Colaboración: Gary Cooper, martir
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Por Sergio Berrocal
Ningún director de cine se atrevería a dejar en estos tiempos a Gary Cooper solo ante el peligro, porque sabe que los malos lo devorarían en un santiamén y Grace Kelly tendría que ir a divorciarse, a casarse o a rejuntarse a Panamá, donde posiblemente ya tendría entonces una cuenta secreta e ilegal.
Epoca ésta de malversadores del talento, estafadores de las sonrisas, atracadores del ingenio, obsoletos asaltadores de bancos con la metralleta Thomson con la que probablemente murió en las manos Dillinger, aquel bandido sin pasión ni compasión al salir de un cine en Chicago, Illinois.
Probablemente al bandido más buscado por otros bandidos más protegidos con descomunales estrellas en el pecho y la boca llena de En nombre de la ley, murió de overdosis cinematográfica, le mataron por cinéfilo, como a Miguel de Molina le desterraron de España por homosexual, la policía franquista pronunciaba maricón, y al poeta de Granada, Federico García Lorca, el que se llevó a la moza al rio sin saber que era casada, le pegaron cuatro tiros para que aprendiese de los machos con uniforme y botas de montar.
Mucho se hubiese reído, que ya tenía sus letras, el Dillinger ese, si le hubiesen dejado tiempo para ver la película de Gary Cooper “Solo ante el peligro”. Se hubiera herniado de ver a un recién afeitado, amor y marido de la señora más bella del mundo, del mundo de aquellos tiempos, aquella muchacha actriz que primero fue guapa y después estrella de cine, hasta que un príncipe europeo aburrido se la llevó para hacer fotos en su casa-castillo del Principado de Mónaco.
Y Dillinger hubiese podido comprobar que él era un aprendiz, puñetero aprendiz de malhechor, cuando había tanto bandido con licencia para matar como aquel siniestro y maldito mil veces maldito James Bond con el que los ingleses, siempre tan espantosamente colonialistas, colonizaron las mentes estúpidas y porosas de los occidentales, haciéndoles creer que Gran Bretaña seguía siendo el Imperio hacia el diablo. Qué lejos estabas todavía del Brexit Isabel II cuando supiste por las carteleras que después de haber sometido a patadas, con ese estilo tan elegante vuestro de invitaros en casa ajena, os iban a jugar una mala pasada.
Lo mismo que a Gary Cooper le pasó a James Bond en todas sus versiones tan sofisticadas y tan infantiles que podría haber dado trabajo de campo y de investigación durante ciento cincuenta años a los psiquiatras de los cinco continentes.
Los imperios que todavía subsisten con otros nombres y ahora en nombre de la igualdad, fraternidad y desigualdad que sus antepasados siempre ejercieron como derecho de pernada con tantas Grace Kelly que tuvo el cine cuando todavía era una industria de crear historias y no una caja tonta de darle cuerda al monumental ego de esos actores y actrices que patean alfombras rojas como si fueran los patines que sus mamás les obligaba a ponerse para entrar en el comedor cuando la señora acababa de encerar el suelo.
Vagos, maleantes y pasantes de glorias que nunca llegan, que nunca tendréis porque Luis Buñuel, Boris Karlof y Frank Sinatra ya están en el reino de los cielos y vosotros, vosotras, queridos malhechores del orgullo divino, no servís más que para soltar risas estúpidas y que os dejen poner vuestro nombre en un libro que alguien escribió porque os ven en la televisión después de almorzar los millones de insulsos analfabetos cogidos con pinzas en el tendedero de la desesperación de sus mamás, y eso que nunca os secáis porque vuestros meos duran mucho y ni el sol del sur puede con ellos.
Gary Cooper fue crucificado en su orgullo, en su dignidad y en su hombría porque había que dar una lección de desorgullo y que el director Fred Zinneman, nombre de zepelines cargados de dinamita de la que utilizaba Sergio Leone en “Érase una vez el Oeste”, quiso encargarse de ser el más listo, el más macho, el único capaz de que el meloso Gary Cooper hiciera el ridículo con una mujer demasiado bella para su sueldo. La prueba, sí, señores, la prueba, que juraba James Bond cuando se metía entre las sábanas de un hotel de catorce estrellas con la espía soviética que le había echado en los brazos el guión, la prueba, hermanos que sabéis que Jesús murió por vosotros, la prueba es que todo era un timo.
El timo de la estampita, el timo de la vida que te pone la integridad del sheriff hastiado de perder de “Solo ante el peligro” al lado de la imbecilidad más supina cultivada en las mejores escuelas y universidades del Reino Unido por un superhombre que lo podía todo, que vencía a todo el mundo.
Hasta que llegó una mujer, regular de su cuerpo pero no mal del todo, que probablemente habría conquistado a James Bond, y le rompió el juguete. Gran Bretaña, el Imperio desde la India a África del Sur, se desmoronó cuando unos tipos bien vestidos de Bruselas, los malos de la película aceptaron que el gran país se fuera de la Unión Europea, vamos a la mierda. Y James Bond tuvo que hacerse el hara kiri ante su Graciosa Majestad que para la ocasión había encargado un suntuoso vestido como un submarino amarillo.
Y se acabaron las leyendas. Gary Cooper no tuvo más que hacer el ridículo y Grace Kelly lo consoló durante tres noches y catorce días en las camas ruidosas del salón de Albuquerque, cinco estrellas, meu bem, hasta que el héroe dijo que se rendía y que prefería la dureza del guión de Fred Zinneman.
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