Colaboración: Kim Basinger, el suave encanto de los sesenta

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Kim Basinger
Por Sergio Berrocal    

Tengo encima de la mesa una foto de Kim Basinger y otra de una desconocida. La mirada de Kim Basinger me ha fascinado siempre y ha formado parte de esa imagen que cada hombre tiene del fantasma femenino. La mirada de la desconocida, que apunta al Caribe, está teñida de verde, como aquellos ojos de la emperatriz Soraya, a la que un rey de reyes más fascinado por el petróleo que por el Chanel 5 como camisón de todas las vidas convirtió en una desgraciada del más puro neorrealismo italiano.

La Basinger tiene ya 64 años, la edad de la verdad, el momento en que la mentira aburre. Y sigue siendo la más bella de todas las actrices.

Sus ojillos medio cerrados, quizá para evitar que el sol revele lo que tiene dentro de su soledad de rubia, contrasta con los de la caribeña morena, tan verdes como el trigo verde.

La morena caribeña me obsesiona. Miro una foto mía, de esas de película, las que suelen figurar en las contraportadas de libros que nadie abrirá jamás pero de los que su propietario hablará con la facilidad del maldito y la precisión del imbécil lleno de muebles caros en un salón donde los lomos de los libros forman parte de una decoración atiborrada de apariencia.

Mi foto representa a un tipo sin preocupaciones en los ojos. Vuelvo a mirar a mi Soraya caribeña. Sus retinas están cargadas de historias, historias probablemente tristes y amargas como la buena endibia, como todas las historias que tienen un fin, porque los comienzos siempre son maravillosos de Alicia, la otra, en el país de las de las maravillas, el otro.

Esta mañana de viento de levante arrasador en el Mar Mediterráneo y en la Costa del Sol, con alerta de no sé qué color pero apabullante de dramas, no he tomado mi descafeinado con leche. Lo he reemplazado por un güisqui con hielo, unas goticas de Perrier y un chorreón luengo de cine, de fantasía. Dicen algunos malintencionados que soy Antoñita la fantástica.

Y es cierto que vivo de la fantasía que me permiten mis recuerdos. Qué triste sería vivir con el día a día del rencor y del odio al no sé qué.

Hace ya un tiempo, el tiempo del tiempo infinito, oí comentar por la radio o por la TV, que es más de lo mismo, que una ciudad africana había asistido al entierro de su último cine.

Y el hombre, pese a su voz de periodista joven, se preguntó que cómo diablos se podía vivir sin cine. Por eso les hablo de la Basinger, la más bonita de todos los Hollywood, pura heroína de Honorato de Balzac, la más inteligente, la más seductora según Alejandro Dumas, quien no habría vacilado en convertirla en su Milady aunque no se hubiera atrevido a mandar degollarla.

Kim Basinger es una sobreviviente de un cine en el que antes reinaron señoras como las Rita Hayworth, Verónica Lake, Ava Gardner, Maureen O’Hara o hasta la mismísima Diane Keaton, con su malus de actriz encasillada, imponían la imagen de bellezas sanas, sin complicaciones. Triunfaban porque se puede ser feo y bajito como Humphrey Bogart y tener talento para decir con convicción: “Mi profesión es alcohólico”.

Ahora, en este cine de todas nuestras penas que se impone con abracadabrantes campañas publicitarias en las que no saben ni hablar de sexo, las mujeres tienen el uniforme de una Angelina Jolie, total y absolutamente, políticamente correcta. Y la prueba es que los espectadores, salvo los que tienen menos de cuatro años de edad mental, no sueñan.

La fábrica de los sueños no fabrica ya más que monstruos y pesadillas de monstruos. Y las últimas noticias es que de aquí en adelante Angelina Jolie y otras que encarnaron a bellezas perdidas en selvas y cortas de calzones con muslos al aire, tendrán que vestirse. El feminismo puede con todo, Pero la existencia de Kim Basinger, el recuerdo casi religioso de Ava Gardner o de Rita Hayworth demuestran que el poder de la mujer desde una pantalla grande, y hasta chica, sigue existiendo.

Te extasiabas con la falda de Tippi Hedren y te emocionaban los ojos angustiados de Kim Novak.

Cuando las ves, metidas en tu vida desde hace veinte o cincuenta años, porque la imagen tiene el secreto de la eterna juventud, ganas irresistibles te dan de ser un fan de otros tiempos, de los que les escribían declaraciones alumbradas con la pasión que leían secretarias de sus agentes artísticos en un c/o de cualquier lugar de Los Angeles, USA.

Nada han podido las modas anoréxicas y contrahechas de los nuevos realizadores, por decir cualquier cosa, contra el mito de las estrellas. Una de ellas, una de las últimas representantes, es la Kim Basinger, que todavía tiene capacidad para dejar a toda una sala sin ganas de masticar  las ruidosas palomitas o de sorber el vaso de cartón repleto de cola. ¿Qué sería el cine, la mística del cine, sin esas da- mas que hacen sentirte un hombre?.

¿Quién no se ha metido en el pellejo de Clark Gable tratando de amansar a la fierecilla Vivien Leight, o en el

de Bogart desenamorando a Ingrid Bergman con carita de colegiala suiza escapada de los nazis y de Indiana Jones?

¿Quién no ha soñado con besar las piernas blancas como la leche de Kim Novak la rubia?

La estrella mujer, no las estrellitas anoréxicas del siglo XXI, fue nuestra compañera de deseos, sueños y añoranzas íntimas.

Sin ellas, a las que nunca vimos probablemente en carne y hueso, nuestras vidas hubiesen sido peores.

Tal vez el desatino de los modernos hombres esté provocado por esa falta. Para nosotros, los viejos de otra galaxia, fueron compañeras lejanas.

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