Colaboración: Paul Newman, latin lover
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Por Sergio Berrocal
Maldita sea, vosotros, los listillos del barrio, los psiquiatras a los que Freud habría mandado a las galeras, quieren que dejemos la nostalgia, que nos positivemos, que aceptemos todos los horrores de estos años dos mil que son un día con desgracia y otro con más desgracia, cuando las Kalachnikov han sido reemplazadas por sofisticados virus chinos. Ahora las reemplazan los preciosos coronavirus, invento del señor de todos los chinos. Váyanse adonde puedan, falsificadores de la vida, dementes del sinvivir, que todos los días os levantáis inventando alguna maldad para ser más ricos, más guapos, más deseables, que os lo creéis, monos de feria.
Pones la tele y te asaltan dos mil doscientos policías, todos igualitos, calcados para que no haya diferencia. Son científicos y matadores, que lo averiguan todo con un ordenador y una niña tonta que masca chicle. Y que cuando tienen una duda te bombardean hasta exterminarte la paciencia del vivir. Y al rato te dan el estado de la pandemia. Como para ser feliz y bueno . Ya no se sabe si combaten a los malos o los malos son ellos, con sus tremebundas pistolas que escupen muerte sin misericordia, no como aquellos revólveres de solo seis disparos que lanzaban balitas humanas, en un duelo perfecto, entre gente del mismo submundo.
Pero el coronavirus sigue matando.
Ahora, todas las puñeteras noches, tardes y madrugadas que los ángeles malos hacen la televisión, esos cinemas pequeñitos que a veces regalan amor pero casi siempre maldad en nombre de la ley, nos apabullan con la necesidad de matar para ser más justos. Ni Kissinger se hubiese atrevido a tamaña demencia. Hasta Dillinger, aquel tremebundo gangster, así se decía, que murió lo más cinematográficamente del mundo, a la salida de un cine perfectamente iluminado, con su taquilla y sus bombillas de verbena de pueblo, acribillado por agentes que con metralletas Thompson de cargador cilíndrico replicaban a otra metralleta Thomson, que se le cae de las manos cuando ya ha terminado la última función. Duelo de titanes, de hombres. Nada de estos Frankestein de la ley y orden, Robocops de pacotilla que hoy te ponen los pelos de punta cuando los ves llegar por la pantalla con sus disfraces espaciales que pueden provocar, lo juro, virgencita del Rocío, infartos garantizados con cremación incluida.
Gente demente que en nombre de no sé qué ley te atosigan con enjambres de aparatos de muerte, que nada tienen de humano. Que me traigan al Capitán Francis Furillo, de la comisaría de Hill Street, en una ciudad cualquiera, tal vez Chicago, donde hombres con valor, sentido del honor y un revolver casi de juguete al lado de las maquinarias técnico-demoníacas de ahora hacían respetar la legalidad, daban la vida por ella, aunque de vez en cuando tuviesen que cometer una infidelidad a la ley para llegar a fin de mes.
Pero entonces salía la abogada Veronica Hamel, cerebro de todas las leyes del Estado extraviada en un cuerpo de muchacha de Broadway recién caída del último musical de lencería animada Veronica le cantaba las cuarenta a Furillo, con el que también tenía sus arrumacos, y le ponía las peras al cuarto al agente, ya le ascenderían a sargento, Andy Renko. Eran los años ochenta y el tema músical de "Hill Street Blues" te seguía todo el día, te alegraba la vida cuando estabas cabizbajo y veías que ese mes no llegarías ni a mediados porque la vida capitalista tiene eso de cabrona que a veces se olvida de que necesitas vivir. Todos silbábamos en nuestros corazones la canción triste de Hill Street.
No les voy a recordar qué actores maravillosos nos encantaron durante seis, siete o catorce años, búsquenlos, gánense el placer de recordarlos que para eso tienen ustedes Google, pandilla de dementes enloquecidos por los móviles que pronto harán la mayonesa que ustedes, malditos inconsecuentes de la vida, no saben ni a qué huele. "Blue Bloods" es una serie de estos años de dolor que ya lleva seis temporadas dándonos placer, haciéndonos creer que podemos ser buenos, que no hay que sacar un ejército a la calle para que se respete el orden.
Que el orden somos nosotros, o mejor dicho aquel Paul Newman que me sorprendió una tarde en Cannes por su corta estatura, o así me lo pareció, Un día nos metimos, bueno, él nos dejó entrar, en su "Fort Apache", allá por el Bronx, que entonces era el barrio más cutre de Nueva York. Ahora creo que atan a los perros con cadenas de oro y los pisos lúgubres de los que Paul Newman, enamorado de una latina de ojos verdes y cuerpo dorado por el Caribe, sacaba a los indeseables con su Smith and Wesson de seis cartuchos, ni uno de más, son bellezas inmobiliarias. A aquellos hombres que creían que ser policía era necesario no les hubiese gustado tener esos pistolones de mil disparos con rayos láser y psiquiatra pegados a la culata por si el agente se vuelve majara.
En "Blue Bloods" volvemos a ver aquellos uniformes azules que tanto nos enseñaron de Estados Unidos cuando estudiábamos a distancia la geografía de un país que a través de las pantallas era nuestra otra patria, a la que algún día, estábamos seguros, iríamos para decirle a Tom Selleck, el director de la policía en esta magnífica serie, que nos echara una mano para sacar al vecino de la droga. Él nos mandaría a ver a la fiscal de la familia, que es como de casa, y que es clavadita a la Veronica Hamel de Hill Street.
Ay, Dios mío, virgen de Regla, cuánto debemos de amor, veneración por la justicia y esperanza a los hombres de aquella comisaría de Hill Street, y cuanto al Paul Newman loco del dolor del mundo que en su "Fuerte Apache, The Bronx" nos enseñaba la piedad, la bondad como remedio a todos los males y no la resignación que ahora ejercemos de oficio.
Se acabó el sueño, ¡sí señor, señor sí señor!, llegaron los Nixon, los Kennedy, los Bush y los otros, que para todos debería de haber sitio en el infierno, y nos hicieron ver la guerra de Vietnam como un duelo de cowboys. Y hasta llegaron los bichitos chinos asesinos. Consiguieron que el horror nos invadiera todas las tardes y noche, con las atrocidades de Afganistán, Irak, Siria, el uno y el otro, y no se olvide, señor contable, de depositar en mi cuenta bancaria mis comisiones de las fábricas de armas que tanto hacemos por ellas. Pero que se jodan. Antes de que esos siniestros llegasen a la Casa Blanca e invadieran el mundo, nosotros cantábamos las canciones de Frank Sinatra aunque no supiéramos más inglés que el de enamorar.
Malditos bastardos que en el mundo sois. Déjennos soñar con una justicia de hombres que les falta medio mes de paga para llegar al día quince, gente de nuestro temple, con nuestros problemas, con nuestras ansias, nuestros sueños y desencantos. Y exilien a las profundidades de la Atlántida a todos esos malos que ya nos traen a casa vía pantalla pequeña, para que no olvides, mentecato de la vida, que manda la violencia, que reina el más fuerte, que antes, cuando Paul Newman y John Wayne, era también el más justo. Jesús ha muerto, Viva Hill Street. Y échame un blue, compañero. Adiós, hermano Paul Newman. Que Jesús te amará como te amamos nosotros, sus discípulos.
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Maldita sea, vosotros, los listillos del barrio, los psiquiatras a los que Freud habría mandado a las galeras, quieren que dejemos la nostalgia, que nos positivemos, que aceptemos todos los horrores de estos años dos mil que son un día con desgracia y otro con más desgracia, cuando las Kalachnikov han sido reemplazadas por sofisticados virus chinos. Ahora las reemplazan los preciosos coronavirus, invento del señor de todos los chinos. Váyanse adonde puedan, falsificadores de la vida, dementes del sinvivir, que todos los días os levantáis inventando alguna maldad para ser más ricos, más guapos, más deseables, que os lo creéis, monos de feria.
Pones la tele y te asaltan dos mil doscientos policías, todos igualitos, calcados para que no haya diferencia. Son científicos y matadores, que lo averiguan todo con un ordenador y una niña tonta que masca chicle. Y que cuando tienen una duda te bombardean hasta exterminarte la paciencia del vivir. Y al rato te dan el estado de la pandemia. Como para ser feliz y bueno . Ya no se sabe si combaten a los malos o los malos son ellos, con sus tremebundas pistolas que escupen muerte sin misericordia, no como aquellos revólveres de solo seis disparos que lanzaban balitas humanas, en un duelo perfecto, entre gente del mismo submundo.
Pero el coronavirus sigue matando.
Ahora, todas las puñeteras noches, tardes y madrugadas que los ángeles malos hacen la televisión, esos cinemas pequeñitos que a veces regalan amor pero casi siempre maldad en nombre de la ley, nos apabullan con la necesidad de matar para ser más justos. Ni Kissinger se hubiese atrevido a tamaña demencia. Hasta Dillinger, aquel tremebundo gangster, así se decía, que murió lo más cinematográficamente del mundo, a la salida de un cine perfectamente iluminado, con su taquilla y sus bombillas de verbena de pueblo, acribillado por agentes que con metralletas Thompson de cargador cilíndrico replicaban a otra metralleta Thomson, que se le cae de las manos cuando ya ha terminado la última función. Duelo de titanes, de hombres. Nada de estos Frankestein de la ley y orden, Robocops de pacotilla que hoy te ponen los pelos de punta cuando los ves llegar por la pantalla con sus disfraces espaciales que pueden provocar, lo juro, virgencita del Rocío, infartos garantizados con cremación incluida.
Gente demente que en nombre de no sé qué ley te atosigan con enjambres de aparatos de muerte, que nada tienen de humano. Que me traigan al Capitán Francis Furillo, de la comisaría de Hill Street, en una ciudad cualquiera, tal vez Chicago, donde hombres con valor, sentido del honor y un revolver casi de juguete al lado de las maquinarias técnico-demoníacas de ahora hacían respetar la legalidad, daban la vida por ella, aunque de vez en cuando tuviesen que cometer una infidelidad a la ley para llegar a fin de mes.
Pero entonces salía la abogada Veronica Hamel, cerebro de todas las leyes del Estado extraviada en un cuerpo de muchacha de Broadway recién caída del último musical de lencería animada Veronica le cantaba las cuarenta a Furillo, con el que también tenía sus arrumacos, y le ponía las peras al cuarto al agente, ya le ascenderían a sargento, Andy Renko. Eran los años ochenta y el tema músical de "Hill Street Blues" te seguía todo el día, te alegraba la vida cuando estabas cabizbajo y veías que ese mes no llegarías ni a mediados porque la vida capitalista tiene eso de cabrona que a veces se olvida de que necesitas vivir. Todos silbábamos en nuestros corazones la canción triste de Hill Street.
No les voy a recordar qué actores maravillosos nos encantaron durante seis, siete o catorce años, búsquenlos, gánense el placer de recordarlos que para eso tienen ustedes Google, pandilla de dementes enloquecidos por los móviles que pronto harán la mayonesa que ustedes, malditos inconsecuentes de la vida, no saben ni a qué huele. "Blue Bloods" es una serie de estos años de dolor que ya lleva seis temporadas dándonos placer, haciéndonos creer que podemos ser buenos, que no hay que sacar un ejército a la calle para que se respete el orden.
Que el orden somos nosotros, o mejor dicho aquel Paul Newman que me sorprendió una tarde en Cannes por su corta estatura, o así me lo pareció, Un día nos metimos, bueno, él nos dejó entrar, en su "Fort Apache", allá por el Bronx, que entonces era el barrio más cutre de Nueva York. Ahora creo que atan a los perros con cadenas de oro y los pisos lúgubres de los que Paul Newman, enamorado de una latina de ojos verdes y cuerpo dorado por el Caribe, sacaba a los indeseables con su Smith and Wesson de seis cartuchos, ni uno de más, son bellezas inmobiliarias. A aquellos hombres que creían que ser policía era necesario no les hubiese gustado tener esos pistolones de mil disparos con rayos láser y psiquiatra pegados a la culata por si el agente se vuelve majara.
En "Blue Bloods" volvemos a ver aquellos uniformes azules que tanto nos enseñaron de Estados Unidos cuando estudiábamos a distancia la geografía de un país que a través de las pantallas era nuestra otra patria, a la que algún día, estábamos seguros, iríamos para decirle a Tom Selleck, el director de la policía en esta magnífica serie, que nos echara una mano para sacar al vecino de la droga. Él nos mandaría a ver a la fiscal de la familia, que es como de casa, y que es clavadita a la Veronica Hamel de Hill Street.
Ay, Dios mío, virgen de Regla, cuánto debemos de amor, veneración por la justicia y esperanza a los hombres de aquella comisaría de Hill Street, y cuanto al Paul Newman loco del dolor del mundo que en su "Fuerte Apache, The Bronx" nos enseñaba la piedad, la bondad como remedio a todos los males y no la resignación que ahora ejercemos de oficio.
Se acabó el sueño, ¡sí señor, señor sí señor!, llegaron los Nixon, los Kennedy, los Bush y los otros, que para todos debería de haber sitio en el infierno, y nos hicieron ver la guerra de Vietnam como un duelo de cowboys. Y hasta llegaron los bichitos chinos asesinos. Consiguieron que el horror nos invadiera todas las tardes y noche, con las atrocidades de Afganistán, Irak, Siria, el uno y el otro, y no se olvide, señor contable, de depositar en mi cuenta bancaria mis comisiones de las fábricas de armas que tanto hacemos por ellas. Pero que se jodan. Antes de que esos siniestros llegasen a la Casa Blanca e invadieran el mundo, nosotros cantábamos las canciones de Frank Sinatra aunque no supiéramos más inglés que el de enamorar.
Malditos bastardos que en el mundo sois. Déjennos soñar con una justicia de hombres que les falta medio mes de paga para llegar al día quince, gente de nuestro temple, con nuestros problemas, con nuestras ansias, nuestros sueños y desencantos. Y exilien a las profundidades de la Atlántida a todos esos malos que ya nos traen a casa vía pantalla pequeña, para que no olvides, mentecato de la vida, que manda la violencia, que reina el más fuerte, que antes, cuando Paul Newman y John Wayne, era también el más justo. Jesús ha muerto, Viva Hill Street. Y échame un blue, compañero. Adiós, hermano Paul Newman. Que Jesús te amará como te amamos nosotros, sus discípulos.
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