Se publica nuevo libro sobre Marlon Brando en español

por © Redacción-NOTICINE.com
Sus hijos Christian y Cheyenne
Sus hijos Christian y Cheyenne
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Editorial Panamericana acaba de publicar para Latinoamérica y España el libro "Marlon Brando, escándalo y mito", del periodista, crítico y escritor colombiano Alberto Duque López -habitual colaborador de NOTICINE.com-, donde explora la vida personal y profesional del recientemente fallecido Marlon Brando. A continuación reproducimos un fragmento de la obra, en el cual se hace referencia al infierno vivido por el actor con sus hijos Christian y Cheyenne.

La noche que Christian Brando asesinó al cuñado

En 1990, Christian, el hijo mayor de Brando tenía 32 años.
La familia piensa que este ha sido el favorito de un padre que goza reuniendo en su casa de Mullholland Drive a los hijos, los nietos, las esposas, las novias y los parientes que forman una de las parentelas más extensas.
Con graves problemas psíquicos derivados de la separación de sus padres (la madre, Ana Kashi, lo secuestró una vez y lo entregó a un grupo de hippies para que lo escondiera, hasta cuando Brando lo recuperó y se lo llevó a la isla), inestable, sin un oficio definido, ha estado cerca del padre cuando se han necesitado mutuamente.
Mientras los demás hermanos estudiaban o ejercían algún trabajo (Teihotu, masajista; Petra, abogada; Rebeca, escultora; Miko, guardaespaldas de varios famosos en Hollywood, entre ellos Michael Jackson a quien salvó de perecer en un incendio durante el rodaje de un comercial y así sucesivamente), Christian ha preferido medrar a la sombra del padre.
Muy buenos amigos y con temperamentos similares, intentaron alguna vez ir a la escuela secundaria nocturna juntos pero la indisciplina pudo más.
Cada uno cuenta anécdotas divertidas del otro.
Christian se divierte recordando cómo, cuando era un niño en la isla, fue atacado por un enorme tiburón blanco y Brando reaccionó gritando, golpeando al animal en el hocico y haciéndolo alejar.
El padre cuenta que Christian se acostó con una de sus novias pero que luego lo perdonó.
Distanciado de sus hermanos y parientes, Christian conservó fuertes lazos afectivos con su medio hermana Cheyenne que vivió casi siempre en la isla, y con otro medio hermano, Bobby, llevado a la casa de Los Angeles por el mismo padre, sin dar explicaciones sobre su origen. En esos casos, nadie se preocupa por averiguar.
El chiste más común entre los hermanos es que, a veces, en la mesa del desayuno se topaban con un rostro nuevo y tenían que preguntarle quién era, cómo se llamaba, de dónde había salido, quién era su madre.
Ese 16 de mayo de 1990, Brando estaba en casa. Tarita, también, recién llegada de la isla. En la pequeña sala para mirar televisión se encontraban, dicen, Christian y su cuñado Dag Drollet, amante de su media hermana Cheyenne.
Tarde en la noche se escuchó un disparo y todos salieron a mirar qué estaba ocurriendo.
Christian había disparado sobre Dag. No buscaba matarlo, le dijo a la policía y al padre, solo asustarlo.
¿Por qué había disparado a su cuñado?
Porque sabía que el otro había golpeado a su hermana menor y quería darle un escarmiento.
Le apuntó con el arma, el otro se le abalanzó, forcejearon un rato y el tiro, dicen, se salió del arma y mató a Dag.
Solo estaban ellos dos al momento del disparo.
Brando entró precipitadamente y enseguida apareció su tercera esposa, Tarita.
El padre desarmó al hijo, contempló el cuerpo del yerno en el suelo, colocó el arma en una mesa pequeña y llamó a la policía.
Después buscó consejo de dos abogados famosos en Hollywood, William Kunstler y Robert Shapiro.
El escándalo fue enorme, como todo cuanto tiene que ver con Brando. La fianza de 10 millones impuesta por el juez, la irrupción de los medios en una casa donde jamás habían puesto los pies, la forma hosca como el padre manejó la defensa del hijo, todo convirtió este asesinato en un espectáculo.
Christian se declaró culpable, aconsejado por sus abogados.
Para pagar los enormes gastos del juicio, el padre aceptó aparecer en una superproducción sobre el Descubrimiento de América, en el papel del tenebroso Torquemada, “Christopher Columbus. The Discovery”.
No le importó que el guión fuera pésimo.
Ni que los diálogos sonaran ampulosos.
Ni que se viera ridículo con esos vestidos de época, anchos y recargados de adornos y piedras.
Nada le importaba, excepto los 5 millones que recibió por aparecer 10 minutos en una película que explotó su imagen en la campaña de publicidad, engañando al público con una historia liviana y desechable.
Los asiduos de noticieros, revistas escandalosas y periódicos amarillos tuvieron varios años de chismes, rumores, contradicciones, careos, confesiones y otros elementos perversos mientras avanzaban el juicio contra Christian y la correspondiente investigación.
Del tribunal en Los Angeles a las playas de Tahití, pasando por una clínica psiquiátrica en París, los reporteros tuvieron varios escenarios para husmear en medio de los desperdicios de dos familias destrozadas por el crimen.
Tan pronto se pudo, Cheyenne fue enviada a la isla. Para que tuviera su bebé y se alejara de la imagen del cuerpo baleado del amante.
Permaneció varios meses sin ver a nadie, sin responder llamadas telefónicas ni atender el correo, caminando por la playa mientras fornidos guardaespaldas la cuidaban de lejos. Aparentemente.
En agosto de 1992, Cheyenne regresó a Los Angeles. Después de una serie de situaciones escandalosas en Europa.
Para no someterla al asedio de la prensa y los curiosos en su mansión de Mullholland Drive, el padre le compró una casa que le costó casi un millón de dólares. La dueña era la actriz Kristy McNichols.
Ubicada en Sherman Oak, California, la casa fue convertida en una fortaleza, vigilada todo el tiempo, con restricción de vehículos y un cuerpo de sirvientes para cuidar a la muchacha, cada vez más frágil e indefensa.
Chayanne nunca contó su versión de la historia.
Esa noche de mayo ella estaba en la casa, embarazada.
Investigadores, periodistas, curiosos perversos y otros siempre se han formulado las mismas preguntas que, al parecer, quedaron ya sin respuestas:
¿Qué fue lo que ocurrió exactamente esa noche?
¿Qué le dijo Cheyenne al hermano que provocó su furia de una forma tan salvaje hasta el punto de amenazar al cuñado con un arma y luego dispararle?
¿Era Dag Drollett, hijo de una de las más poderosas familias de Tahití, tan violento y agresivo con ella, para que mereciera ser castigado?
¿Christian, como le contó a los investigadores, realmente lo que buscaba era asustarlo e impedir que volviera a maltratarla?
¿Esa noche qué pudo ver Cheyenne entre su amante y su medio hermano?
¿Trató de impedir que el uno le disparara al otro?
¿Escuchó la discusión y trató de separarlos?
Lo cierto es que Cheyenne abandonó Los Angeles, a pesar de la prohibición de la policía que la consideraba un testigo excepcional.
En todo momento algo estuvo claro: la muchacha sabía lo que había ocurrido y no quería contarlo. O no podía por su condición mental.
Los abogados, a diferencia de otros casos y seguramente instruidos por el padre, prefirieron mantener un silencio absoluto, dejando que las suposiciones y los rumores se salieran de madre.
Días antes de embarcarse en el avión rumbo a la isla, Cheyenne en un estado febril le susurró a un policía que la estaba cuidando: “Fue un asesinato, no hay la menor duda, fue un asesinato”.
Esa declaración que los abogados enseguida rechazaron como prueba contra su medio hermano, conmovió a los medios y originó una serie de rumores sobre el odio que podía sentir contra el asesino del padre de su hijo.
Con 22 años, el pelo largo, los ojos hinchados y un embarazo que estaba a punto de culminar, la muchacha era la imagen más terrible y dolorosa de la tragedia de un amor truncado. Así lo explotaron algunos medios.
Mientras los gastos aumentaban, Brando recibió un préstamo de un millón de dólares de su amigo Michael Jackson.
Después cobraría los 5 millones de “Christopher Columbus” y los 4 millones de las Memorias que había aceptado escribir y que titularía “Canciones que mi madre me enseñó”.
Empujados por la frase soltada aparentemente al azar en el aeropuerto, los fiscales del caso obtuvieron una orden que, no solo impedía la salida de Cheyenne a otro país, sino la obligaba a cualquier interrogatorio propuesto por las autoridades.
Brando alcanzó a ser advertido de lo que se venía, corrió al aeropuerto y en un avión privado la envió a la isla.
El gobierno de Estados Unidos intentó la extradición de la joven pero su estado físico y mental era deplorable. Además, pocas semanas después de su llegada, nació Tuki, el 26 de junio, sin que ningún fotógrafo pudiera obtener una toma del bebé más famoso del mundo en esos momentos.
Los médicos diagnosticaron que Tuki era un bebé adicto a las drogas, fue entregado a un equipo de médicos y la madre inició varios tratamientos que le curaran el peor impulso que la aquejaba en esos momentos: el suicidio.
Lo que los policías de Los Angeles no entendían era que, aún sentada en el estrado de los testigos, Cheyenne no hubiera aportado elementos de interés al caso.
Desde mucho antes del crimen, su conducta ya era errática.
Se quedaba con los ojos en blanco, se reía sin razón aparente, sufría de prolongadas hemorragias nasales y vaginales, se golpeaba contra las paredes, arrojaba objetos contra ventanas y puertas, gritaba obscenidades y rechazaba cualquier intento por calmarla.
Curiosamente, las únicas personas que toleraba eran su padre, su medio hermano y su amante.
Durante el embarazo siguió consumiendo drogas y alcohol. Muchas veces a espaldas del padre que montó un sistema de vigilancia para cuidarla.
Luego del nacimiento del bebé intentó suicidarse en dos ocasiones, utilizando las cadenas de los perros.
Para dolor y sorpresa de sus familiares llamaba a la prensa o hablaba con los sirvientes que luego vendían la información.
Decía que Brando había ordenado a Christian que matara al cuñado.
Decía que en varias ocasiones se había acostado con Christian.
Decía que ese bebé no era el suyo.
Decía que no estaba segura quién era el padre del bebé.
Decía que había convertido su casa en la isla en un prostíbulo.
El padre la llamaba y cada vez comprendía que era inútil tratar de refrenarla.
Mientras el juicio seguía en Los Angeles y el escándalo se alimentaba con las pesquisas morbosas de la prensa, la condición de la joven empeoraba.
Su madre, Tarita, pidió la custodia del niño y la obtuvo.
Eso empeoró la salud mental de una chica muy enferma que, contra su voluntad y con permiso de las autoridades francesas, fue trasladada de la Polinesia a una clínica mental de París, de las más costosas y exclusivas, donde estuvo durante ocho meses sometida a tratamientos intensivos.
En septiembre de 1991 ocurrió algo que aún los amigos de la familia nunca comprendieron, acostumbrados a los actos excéntricos de Brando, sus mujeres, sus hijos y otros familiares.
Brando, disfrazado de médico, entró a la clínica en París, eludió la estricta vigilancia, subió las escaleras, entró a la habitación donde Cheyenne permanecía sedada, la vistió, la cargó, salió con ella y se la llevó sin avisarle a nadie.
El escándalo estalló en medio de la sorpresa de las autoridades.
Las autoridades tahitianas pidieron a las francesas que la buscaran y la repatriaran a la isla para detenerla.
Durante tres semanas, padre e hija vivieron una de las aventuras más extravagantes, durmiendo en pequeñas posadas, cambiando de autos todos los días, comiendo en los sitios más solitarios, eludiendo la mirada de los curiosos que pudieran reconocerlos y delatarlos.
Fue una aventura típica de Brando.
La mayor parte del tiempo, Cheyenne no supo qué estaba pasando. Ni se lo contaría a nadie después.
Varias veces durmieron en establos, junto a las vacas y las ovejas, alimentándose de quesos y panes duros.
Finalmente la policía encontró su rastro en Orleans, donde habían alquilado un apartamento que pertenecía a un abogado francés, amigo de Cheyenne, donde también se había alojado en otras ocasiones Klaus Barbie, acusado de numerosos crímenes durante la II Guerra Mundial.
Los siguieron silenciosamente.
Una noche, Brando estaba cenando solitariamente en un pequeño restaurante y cuando se levantó, sintió que la fuga tocaba a su fin.
A mediados de noviembre de 1991, Cheyenne fue embarcada en un avión militar francés, rumbo a la isla, donde fue internada en una casa-prisión, con todos sus privilegios suspendidos.
Entonces el padre, con la ayuda de abogados franceses, convenció a las autoridades para que le permitieran salir de la isla, ya que necesitaba un tratamiento especial que solo encontraría en Los Angeles.
Por eso volvió en agosto de 1992, a la casa que el padre le había comprado a Kristy McNichols por casi un millón de dólares.
Durante tres años vivió como una reclusa en esa enorme casa de doce habitaciones, sin amigos, sin visitas, sin actividades sociales, apenas recibiendo al padre, unos pocos familiares y pendiente del bebé que estaba al cuidado de su madre Tarita.
En algunas ocasiones fue vista en tiendas de video de Los Angeles, llevando varias bolsas llenas de películas, gorda, descuidada, ajena a quienes la reconocían accidentalmente e intentaban entablar algún contacto.
Después regresó a la isla de su padre.
Una tarde de 1995 no soportó tanto dolor, tanta desgracia.
Se ahorcó en la mansión del padre.
Con una cadena de perro. Tenía apenas 27 años.
No le dolía la muerte del amante, ni la lejanía de su familia. Echaba de menos a su hijo de cinco años a quien había visto en muy contadas ocasiones.
El juicio de Christian fue uno de los mayores escándalos de Hollywood.
El padre rindió testimonio.
Brando lloró mientras aceptaba que no había sido un buen padre para sus hijos.
Dijo que buena parte de la culpa de la tragedia, estaba en sus manos, por haberlos descuidado.
Los jurados, el juez, los abogados, los fiscales y el público que siguió las incidencias del caso se sintieron golpeados con el espectáculo de ese hombre inmenso, con el pelo blanco y largo amarrado como una cola de caballo, con la camisa que tenía los botones saltados y un cansancio mortal, resumiendo sus relaciones con los hijos, especialmente con Christian, echándose la culpa, pintando al muchacho como un solitario y desadaptado que, cuando niño, fue secuestrado por su madre.