Colaboración: ¿Acaso no matan a los caballos?

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Por Sergio Berrocal     

Escribes con la rabia de quien siente que se le acaba la gasolina y tiene un contrato que cumplir, el que firmaste contigo mismo cuando decidiste no ser capitán de la Marina Mercante y dedicarte a contar cosas. Te comprometiste ante Dios y ante los hombres a contar cosas, lo menos aburridas posibles. Es el contrato de tu propio compromiso, de tus propias necesidades, porque escribir es una necesidad como beberse un descafeinado con leche a media mañana.

Te come la rabia de la imbecilidad, de tu propia imbecilidad, de la envidia que tienes de media humanidad, más lista que tú, que se abre paso sin tener que gritar cada vez que encuentras a alguien a tiro que eres un escribidor sin suerte, sin editor, sin nada, apenas con una máquina de escribir, unos cuantos lapiceros y una falta total de imaginación. Eso es lo que más te falta, se te ha acabado la tinta y no lo quieres reconocer. Ya sé, porque no puedes, porque tienes que seguir adelante o de lo contrario te romperás una pata cuando te caigas del susto de ya no saber nada. Porque escribir era lo único que se te daba más o menos bien.

No tienes ningún puñetero mensaje que transmitir, no eres más que un escribidor que ya no tiene o no quiere seguir escribiendo. Ni siquiera te han amenazado por decir cosas que otros no querías que dijeses. No tienes una religión que meta líos y ni siquiera has tenido que solicitar un par de escoltas para que unos desaprensivos no te rompan las piernas. Porque no hay nadie que quiera romperte nada. Ni te ven.

Te asquea la indiferencia de los cuasi analfabetos que son capaces de deletrear un cacho de algo, y ahí podrían casi leer lo que escribes, porque tú no eres un intelectual de altos vuelos, más bien vuelas casi estrellándote en los tejados. No tienes nada de profundo, no tienes mensajes que dar a la humanidad. Tienes todo lo que hace falta para que editen lo que escribas pero lo malo es que ni eso. Porque los editores saben que dejarías indiferente a todo el mundo.

Chirrias los dientes, casi lloras porque eres demasiada buena persona para dedicarte a despellejar a alguien, que siempre vende, y en definitiva lo que cuentas no le interesa más que a ti y a tus más íntimos, que no tienen más remedio que sonreírte y hacer como que han sido iluminados por lo que les has dado a leer cuando en realidad se han aburrido y no saben siquiera de qué iba ese montón de palabras.

Has escrito hasta la saciedad de cine, que tanto te ayudó a aguantarte a ti mismo durante todos estos años, muchos años, que han sido largos y difíciles. Todo has querido resolverlo escribiendo. Que se te caía un lápiz al suelo, ahí va un articulito para explicarlo. Que te caía algo más gordo, ahí va otro cacho de escritura. Has escrito según tus necesidades más íntimas pero el único que ha llorado ha sido tú. Los demás te han leído por compasión, por piedad o por aburrimiento y han salido diciendo que ya está bien de tanto llanto, que este tío nos tiene hasta las narices, que todos tenemos cosas malas que nos pasan y no escribimos por eso una novela. “Y si yo quisiera, decía Don Ismael de la Cuadra, ya verían de lo que soy capaz con una pluma entre los dedos. Pero no vale la pena. No puede andar uno quejándose todo el día”.

Tienes que buscarte otra salida. Ya sé que no te gusta el fútbol, pero si te esforzaras seguro que lo harías bien, como a tus comienzos, aunque tampoco hiciste carrera en los diarios deportivos pese a que Don José quiso convertirte en una estrella del suyo. Bueno, quizá, no, porque el tenis no te gusta y el rugby, ni hablar. Tal vez podrías meterte con el badmington, ya sabes esa cosa que salta de un lado para otra y que parece una mariposita de trapo. Es poco conocido y quizá ahí podrías hacerte un hueco.

Bueno, vale, vale. Tuviste un tiempo que te gustaba mucho el boxeo. Y en París no dejabas de contar historias de boxeadores para el diario Marca. Lo malo es que luego te dio por contar historias de boxeadores desgraciados tan lacrimógenas que empezaste a aburrir a los lectores. Sobre todo cuando quisiste psicoanalizar aquel gesto de Monzón, campeón del mundo de todo, y que un día tuvo la ocurrencia de empujar a su señora por un balcón. Algunos hasta te echaron en cara que no hubieses precisado desde que piso la había arrojado.

Y hubo alguien que se atrevió, el muy maldito, a mandarte de forma anónima un ejemplar de Horace McCoy “¿Acaso no matan a los caballos?”. Y tú contestaste que peor era matar a un ruiseñor. Y se acabó tu carrera de comentarista deportivo.

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