Colaboración: La insolencia del dinero
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Por Sergio Berrocal
No les da asco ni pundonor anunciar, cuando las bolsas juegan a los bolos, que los más ricos del mundo todavía lo son más y que así seguirá la tendencia por la gracia de Satanás y sus parejas de albaricoques enanos que crecen en los arrabales donde Emile Zola, el novelista naturalista francés, planto la miseria de sus muertos de hambre.
En otro barrio puso la calefacción en las escaleras de los todopoderosos, como prueba de lujo insolente en el siglo XIX, que no era el de las luces.
El dinero atrae, nos atrae, revuelca en medio de las inmundicias a quienes quieren tenerlo sea como sea y a otros que ni le hacen ascos mientras puedan construirse nuevos palacetes como los del siglo XIX en el París de las putas de altos vuelos y de los financieros que sin una botella de champán del más caro en el desayuno, prueba de calidad para los desmemoriados del gusto, no eran nadie.
Se bebía, se follaba, se perjuraban los más honestos, las más bellas y hasta poco vírgenes por vocación se abrían de piernas ante el banquero a la moda que las compraba por un puñado de oro, un palacete Avenue de Friedland, una alcoba de oro, mirra y marfil con sábanas de seda venidas por barco de la lejana China.
Entonces hablábamos de una época en la que el dinero pervertía y la gente se dejaba pervertir.
Pero en el siglo XXI, cuando las reglas morales-feministas son estrictas y codificadas, cuando la gente dice que cree más en Dios que en el diablo, la monserga del dinero es la misma. Tanto tienes tanto vales y tanto no tienes y qué poco vales. El valor de hombres y mujeres es la medida de su cuenta corriente, de sus bienes y de sus chanchullos. La inteligencia, la supremacía del buen gusto es cosa de lacayos.
Te metes en “El lobo de Wall Street” de Martin Scorsese (2013) y comprendes gráficamente, con la pátina de un director de cine tremendista para regodearse en el lujo del dinero, en el poder de los cheques llenos de ceros. Porque Scorsese no denuncia nada, no es un moralista, es a lo más un testigo que relata con la complacencia del voyeur, que mira por una rendija cómo su esposa, la más bella mujer del mundo, se deja mancillar, aplastar por una fortuna, sin rostro ni formas físicas.
La lección de esta película es clara y precisa: sea multimillonario, multimillonaria y esa será la única manera que tendrá de acceder al reino de los apartamentos gigantescos con vistas a todo lo que merece la pena verse: bancos suntuosos, mujeres que por menos de diez mil no te dan ni una sonrisa, joyas de Tiffany solo para los ojos y la cartera de los muy ricos.
“El lobo de Waltl Street” es sin duda una de las tantas películas siniestramente filmadas sobre ese mundo de personajillos que se dedican a apoderarse del dinero de los que andan por pisos inferiores, que nunca tendrán derecho a la azotea con llave de ascensor, con la promesa de que vamos a invertirle de una forma tan genial que no sabrá que hacer usted con tanto dividendo.
Bacanales en las oficinas de los agentes de bolsa, los que le roban el dinero a los pobres que se dejan embaucar y que tal vez mañana tendrán que pegarse un tiro porque no tienen ni para pagar la hipoteca del piso donde viven la señora y cuatro niños que todavía nada saben de la perversidad de esa bolsa que les come las carnes.
Con su cara de pan caliente Di Caprio es el perfecto archimillonario de Wall Street que organiza con la menor subida de sus acciones una espantosa y asquerosa orgía en medio de las computadoras que siguen dando las tendencias, las cotizaciones.
Las mujeres, jóvenes, menos jóvenes, menos jóvenes pero más viciosas, se prostituyen por detrás por delante, por el medio, de todas las formas que haga falta. Uno de los Golden boys se masturba delante de una muchacha a la que le faltan doce minutos para recoger su semen con su boca. Y esperar a que le llegue la limosna de unos cuantos billetes verdes. Es el juego. Yo compro, tú vendes. Yo te compro, tú te vendes.
“Big Money” es una novela de John Dos Passos, cuyos personajes, envueltos en las subidas y bajadas de la bolsa de los años veinte, antes de la depresión, antes de que todo se fuera al carajo, antes de que los norteamericanos tuviesen que correr detrás de un cacho de pan, detrás de medio litro de leche para los niños. Felices años veinte que daban paso a todas las ilusiones, hasta que llegó el jueves negro, un jueves de un mes de 1929 y todo se derrumbó, como los castillos de cartas de los borrachos, como los castillos de arena que los niños hacen en las playas y que el mar respeta el tiempo de un suspiro.
Pero entretanto, en espera de que llegara el momento de arrojarse por las lujosas ventanas, de pegarse lujosos tiros, los manipuladores, los malabaristas de Wall Street no sabían qué hacer con tanta prosperidad.
El personaje central de “Big Money” es un idealista constructor de aviones que se deja llevar por el canto de sirenas y termina siendo un potentado de Wall Street, con sus claros y oscuros momentos. Compra y vende. Mujeres, las más bellas, se le ofrecen en bandeja por un buen puñado de dólares.
“No sé por qué todo el mundo se pasa la vida imaginando que soy un cerdo de multimillonario. Pero si yo lo único que quiero es conseguir bastante dinero para poder trabajar tranquilo en la construcción de mis motores de avión….” dice el pobrecito en un momento de depresión.
Pero estamos en 2017 y todas esas películas, todas esas novelas que cuentan el poder del dinero, que dicen que todo se vende, que todo se compra, reputaciones, bellezas, poder, favores, talentos, todo, absolutamente todo, honras y deshonras, todo sigue igual.
Todas esas películas siguen de actualidad. Hasta la próxima crisis. Pero ya solo los pobres que pierden en una crisis lo poco que ni siquiera tenían, solo ellos tienen la vergüenza de saltar por una ventana. Los ricos ni siquiera lloran. Se carcajean. Saben que las crisis siempre acaban y que entonces podrán volver a empezar. Todo termina y vuelve a empezar: Begin the Beguine. Nada se pierde. Todo se transforma en oro.
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