Colaboración: "The End"

por © NOTICINE.com
Stefania Sandrelli
Por Sergio Berrocal   

Es la eterna historia de la infidelidad. Un día, una tarde, una noche, una mañana, una madrugada, te percatas de que el cine al que tanto amaste, que tanto te amó, como una Stefania Sandrelli perdida en una noche de ciudad dormida, ya no te sirve. Que te has dado cuenta de que te engañaba, que ya no se ajusta a la realidad, a la tuya, tan difícil, que vives sin mirar ya ni siquiera a la pantalla. O apenas.

Entonces recuerdas cómo corrías por aquella ciudad italiana sin luces, cómo llegabas a la trattoria y veías a Stefania, a la que tanto habías amado, a la que tanto todos habíamos amado tanto. Ella te sonreía como ninguna otra mujer te sonreiría jamás. Era la sonrisa, triste, pero la sonrisa de la piedad, la que tienen las vírgenes que están de guardia al lado del Jesús el Nazareno que en su iglesia, de Roma o de La Habana, espera que llegue la Semana Santa para el imposible sacrificio, una vez más.

Porque todo es repetición de lo que ya no es. Y el cine no escapa a esta maldición. Fue nuestro amigo irremplazable cuando sabías que tus angustias de adolescente, o ya de mayorcito, no las podías confiar al cura siniestro que se parapetaba en un confesionario. Y mientras la película pasaba y los diálogos te llegaban apenas comprensibles, tú mirabas a esa estrella que idolatrabas y que habías adoptado y le pedías que te ayudase.

Una tarde de pleno verano, ella, pero no la otra, se te apareció en una calle. Os distéis un abrazo interminable, de película musical, con el entusiasmo del primer amor. Pero ya habían pasado tantos años, y nos habíamos amado tanto…

No sonrían como si fueran inteligente, el sarcasmo está reservado a los elegidos, no a los pelagatos que han aprendido a leer malamente, y a comprender peor, desde que existe Google.

Salías del cine consolado. Pero el tiempo ha pasado. Stefania Sandrelli está ya como tú, lejos de los focos donde os encontrabais con el pensamiento, aunque quién sabe, quizá le lleguen esos mensajes tuyos que le diriges cuando el día ha sido muy malo, peor que la noche, y sabes que el sol no luce para todos.

El cine nos engaña ahora porque ya no tienes la edad de creer. Todo tiene un comienzo y un fin. Y desde que un profesor de física me demostró con una piedra lanzada al aire que, fatalmente, todo lo que sube baja, y cómo, ya sé que no hay esperanza. Dicen que Gary Cooper anda por los cielos, aunque no me han dado la dirección. Y toda aquella gente que te ayudó en la pantalla del Teatro Apolo de aquella isla africana también se ha marchado.

Han llegado desconocidos, antipáticos y poco samaritanos, porque los pocos que habían resistido han sido borrados por la ola de feminismo mal entendida que sacudió a Hollywood. Pero cuando vienen las cosas mal, y casi siempre vienen mal, si todavía te quedan dos dedos de humor siempre puedes decir aquello de “Hoy es un mal día para dejar de fumar”, y reírte una vez más con “Aterriza como puedas”.

Ya sé, no me hago ilusiones. Los nuevos doctorados de las nuevas redes sociales te esperan para ridiculizarte, decirte que no tienes ni idea. Que eres un llorón. Y todo eso porque han aprendido a mandar mensajitos, ridículos mensajitos, que hasta el presidente Donald Trump, teclea, o le teclean, para decir insensateces.

Desde que la informática permitió a legiones de analfabetos plantados en el monte creerse que eran como los demás, como la gente culta, pero sin haber tenido que hacer el más mínimo esfuerzo, la democracia del pensamiento estructurado se ha estrellado en color y sonido Dolby.

Ya sabes que tu propia película, la tuya, la que nada más que tú tiene el deber de interpretar, porque así es la vida, compañero, seguirá cuando Humphrey Bogart deje marchar a Ingrid Bergman en un aeropuerto de cartón piedra mientras un gordo aduanero que por el acento es francés arroje a la papelera una botella vacía de agua Vichy.

Y seguirás corriendo sin saber hacia dónde cuando Stefania Sandrelli se agarre como una niña perdida al amor de su vida, que naturalmente no eres tú, y la fatídica palabra o dos palabras que acaban los sueños de todas las películas hagan correr a los acomodadores para abrir las puertas de salida de esa sala de minicine o como diablos se llame donde te agarras a tu butaca incómoda pensando sin pensarlo que tal vez, por qué no, se produzca algún milagro antes de que los créditos terminen de desfilar y tengas que salir a la calle.

Si esa noche, tarde o cualquier cosa del día, estás con la suerte en el taller de reparaciones, hasta es posible que llueva el tiempo suficiente para ponerte como una sopa mientras buscas refugio en el siniestro Macdonald que queda a setenta metros del cine.

Pero también es muy posible, casi seguro, que esa sea tu noche, o tu día, o tu tarde, y que ese lugar que por lo menos te hubiese servido para refugiarte de la lluvia y de tu congoja, esté cerrado por inventario. C’est la vie, mon amour.

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