Colaboración: Llegaron las lluvias
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
¿Y que has aprendido después de tanto dolor? El cártel se pasea en la fachada de un autobús bajo millones de gotas que siguen cayendo sobre la ciudad hasta totalizar 800 litros por metro cuadrado, una barbaridad que traía de cabeza a los meteorólogos enfangados en sus cálculos.
Le recordaron las lluvias de Bombay, todas esas películas que contaban la desesperanza seguida de la Madre Teresa buscando lo que nadie encontraba en un país como aquel. Aquel título cinematográfico, “Vinieron las lluvias / The Rains Came” de 1939, cuando el mundo, empezando por Europa, comenzaba a sentir los efectos de otra locura, la de la guerra decretada por Adolf Hitler.
Pero en las carteleras del mundo estaba colgado el cartel de “Vinieron las lluvias” y sus dos principales intérpretes, Myrna Loy y Tyrone Power, habían sido maravillosamente acogidos por un público que ya olía la guerra.
En la ciudad, muy allá de las pantallas, las alcantarillas, inexistentes, ya están saturadas de querer tanto tragar.
Le recordó también aquella noche a orillas del Amazonas, en todo lo alto del Matto Grosso, en un restaurante hecho de palos arrastrados por las aguas. Sirvieron un pato casi vivo y sin desplumar, en una olla donde parecía estar tomando un baño.
Las lluvias habían vuelto en aquella isla africana, último reducto de la Europa cristiana antes de internarse en los intestinos de África, de la que solo te separaba una porción de aguas rojas del estrecho de Gibraltar, ya rojas de la sangre de los que querían atravesar de África a Europa en busca de una vida mejor. Y encontraban, muchos de ellos, la peor de las muertes, quizá incluso con alguna barracuda esperando que les echasen la carne apetitosa y todavía palpitante.
En su casilla azotada por latigazos de lluvia, el jefe de cierre del periódico local, esperaba impaciente que el teléfono sonara con las últimas cifras de muertos para cerrar y sacar la edición a la calle. Pero todavía no habían llegado a los cien cadáveres, y eso que el tifus exantemático estaba haciendo de las suyas. Pero se rumoreaba, y ahí radicaba la esperanza de un titular escandalosamente jugoso y se rumoreaba que la fiebre amarilla y quizá hasta la peste ayudarían a engordar las cifras.
Desde el balcón que daba a la avenida embarrada de agua casi negra y que iba subiendo con la paciencia que tienen las catástrofes, se veía un portal donde se habían refugiado unos repartidores de biblias, que en nombre de dios aguantaban los embates del temporal bajo un cártel que preguntaba: “¿Es la vida obra de un creador?”.
En el burdel de la capital, Madame Paquita, sabía que lo mismo que habían subido, las aguas bajarían y que el tráfago de su hacienda se restablecería en cuanto dejasen de caer aquellas lluvias. Entonces reaparecería el primero el Gobernador, acompañado de su corte, los comerciantes más en vista y todos los visitantes eventuales atraídos hasta aquella ciudad por las excelencias de la casa, cantadas por todos los nacionales y extranjeros que hacían escala en ella.
Madame Paquita reconocía con sus amigas, la esposa del Gobernador y todas las esposas de los funcionarios de cierto rango, que eran caros pero todo el mundo reconocía que no había servicio que pudiese comparárseles salvo quizá en París y en Buenos Aires.
Madame Paquita, nacida en un pueblo del sur de España hacía 29 años, era reconocida por todos como una francesa de vocación, que para eso había hecho sus clases desde los quince años en las mejores mancebías de París. Ella hubiese querido seguir ejerciendo en lo que llamaba con su dulce acento andaluz los burdeles de la luz, pero hubo un desgraciado affaire con un Prefecto francés, cuyo hijo había muerto en su lecho cuando se había ganado en pública subasta su virginidad. Los médicos dijeron que el cachorro no había estado a la altura de su padre y que durante esa noche de desvirgue pagado por el papá con muchos luises de oro, su virilidad había sido incapaz de penetrar a Paquita, que solo tenía dieciséis años. Cuando él se percató de que era incapaz de cumplir la misión para la que su padre le había elegido, echó mano del revólver que siempre llevaba encima y se descerrajó un tiro.
Paquita estaba encantada. Su reputación creció y llegaron a ofrecer verdaderas fortunas visitantes de Londres, Moscú y Birmingham, pero ella se mantuvo virgen hasta que le dio la gana. Y cuando decidió perder la virginidad, acababa de cumplir diecisiete años. Eligió ella misma a un príncipe de Bohemia que le ofreció un rio de oro y se dejó penetrar hasta que las sábanas quedaron manchadas de sangre.
Aquella anécdota hacía que a los 29 años que ahora tenía siguiese siendo la más demandada de sus muchachas. Pero ella ya no cedía más que a caprichos, que sin embargo los elegidos pagaban igualmente muy caros.
El viernes de la cuarta semana de lluvias, el cielo se abrió de pronto, el sol lució y el agua fue retirándose de las calles de la capital.
Sigue nuestras últimas noticias por TWITTER.