensa que en esa escena más que en otras que también son inolvidables (la niña contemplando ese río de cadáveres que no permiten descubrir el color del agua, o Cruise y Robbins con los rostros cubiertos con la sangre que llueve de todas partes, o la fachada de la iglesia que se desprende y aplasta a los que corren cerca, o el recorrido que hace el protagonista en medio de los escombros calcinados y a medida que el plano se abre, descubrimos que camina junto a las alas, el fuselaje y la cola de un enorme avión estrellado sobre varias casas...). Uno piensa que la película también puede tomarse como una metáfora del terrorismo, el miedo que impone a la humanidad, la destrucción salvaje en Nueva York, Madrid y otros sitios del planeta, y sobre todo, la amenaza que cada mañana es peor y sorpresiva. No es coincidencia que la primera reacción de la niña (la estupenda Dakota Fanning) cuando se produce la primera estampida y los primeros ataques sea preguntarle al desconcertado padre: "¿Son los terroristas?". Nadie responde.
La acción comienza a los 12 minutos, cuando ya conocemos al héroe que no lo es (aquí la desgracia es contemplada a través de los ojos del padre, sus dos hijos y unos pocos amigos, es decir, no hay científicos expertos en alienígenas, ni militares llenos de medallas y consagrados en tácticas de combate, todos los personajes son comunes y corrientes como todos nosotros), y sigue sin parar, evitando a gusto caer en los lugares comunes, favoritos de las grandes producciones de desastres. Por eso, aquí no hay destrucción de monumentos o sitios turísticos; Nueva York no aparece vuelta polvo, ni congelada, ni inundada; no hay reuniones en la Casa Blanca ni sabios caminando alrededor de grandes mapas desplegados en gigantescas mesas junto a centenares de monitores; no hay escenas de pánico en las grandes capitales... Por el contrario, el miedo tiene la escala humana y doméstica de sus protagonistas quienes distan de ser héroes y solo quieren escapar con vida. Lo cierto es que no es una guerra, es un ataque de los marcianos, en sus gigantescos trípodes que estuvieron incubados durante largos años y de repente despiertan a destruirlo todo, absolutamente todo.
H.G.Wells fue el primero en describir una invasión de los marcianos. Su novela apareció en 1898 como la más popular en una obra cruzada por los temas científicos, futuristas, políticos y sociales ("El hombre invisible", "La máquina del tiempo", "Imperio de las hormigas" y "La isla del Dr. Moreau" entre otras que también fueron llevadas al cine). Seductor que enamoraba a las mujeres más bellas de su época; padre de innumerables hijos; furibundo pacifista que supo anticipar la aparición de los brotes totalitarios en Europa, algunos lo ubican a la par de Julio Verne en este género.
"La guerra de los mundos", llevada al cine en 1953 con notables avances técnicos para su momento, ya se había convertido en escándalo la noche del 30 de octubre de 1938, gracias a un jovencito que con su Mercury Theatre trabajaba con la estación de radio de la CBS, adaptando obras literarias.
Esa noche, Orson Welles con 23 años de edad, cambió para siempre el lenguaje de la radio universal con su adaptación de la novela de Wells. Utilizando el formato de un programa normal, interrumpido a veces por flashes informativos sobre la llegada de los marcianos a Estados Unidos, creó uno de los peores momentos de pánico en la historia de la humanidad. Miles y miles de ciudadanos se lanzaron en batas y piyamas a la calle; otros invadieron las autopistas buscando refugio en zonas seguras; otros abrían las ventanas y pedían auxilio, y durante media hora se vivió la peor de las situaciones, con ataques cardíacos, iglesias llenas, azoteas invadidas por los valientes que querían enfrentarse a los marcianos.
Welles no supo en ese momento lo que estaba ocurriendo porque se quedó dormido en su casa, exhausto después de escribir durante 72 horas, pero la policía se tomó las instalaciones de la CBS, decomisó los libretos, amonestó a los actores y se salvó una sola copia del libreto….que se halla en manos de Spielberg. Gracias a una broma del destino, varios meses después, en una carretera, perdido, el escritor le pidió ayuda a un transeúnte para llegar a su destino y el samaritano resultó ser el mismo Orson Welles. Por supuesto, compartieron el día entero, muertos de la risa por los efectos del programa radial.
Lo curioso, como dice el nieto de Wells, es que "La guerra de los mundos" reaparece cuando el mundo se siente amenazado y en esta ocasión, aunque Spielberg quiera restarle dramatismo, la amenaza es profunda y devastadora, y los marcianos de esta película atacan porque sí, destruyen porque sí y ni los personajes de la historia, ni los espectadores sabemos los motivos (a lo mejor, en busca de agua), sólo presenciamos esas escenas angustiosas, como la del tren convertido en un largo y quemado ataúd con sus asientos y vagones repletos de las cenizas calientes de centenares de inocentes pasajeros. Tan inocentes como los que trabajaban en las Torres Gemelas o estaban en la estación de Atocha.
Una anotación final que sirve para medir la escala humana que el director quiere que descubramos y compartamos en medio del horror, la muerte, los cadáveres, las cenizas, las calles levantadas, los edificios y los aviones caídos: cuando la niña le pide al padre que le cante una tonada infantil mientras se esconden en ese sótano, y el padre la mira y descubre que no se sabe ninguna, que nunca le ha cantado porque ella vive con la madre y entonces, se olvida de los enemigos que destruyen el mundo y arrojan bolas de fuego, y siente que es peor no poder cantarle esa canción a su hija, y se siente un desgraciado, y todos lo sabemos, y lo sentimos, y nos duele.
Y entonces también sentimos que estos marcianos nada tengan que ver con los que aparecieron en "E.T." y "Encuentros en la tercera fase" ("Encuentros cercanos del tercer tipo"), amables y cordiales y sociables. Estos de ahora encierran mucha maldad y producen miedo, el mismo miedo provocado en "Tiburón" o en "Duelo" o en "La lista de Schindler" o en "Parque Jurásico", solo que es un miedo más cercano.
En la versión de Steven Spielberg sobre "La Guerra de los Mundos" (que se estrena a partir del 29 de junio en casi todo el mundo) hay una escena, entre tantas, que golpea al espectador y le hace pensar que esta película que costó 135 millones de dólares y realizada con los más innovadores recursos digitales del laboratorio de George Lucas, es más que una mirada a las profecías de H.G. Wells; más que un simple entretenimiento de quien, curiosamente, acaba de ser escogido por los lectores de una revista llamada Empire como el mejor director en la historia del cine, por encima de Alfred Hitchcock, Stanley Kubrick, Ridley Scott, Martin Scorsese, Woody Allen y Orson Welles más que una película de entretenimiento para el matiné del sábado; más que un alarde de imaginación; más que un simple exorcismo de todos los miedos acumulados por el director desde cuando era un niño que se tapaba con una sábana para espantar a las hermanas; más que una historia bien contada; más que un cuento lleno de terror, suspense, ansiedad y miedo.
La escena ocurre luego de una hora de proyección, cuando el protagonista (Tom Cruise) un operario de grúa en los muelles, amante de la cerveza, padre descuidado con sus dos hijos, mirado con desprecio por la ex mujer y compasión por su nuevo esposo, cuando este hombre intenta refugiarse donde sea para escapar al ataque salvaje de los enormes robots metálicos que reducen a cenizas todos los seres vivientes y escombros todas las edificaciones.
La escena ocurre repentinamente cuando en medio del horror supremo, el caos absoluto, la confusión y la muerte totales, mientras miles y miles de hombres y mujeres y niños corren por las calles vueltas escombros, desembocan junto a la vía del tren, la barrera desciende, suena la alarma para que nadie cruce, se siente la trepidación de la locomotora y los vagones que se acercan, la gente queda paralizada al otro lado de la barrera, la cámara capta la escena desde este lado, quieta, mirando la gente impaciente que espera que la barrera suba de nuevo para atravesar la vía y entonces, el tren cruza la pantalla, de derecha a izquierda, veloz, imparable, convertido en un largo ataúd porque está en llamas, semi-destruído, quemado, con la pintura ampollada, y los espectadores del cine, es decir, los que miran ese tren acabado, lo sienten y los que estamos en la oscuridad de la sala, también lo sentimos: dentro de los vagones chamuscados viajan, sentados, indiferentes a la muerte, alejados del miedo, despreocupados de la destrucción de la tierra, centenares de ciudadanos vueltos cenizas, con sus ropas holgadas y sus sonrisas eternas…
Y entonces uno piensa que en esa escena más que en otras que también son inolvidables (la niña contemplando ese río de cadáveres que no permiten descubrir el color del agua, o Cruise y Robbins con los rostros cubiertos con la sangre que llueve de todas partes, o la fachada de la iglesia que se desprende y aplasta a los que corren cerca, o el recorrido que hace el protagonista en medio de los escombros calcinados y a medida que el plano se abre, descubrimos que camina junto a las alas, el fuselaje y la cola de un enorme avión estrellado sobre varias casas...). Uno piensa que la película también puede tomarse como una metáfora del terrorismo, el miedo que impone a la humanidad, la destrucción salvaje en Nueva York, Madrid y otros sitios del planeta, y sobre todo, la amenaza que cada mañana es peor y sorpresiva. No es coincidencia que la primera reacción de la niña (la estupenda Dakota Fanning) cuando se produce la primera estampida y los primeros ataques sea preguntarle al desconcertado padre: "¿Son los terroristas?". Nadie responde.
La acción comienza a los 12 minutos, cuando ya conocemos al héroe que no lo es (aquí la desgracia es contemplada a través de los ojos del padre, sus dos hijos y unos pocos amigos, es decir, no hay científicos expertos en alienígenas, ni militares llenos de medallas y consagrados en tácticas de combate, todos los personajes son comunes y corrientes como todos nosotros), y sigue sin parar, evitando a gusto caer en los lugares comunes, favoritos de las grandes producciones de desastres. Por eso, aquí no hay destrucción de monumentos o sitios turísticos; Nueva York no aparece vuelta polvo, ni congelada, ni inundada; no hay reuniones en la Casa Blanca ni sabios caminando alrededor de grandes mapas desplegados en gigantescas mesas junto a centenares de monitores; no hay escenas de pánico en las grandes capitales... Por el contrario, el miedo tiene la escala humana y doméstica de sus protagonistas quienes distan de ser héroes y solo quieren escapar con vida. Lo cierto es que no es una guerra, es un ataque de los marcianos, en sus gigantescos trípodes que estuvieron incubados durante largos años y de repente despiertan a destruirlo todo, absolutamente todo.
H.G.Wells fue el primero en describir una invasión de los marcianos. Su novela apareció en 1898 como la más popular en una obra cruzada por los temas científicos, futuristas, políticos y sociales ("El hombre invisible", "La máquina del tiempo", "Imperio de las hormigas" y "La isla del Dr. Moreau" entre otras que también fueron llevadas al cine). Seductor que enamoraba a las mujeres más bellas de su época; padre de innumerables hijos; furibundo pacifista que supo anticipar la aparición de los brotes totalitarios en Europa, algunos lo ubican a la par de Julio Verne en este género.
"La guerra de los mundos", llevada al cine en 1953 con notables avances técnicos para su momento, ya se había convertido en escándalo la noche del 30 de octubre de 1938, gracias a un jovencito que con su Mercury Theatre trabajaba con la estación de radio de la CBS, adaptando obras literarias.
Esa noche, Orson Welles con 23 años de edad, cambió para siempre el lenguaje de la radio universal con su adaptación de la novela de Wells. Utilizando el formato de un programa normal, interrumpido a veces por flashes informativos sobre la llegada de los marcianos a Estados Unidos, creó uno de los peores momentos de pánico en la historia de la humanidad. Miles y miles de ciudadanos se lanzaron en batas y piyamas a la calle; otros invadieron las autopistas buscando refugio en zonas seguras; otros abrían las ventanas y pedían auxilio, y durante media hora se vivió la peor de las situaciones, con ataques cardíacos, iglesias llenas, azoteas invadidas por los valientes que querían enfrentarse a los marcianos.
Welles no supo en ese momento lo que estaba ocurriendo porque se quedó dormido en su casa, exhausto después de escribir durante 72 horas, pero la policía se tomó las instalaciones de la CBS, decomisó los libretos, amonestó a los actores y se salvó una sola copia del libreto….que se halla en manos de Spielberg. Gracias a una broma del destino, varios meses después, en una carretera, perdido, el escritor le pidió ayuda a un transeúnte para llegar a su destino y el samaritano resultó ser el mismo Orson Welles. Por supuesto, compartieron el día entero, muertos de la risa por los efectos del programa radial.
Lo curioso, como dice el nieto de Wells, es que "La guerra de los mundos" reaparece cuando el mundo se siente amenazado y en esta ocasión, aunque Spielberg quiera restarle dramatismo, la amenaza es profunda y devastadora, y los marcianos de esta película atacan porque sí, destruyen porque sí y ni los personajes de la historia, ni los espectadores sabemos los motivos (a lo mejor, en busca de agua), sólo presenciamos esas escenas angustiosas, como la del tren convertido en un largo y quemado ataúd con sus asientos y vagones repletos de las cenizas calientes de centenares de inocentes pasajeros. Tan inocentes como los que trabajaban en las Torres Gemelas o estaban en la estación de Atocha.
Una anotación final que sirve para medir la escala humana que el director quiere que descubramos y compartamos en medio del horror, la muerte, los cadáveres, las cenizas, las calles levantadas, los edificios y los aviones caídos: cuando la niña le pide al padre que le cante una tonada infantil mientras se esconden en ese sótano, y el padre la mira y descubre que no se sabe ninguna, que nunca le ha cantado porque ella vive con la madre y entonces, se olvida de los enemigos que destruyen el mundo y arrojan bolas de fuego, y siente que es peor no poder cantarle esa canción a su hija, y se siente un desgraciado, y todos lo sabemos, y lo sentimos, y nos duele.
Y entonces también sentimos que estos marcianos nada tengan que ver con los que aparecieron en "E.T." y "Encuentros en la tercera fase" ("Encuentros cercanos del tercer tipo"), amables y cordiales y sociables. Estos de ahora encierran mucha maldad y producen miedo, el mismo miedo provocado en "Tiburón" o en "Duelo" o en "La lista de Schindler" o en "Parque Jurásico", solo que es un miedo más cercano.