Colaboración: París, grandeur por glamour
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Por Sergio Berrocal
Las cosas han cambiado. El mundo ya no es lo que nosotros conocimos cuando teníamos los treinta años de la ilusión. Hemos entrado en un siglo apagado pero donde todo vale y donde los valores ya no tienen que ver con los que siempre consideramos valores clásicos y seguros.
Ya no es la Reina de Inglaterra la que provoca un revuelo monumental en la Francia republicana, que anhela a aquellos reyes y nobles aburridos y bien mamados que la guillotina se encargó de mandar a otro mundo por mor de la Revolución.
Los valores han cambiado, nos han dado el timo como si hubiésemos estado jugando con un hábil trilero. La bolita ya no está donde creíamos que estaba. Dos y dos ya no son cuatro ni cuatro por cuatro dieciséis.
Ahora Angelina Jolie, de profesión actriz de cine, esposa o exesposa de un famoso, llega a París y la prensa de dibujitos y hola qué tal cómo le va, le da rango de reina. Ella sonríe en todas las fotos que “Paris Match” le dedica. Y la reciben en el palacio presidencial del Elíseo, y la primera dama de Francia la acoge como si fuera la Madre Teresa de Calcuta.
¿Pero qué ha hecho esa señora para merecer tantos honores?
Francia, mi Francia está cambiando para peor. El país de los valores, donde para cantar a París, a la vida, al amor, en serio, había que ser Edith Piaf o Patachou, se deslavaza, se convierte en algo que no era. Una república de pandereta, donde lo que cuenta es el glamour. El entonces presidente Nicolas Sarkozy así lo quiso. Cuando se cabreaba, no miraba al intruso desde lo alto de la grandeur de un De Gaulle. Le mandaba a la mierda y se acabó.
La primera dama del país era entonces una cantante italiana con turbulento pasado amoroso.
Desapareció la discreta Madame De Gaulle, que nunca se veía, que jamás hablaba, se fue Madame Chirac, la enérgica esposa de Jacques Chirac que hacía obras de caridad recogiendo centimitos.
Tampoco está Madame Pompidou, la que introdujo el arte moderno en el Elíseo desde lo alto de su distinción.
Ni tampoco Madame Valéry Giscard-D’Estaing, aristócrata de tomo y lomo aunque su esposo tuviese la ocurrencia de convidar a desayunar a los barrenderos negros que recogían la basura cerca de su residencia.
Ahora, al palacio del Elíseo va cualquiera. Ya no se ven allí personajes de leyenda sino personajillos que cantan o interpretan (si posible en inglés, que es más chic) y que se toman por la crème de la crème, por el no va más.
Cambia París, cambia la eterna Francia. Ya no saben igual las ostras. Nada es igual. Antes se discutía ahora se impone.
De pronto han decidido que uno de los más grande escritores de Francia, Louis Ferdinand Céline, que tuvo sus amoríos con los alemanes cuando ocuparon Francia en los años cuarenta y que vertió sus opiniones antisemitas en periódicos de la colaboración con el Gran Reich, es un apestado, que hay que echarlo al fuego.
Céline, cuyo verbo nadie volverá a tener, tanto que es imposible que no sea en otra lengua que el francés y a condición de conocer la vida francesa a fondo, Céline que enamoró al mundo entero con una escritura que nunca nadie había hecho, que nunca nadie volverá a hacer, es ahora un proscrito, como en los peores tiempos de la Inquisición.
Es cierto que era un hombre maldito por sus ideas. Pero por sus ideas políticas le condenaron y por sus ideas políticas pagó. ¿Hay que quemar sus libros?
Esta ola de vampirismo, de ajustes de cuentas con la historia, de pura holgazanería mental, de Inquisición se ha producido precisamente cuando Francia parece perder sus valores, que por lo menos no respetan quienes deberían hacerlo. El maniqueísmo aflora en el país donde siempre se ha celebrado la libertad como uno de los tres símbolos innegables en cualquier democracia: libertad, igualdad y fraternidad.
Hemos entrado en una época de chabacanería pura. Charles De Gaulle ya no está para asomarse a la televisión en blanco y negro y decirle a los argelinos que tanto y tan sangrantemente luchaban por su independencia: “Je vous ai compris” (Les he entendido). Ni para pararse en una tribuna en Montreal la francesa y gritar alto y fuerte, a voces como a él le gustaba: “¡Vive le Québec libre!” (Viva el Quebec libre), para incitar a la gente de esta provincia canadiense tan francesa a proclamar su autonomía, su independencia, frente a los angloparlantes que desde Ottawa dominaban y dominan todavía Canadá.
La Reina de Inglaterra ya no va con todo su séquito a pasearse en comitiva dorada por los Campos Elíseos de París ni la Princesa Margarita hace llorar a los franceses con su desgraciado idilio con el coronel Peter Towsend.
Se acabó el París profundo, el que olía a camembert. Ahora huele a perfumes baratos-caros que ni siquiera son franceses pero que arrastran todas las estrellas del mundo. Los árabes de los Emiratos se apoderan de todo y los japoneses compran lo que queda.
Paris Match, el gran semanario que nos llenaba los ojos de alegrías caseras, señala sin cachondeo la “gira europea de Angelina Jolie”.
Pero, por favor, que alguien me lo cuente, ¿Quién es esa Angelina Jolie, aparte de una excelente actriz que desde luego no merece pasearse por París como Madre Teresa?
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