Colaboración: Ahed Tamimi, la virgen palestina
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
La muchacha repartió algunas bofetadas, creyendo quizá, e ingenuamente, que manos blancas no ofenden. Lo malo es que la chiquilla era palestina y los agredidos soldados de la Tsahal, el poderoso ejército del Estado de Israel, donde los muchachos tienen que cumplir, todos y obligatoriamente, 32 meses y las chicas 24 meses. Un estado de guerra.
El sentido del humor no lo enseñan en esas duras formaciones, como tampoco a los palestinos, a los que se les da mejor el apedreamiento, la intifada. Aunque siempre haya sido David contra Goliat.
Ahed Tamimi, tiene 17 años, solo 17, y está en edad de amar no de ser arrastrada hasta una mazmorra israelí donde esperará a que un juez decida de su suerte por un delito terrorista, esas bofetadas que, es cierto, los soldados israelíes, los enemigos, recibieron sin reaccionar. Ellos tampoco andan muy lejos de los 17 años, la edad de juegos de amar.
Pero la vida sigue, absurda, y ya hay 300 palestinas bonitas y jovencillas como Tamimi esperando en una cárcel también para que las juzguen. Vidas perdidas apenas empezadas.
Mientras, en su despacho oficial, Benjamin Natayau, el poderoso primer ministro de Israel, el país que va a juzgar a las niñas, rumia la acusación de corrupción que pesa sobre él.
Es muy temprano aquí en el fondo de Europa cuando he oído a Beatriz Lecumberri dar la información sobre lo que espera a las chiquillas de Palestina. Beatriz, compañera en Brasil, está ahora en Tierras Santas o menos santas de corresponsal de la cadena radial española SER.
A mí, que tan lejos me pilla de Jerusalén, que nunca conoceré a Ahed Tamimi, me ha sorprendido la noticia en este miércoles por la mañana al lado de una playa larga y tranquila donde me hubiese gustado ver a la muchacha de las bofetadas, rebelde como un personaje de Shakespeare. Y como lo único que me sobra es imaginación la he encontrado en la arena, como cualquier otra chiquilla de su edad, que no espera un castigo severo, castigo de nazi, sino una caricia. Lejos del juez que ya ha empezado a juzgarla y probablemente a destrozarle la vida. Destino de palestino.
Ahora, lo que van a leer es un cuento, y tómenlo como tal, sin otras intenciones.
En bañador dos piezas para su piel bronceada probablemente de andar de intifada bajo el sol había conservado su keffiyeth, ese pañuelo que desde el comienzo de los tiempos la gente de Palestina exhibe como una bandera, mucho antes de que Yasser Arafat lo popularizara cuando la OLP (Organización para la liberación de Palestina) cometía atentados a troche y moche. Y luego, más tarde, cuando fue el primer presidente de la Autoridad Nacional Palestina.
Israelíes y palestinos habían callado las armas, oficialmente, y ahora hablaban con deje de Cancillerías occidentales.
En la playa del fin del mundo, una isla perdida frente al África negra, la de Stewart Granger y la de tantos otros de oficio exploradores, la muchacha del pañuelo palestino charla con otra moza francesa, que parece a punto de comérsela con los ojos. Ella, la mayor, la que ya vivió, conoce la historia de la palestina que hace ya mucho abandonó las calles de Jerusalén y el infierno de Gaza.
Un turista que la reconoció la llamó Patricia y desde entonces así la llaman sus amigas. La mujer que no aparta los ojos de ella sabe que Patricia no es cualquiera. Tan joven y ya con un pasado. Tenía 14 años cuando un productor de cine disfrazado del turista la convenció para hacer una prueba. Era un caza talentos de una firma cinematográfica y estaba seguro de que la muchacha podría ser la Juana de Arco palestina que andaban buscando para una película.
La nueva Patricia aceptó y en poco tiempo se encontró rodando en Beirut esa pirueta que se le había ocurrido a un guionista de Manhattan, harto de repetir los mismos guiones de velocidad y furor que se habían impuesto en un momento.
La película pasó más o menos sin pena ni gloria pero ella ya había dado el salto.
Patricia suspiró como lo hacía cuando creía que el corazón se le iba a escapar. Aquellos dos meses fuera de Europa la habían cambiado. Luis contemplaba esta transformación con la misma sonrisa que se le escapaba cada dos por tres desde aquella noche en París cuando la muchacha se convirtió en mujer. Le parecía incluso que era el momento de hablar en serio. Se acercó todo lo que pudo a ella para que su voz pudiese llegarle por encima del vendaval de las trompetas. Se miraron como se miraban desde que comprendieron que el amor no era una invención de escritores y cineastas y que realmente existía un sentimiento más allá del alcance de todo razonamiento, de toda lógica, muy lejos del cartesianismo que todo lo niega. Patricia nunca le había parecido tan bella, tan madura pese a sus pocos años. Se le antojaba como más asentada, consciente de que la vida era algo más que una carrera desenfrenada hacia la nada. Por primera vez en muchos años, en muchas angustias, él creía en lo que estaba viviendo y se había convencido, a medida que pasaban los días en esta Habana suya de siempre que cualquier hombre, cualquier mujer, podía tener una segunda oportunidad, tal vez incluso la definitiva, la buena. Por el rabillo del ojo Patricia le miraba un tanto preocupada.
- Tengo que contarte algo y sólo te pido que me dejes hablar y que comprendas.
La orquesta estaba flirteando con uno de los grandes momentos de Frank Sinatra, “Night and Day”.
- Cuando te conocí, durante aquella entrevista que me concediste, no fue pura casualidad ni tuve que reemplazar a un compañero. Yo estaba allí porque sabía perfectamente quien eras tú y porque te buscaba. Alguna de estas noches te he dicho que nací en el norte de Africa. Es cierto, pero lo que nunca te he referido es que mi familia es judía sefardita, que yo soy judío y que de vez en cuando he echado una mano a nuestros amigos de Tel Aviv…
A Patricia le faltó poco para soltar una palabrota, pero tenía la garganta seca y sus ojos verdes no le cabían en el cuerpo de curiosidad mezclada con una cierta ironía.
- No creo que te importe que yo sea judío. Pero quizá no te guste saber que me mandaron a verte, que en realidad no fue un encuentro fortuito. Tú ya sabes que todos los países tienen unos servicios secretos que en muchos casos les permite protegerse. Cuando te conocí estaba en misión. Y si la noche del estreno de tu película en París no me encontraba contigo en el palco de la Opera es porque estaba preparando tu secuestro. Moshe y Pierre, a los que conociste cuando te llevaron a la casa de Louvecienne, son dos amigos de infancia. Luego, cuando ya estaba todo en marcha saboteé la operación, la hice abortar porque comprendí que ibas a ser la mujer de mi vida. Son cosas que a veces uno tiene la suerte de saber a tiempo. Y ahora, bueno, ya sabes…
La música le pareció un alivio porque al menos había sacado fuera todo lo que le angustiaba desde hacía días. Miraba a Patricia fijamente, casi hipnotizado, porque temía su reacción. Quedó sin voz cuando la vio sonreír con una de aquellas sonrisas que ella sacaba del fondo de su alma libanesa cuando tenía que decir algo difícil de entender.
Ella fue la que ahora le acerco los labios a la cara para que pudiese escucharla.
- Entiendo lo que me has dicho. Y la verdad es que yo también tengo un secreto, bueno tres. Sigo siendo palestina pero también es cierto que soy una excelente actriz. Supe quién eras desde el primer día. Mr. James me lo reveló porque gente que trabaja para él te investigó y le puso al corriente. El segundo secreto es que yo estaba perfectamente al corriente del secuestro y del resto, porque todo, absolutamente todo, fue minuciosamente montado por Mr. James para asegurar el lanzamiento del filme. Bueno, Pierre y Moshe actuaron de buena fe, convencidos de que trabajaban para una buena causa pero no fueron más que meros actores.
Luis no podía creer lo que oía. Ella seguía sonriendo, con la misma sonrisa ladina de antes.
- ¿Y el tercer secreto…?
- En realidad, más que un secreto es un pequeño problema que deberíamos resolver cuanto antes: ¿sinagoga o mezquita?
Los ojos verdes, verdes como el trigo verde, chorrearon chispas de alegría.
- Voy a tener un niño. Será el hijo de un judío sefardí y de una guerrillera palestina. Espero que nuestros amigos de Jerusalén y de Gaza no se enteren… ¡Inch Allah!
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La muchacha repartió algunas bofetadas, creyendo quizá, e ingenuamente, que manos blancas no ofenden. Lo malo es que la chiquilla era palestina y los agredidos soldados de la Tsahal, el poderoso ejército del Estado de Israel, donde los muchachos tienen que cumplir, todos y obligatoriamente, 32 meses y las chicas 24 meses. Un estado de guerra.
El sentido del humor no lo enseñan en esas duras formaciones, como tampoco a los palestinos, a los que se les da mejor el apedreamiento, la intifada. Aunque siempre haya sido David contra Goliat.
Ahed Tamimi, tiene 17 años, solo 17, y está en edad de amar no de ser arrastrada hasta una mazmorra israelí donde esperará a que un juez decida de su suerte por un delito terrorista, esas bofetadas que, es cierto, los soldados israelíes, los enemigos, recibieron sin reaccionar. Ellos tampoco andan muy lejos de los 17 años, la edad de juegos de amar.
Pero la vida sigue, absurda, y ya hay 300 palestinas bonitas y jovencillas como Tamimi esperando en una cárcel también para que las juzguen. Vidas perdidas apenas empezadas.
Mientras, en su despacho oficial, Benjamin Natayau, el poderoso primer ministro de Israel, el país que va a juzgar a las niñas, rumia la acusación de corrupción que pesa sobre él.
Es muy temprano aquí en el fondo de Europa cuando he oído a Beatriz Lecumberri dar la información sobre lo que espera a las chiquillas de Palestina. Beatriz, compañera en Brasil, está ahora en Tierras Santas o menos santas de corresponsal de la cadena radial española SER.
A mí, que tan lejos me pilla de Jerusalén, que nunca conoceré a Ahed Tamimi, me ha sorprendido la noticia en este miércoles por la mañana al lado de una playa larga y tranquila donde me hubiese gustado ver a la muchacha de las bofetadas, rebelde como un personaje de Shakespeare. Y como lo único que me sobra es imaginación la he encontrado en la arena, como cualquier otra chiquilla de su edad, que no espera un castigo severo, castigo de nazi, sino una caricia. Lejos del juez que ya ha empezado a juzgarla y probablemente a destrozarle la vida. Destino de palestino.
Ahora, lo que van a leer es un cuento, y tómenlo como tal, sin otras intenciones.
En bañador dos piezas para su piel bronceada probablemente de andar de intifada bajo el sol había conservado su keffiyeth, ese pañuelo que desde el comienzo de los tiempos la gente de Palestina exhibe como una bandera, mucho antes de que Yasser Arafat lo popularizara cuando la OLP (Organización para la liberación de Palestina) cometía atentados a troche y moche. Y luego, más tarde, cuando fue el primer presidente de la Autoridad Nacional Palestina.
Israelíes y palestinos habían callado las armas, oficialmente, y ahora hablaban con deje de Cancillerías occidentales.
En la playa del fin del mundo, una isla perdida frente al África negra, la de Stewart Granger y la de tantos otros de oficio exploradores, la muchacha del pañuelo palestino charla con otra moza francesa, que parece a punto de comérsela con los ojos. Ella, la mayor, la que ya vivió, conoce la historia de la palestina que hace ya mucho abandonó las calles de Jerusalén y el infierno de Gaza.
Un turista que la reconoció la llamó Patricia y desde entonces así la llaman sus amigas. La mujer que no aparta los ojos de ella sabe que Patricia no es cualquiera. Tan joven y ya con un pasado. Tenía 14 años cuando un productor de cine disfrazado del turista la convenció para hacer una prueba. Era un caza talentos de una firma cinematográfica y estaba seguro de que la muchacha podría ser la Juana de Arco palestina que andaban buscando para una película.
La nueva Patricia aceptó y en poco tiempo se encontró rodando en Beirut esa pirueta que se le había ocurrido a un guionista de Manhattan, harto de repetir los mismos guiones de velocidad y furor que se habían impuesto en un momento.
La película pasó más o menos sin pena ni gloria pero ella ya había dado el salto.
Patricia suspiró como lo hacía cuando creía que el corazón se le iba a escapar. Aquellos dos meses fuera de Europa la habían cambiado. Luis contemplaba esta transformación con la misma sonrisa que se le escapaba cada dos por tres desde aquella noche en París cuando la muchacha se convirtió en mujer. Le parecía incluso que era el momento de hablar en serio. Se acercó todo lo que pudo a ella para que su voz pudiese llegarle por encima del vendaval de las trompetas. Se miraron como se miraban desde que comprendieron que el amor no era una invención de escritores y cineastas y que realmente existía un sentimiento más allá del alcance de todo razonamiento, de toda lógica, muy lejos del cartesianismo que todo lo niega. Patricia nunca le había parecido tan bella, tan madura pese a sus pocos años. Se le antojaba como más asentada, consciente de que la vida era algo más que una carrera desenfrenada hacia la nada. Por primera vez en muchos años, en muchas angustias, él creía en lo que estaba viviendo y se había convencido, a medida que pasaban los días en esta Habana suya de siempre que cualquier hombre, cualquier mujer, podía tener una segunda oportunidad, tal vez incluso la definitiva, la buena. Por el rabillo del ojo Patricia le miraba un tanto preocupada.
- Tengo que contarte algo y sólo te pido que me dejes hablar y que comprendas.
La orquesta estaba flirteando con uno de los grandes momentos de Frank Sinatra, “Night and Day”.
- Cuando te conocí, durante aquella entrevista que me concediste, no fue pura casualidad ni tuve que reemplazar a un compañero. Yo estaba allí porque sabía perfectamente quien eras tú y porque te buscaba. Alguna de estas noches te he dicho que nací en el norte de Africa. Es cierto, pero lo que nunca te he referido es que mi familia es judía sefardita, que yo soy judío y que de vez en cuando he echado una mano a nuestros amigos de Tel Aviv…
A Patricia le faltó poco para soltar una palabrota, pero tenía la garganta seca y sus ojos verdes no le cabían en el cuerpo de curiosidad mezclada con una cierta ironía.
- No creo que te importe que yo sea judío. Pero quizá no te guste saber que me mandaron a verte, que en realidad no fue un encuentro fortuito. Tú ya sabes que todos los países tienen unos servicios secretos que en muchos casos les permite protegerse. Cuando te conocí estaba en misión. Y si la noche del estreno de tu película en París no me encontraba contigo en el palco de la Opera es porque estaba preparando tu secuestro. Moshe y Pierre, a los que conociste cuando te llevaron a la casa de Louvecienne, son dos amigos de infancia. Luego, cuando ya estaba todo en marcha saboteé la operación, la hice abortar porque comprendí que ibas a ser la mujer de mi vida. Son cosas que a veces uno tiene la suerte de saber a tiempo. Y ahora, bueno, ya sabes…
La música le pareció un alivio porque al menos había sacado fuera todo lo que le angustiaba desde hacía días. Miraba a Patricia fijamente, casi hipnotizado, porque temía su reacción. Quedó sin voz cuando la vio sonreír con una de aquellas sonrisas que ella sacaba del fondo de su alma libanesa cuando tenía que decir algo difícil de entender.
Ella fue la que ahora le acerco los labios a la cara para que pudiese escucharla.
- Entiendo lo que me has dicho. Y la verdad es que yo también tengo un secreto, bueno tres. Sigo siendo palestina pero también es cierto que soy una excelente actriz. Supe quién eras desde el primer día. Mr. James me lo reveló porque gente que trabaja para él te investigó y le puso al corriente. El segundo secreto es que yo estaba perfectamente al corriente del secuestro y del resto, porque todo, absolutamente todo, fue minuciosamente montado por Mr. James para asegurar el lanzamiento del filme. Bueno, Pierre y Moshe actuaron de buena fe, convencidos de que trabajaban para una buena causa pero no fueron más que meros actores.
Luis no podía creer lo que oía. Ella seguía sonriendo, con la misma sonrisa ladina de antes.
- ¿Y el tercer secreto…?
- En realidad, más que un secreto es un pequeño problema que deberíamos resolver cuanto antes: ¿sinagoga o mezquita?
Los ojos verdes, verdes como el trigo verde, chorrearon chispas de alegría.
- Voy a tener un niño. Será el hijo de un judío sefardí y de una guerrillera palestina. Espero que nuestros amigos de Jerusalén y de Gaza no se enteren… ¡Inch Allah!
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