Colaboración: Que vuelva Rossellini, que vuelva Birri
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
La necesidad de un nuevo neorrealismo cinematográfico para contar la crónica de un mundo donde hay más pobres que ricos, más gente infeliz que capaz de acceder a la felicidad se hace cada vez más imperiosa. Un dato, una muestra: 82% de las riquezas del mundo las acapara el uno por ciento de gente rica y poderosa, dicen cifras de 2017 comunicadas por organizaciones internacionales y fiables. ¿Y los demás? ¿A robar bicicletas?.
Cuando acabamos de pasar el umbral de 2018 es urgente replantearse el cine farfullero, populachero e imbécil que se hace en grandes cantidades y con grandes taquillazos, Porque aunque la gente que paga su entrada lo ignore, el cine tiene también una misión de informar y de guiar y no solamente de ser una diversión.
En medio del desguace permanente y acelerado de este mundo nuestro del siglo XXI, que desde luego no es el de las luces sino el de la oscuridad, por no decir oscurantismo, se me antoja cada día más difícil ver cómo el cinematógrafo es malgastado precisamente cuando más se necesita para gritar a los cuatro vientos que estamos locos, que vamos a una catástrofe anunciada. Y no les hablo solo del cambio climático.
Espanto da ver las carteleras cuajadas de inútiles noventa o ciento veinte minutos que no sirven más que a la violencia o a la estupidez que estamos inculcando a una generación que con un poco de esfuerzo puede terminar siendo la de los mayores tarados de los últimos siglos.
Es comprensible que existan comedias, porque reír es casi tan necesario como comer. Entiendo que el cine no le haga asquitos a su primitiva vocación de distracción. Pero no puedo comprender que se malgasten tantos recursos económicos. Hagan el amor y no la guerra era más o menos el mítico lema de unos hipis que hoy estamos necesitando. De aquel Mayo del 68 que quedó en buenas intenciones,
La locura ya no es sólo bélica sino también moral, casi estructurar.
Vivo en una Europa más desunida que nunca pese a la llamada Unión Europea donde no se piensa más que en ser rico y poderoso, cada cual a su medida naturalmente. Y cada cual invierte todas sus energías en la “misión” de triunfar.
Triunfo que ya no se mide como en otros tiempos por los logros culturales, familiares o afectivos. Para una enorme parte de la población europea, el dinero es el mejor sucedáneo de la felicidad. Vean los futbolistas de altos vuelos. Ni necesitan psiquiatras que les llore.
Por eso da pena observar cómo se malgasta esa maravilla de arma que es el cine en el que, guste o no, reinan y seguirán reinando durante siglos las producciones norteamericanas, cuya sensibilidad social no es excesiva.
¿Dónde está ese cine italiano del neorrealismo? ¿Dónde está el cine igualmente comprometido en América Latina por gente como Birri? ¿Dónde está sencillamente la sensibilidad? ¿Para escenificar el amor es imprescindible rozar la pornografía?
Estoy hecho un lío. Se me argumentará que el neorrealismo es pasado y olvido. Que nació en una época que lo necesitaba pero que ya en el siglo XXI no tiene más razón de ser.
Es verdad que ese movimiento surgió en la miseria, la anterior y la posterior a la II Guerra Mundial, aquel enfrentamiento entre unos pocos buenos y un malo que de 1939 a 1945 hizo que Europa fuese más viejo continente que nunca. Entonces nacieron personajes excepcionales como Roberto Rossellini ("Roma, ciudad abierta" - 1945), Vittorio de Sica y títulos inolvidables como "El ladrón de bicicletas". Un torbellino de talento que dignificó la función cinematográfica.
Un español-mexicano, Luis Buñuel, daría su moderna visión de esa forma de entender el cine con Los olvidados, probablemente una de las más bellas películas que jamás se han rodado.
En América Latina, desde el injustamente olvidado Fernando Birri hasta otros nombres con acento cubano, argentino o mexicano o simplemente latinoamericano se han intentado y conseguido grandes momentos de cine social. Una vocación que no ha tenido salvo algunas excepciones repercusión en esta Europa a la que le encanta recordar regularmente a los muertos de hambre o de guerras que en Africa son pero a la que le importa un bledo que el mundo siga siendo un coto de caza de los ricos.
Sé que me van a tratar de tercermundista o de algo peor, peor en este mundo en el que yo vivo todos los días y todas las noches que Dios hace, si les cuento que en mis muchos años de crítico cinematográfico sólo encontré momentos de amor fraterno en los festivales de La Habana y en el latinoamericano de Biarritz (Francia). El grandioso Festival de Cannes, el no menos glamuroso de Venecia siempre estuvieron en manos de los grandes productores.
No entiendo que nadie entienda que en un siglo en el que hemos entrado con las guerras pisándonos los talones, pero no sólo la de Siria o la próxima que se esté gestando en Washington sino sobre todo los conflictos olvidados de África y de algún que otro país “de mierda”, según la expresión del Presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, cuando medio mundo reclama justicia y hasta ese pan que ya parecía de pura telenovela mexicana o venezolana, no haya nadie que quiera reivindicar la necesidad urgente de un nuevo cine neorrealista.
Perdonen mi falta de modestia, quizá hasta los que algunos pueden bautizar de demagogia, pero siento que es más necesario que nunca volver a poner el cine al servicio de quienes sufren, de quienes hasta han perdido las esperanzas de esperar. Sería absurdo pedir que todo el cine se volcase en ese menester, en esa labor social pero ¿no sería justo que se implantara una especie de cuota para que todas las locuras que estamos padeciendo a diario tuviesen un reflejo real en esa cinematografía que educa o mal educa?
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La necesidad de un nuevo neorrealismo cinematográfico para contar la crónica de un mundo donde hay más pobres que ricos, más gente infeliz que capaz de acceder a la felicidad se hace cada vez más imperiosa. Un dato, una muestra: 82% de las riquezas del mundo las acapara el uno por ciento de gente rica y poderosa, dicen cifras de 2017 comunicadas por organizaciones internacionales y fiables. ¿Y los demás? ¿A robar bicicletas?.
Cuando acabamos de pasar el umbral de 2018 es urgente replantearse el cine farfullero, populachero e imbécil que se hace en grandes cantidades y con grandes taquillazos, Porque aunque la gente que paga su entrada lo ignore, el cine tiene también una misión de informar y de guiar y no solamente de ser una diversión.
En medio del desguace permanente y acelerado de este mundo nuestro del siglo XXI, que desde luego no es el de las luces sino el de la oscuridad, por no decir oscurantismo, se me antoja cada día más difícil ver cómo el cinematógrafo es malgastado precisamente cuando más se necesita para gritar a los cuatro vientos que estamos locos, que vamos a una catástrofe anunciada. Y no les hablo solo del cambio climático.
Espanto da ver las carteleras cuajadas de inútiles noventa o ciento veinte minutos que no sirven más que a la violencia o a la estupidez que estamos inculcando a una generación que con un poco de esfuerzo puede terminar siendo la de los mayores tarados de los últimos siglos.
Es comprensible que existan comedias, porque reír es casi tan necesario como comer. Entiendo que el cine no le haga asquitos a su primitiva vocación de distracción. Pero no puedo comprender que se malgasten tantos recursos económicos. Hagan el amor y no la guerra era más o menos el mítico lema de unos hipis que hoy estamos necesitando. De aquel Mayo del 68 que quedó en buenas intenciones,
La locura ya no es sólo bélica sino también moral, casi estructurar.
Vivo en una Europa más desunida que nunca pese a la llamada Unión Europea donde no se piensa más que en ser rico y poderoso, cada cual a su medida naturalmente. Y cada cual invierte todas sus energías en la “misión” de triunfar.
Triunfo que ya no se mide como en otros tiempos por los logros culturales, familiares o afectivos. Para una enorme parte de la población europea, el dinero es el mejor sucedáneo de la felicidad. Vean los futbolistas de altos vuelos. Ni necesitan psiquiatras que les llore.
Por eso da pena observar cómo se malgasta esa maravilla de arma que es el cine en el que, guste o no, reinan y seguirán reinando durante siglos las producciones norteamericanas, cuya sensibilidad social no es excesiva.
¿Dónde está ese cine italiano del neorrealismo? ¿Dónde está el cine igualmente comprometido en América Latina por gente como Birri? ¿Dónde está sencillamente la sensibilidad? ¿Para escenificar el amor es imprescindible rozar la pornografía?
Estoy hecho un lío. Se me argumentará que el neorrealismo es pasado y olvido. Que nació en una época que lo necesitaba pero que ya en el siglo XXI no tiene más razón de ser.
Es verdad que ese movimiento surgió en la miseria, la anterior y la posterior a la II Guerra Mundial, aquel enfrentamiento entre unos pocos buenos y un malo que de 1939 a 1945 hizo que Europa fuese más viejo continente que nunca. Entonces nacieron personajes excepcionales como Roberto Rossellini ("Roma, ciudad abierta" - 1945), Vittorio de Sica y títulos inolvidables como "El ladrón de bicicletas". Un torbellino de talento que dignificó la función cinematográfica.
Un español-mexicano, Luis Buñuel, daría su moderna visión de esa forma de entender el cine con Los olvidados, probablemente una de las más bellas películas que jamás se han rodado.
En América Latina, desde el injustamente olvidado Fernando Birri hasta otros nombres con acento cubano, argentino o mexicano o simplemente latinoamericano se han intentado y conseguido grandes momentos de cine social. Una vocación que no ha tenido salvo algunas excepciones repercusión en esta Europa a la que le encanta recordar regularmente a los muertos de hambre o de guerras que en Africa son pero a la que le importa un bledo que el mundo siga siendo un coto de caza de los ricos.
Sé que me van a tratar de tercermundista o de algo peor, peor en este mundo en el que yo vivo todos los días y todas las noches que Dios hace, si les cuento que en mis muchos años de crítico cinematográfico sólo encontré momentos de amor fraterno en los festivales de La Habana y en el latinoamericano de Biarritz (Francia). El grandioso Festival de Cannes, el no menos glamuroso de Venecia siempre estuvieron en manos de los grandes productores.
No entiendo que nadie entienda que en un siglo en el que hemos entrado con las guerras pisándonos los talones, pero no sólo la de Siria o la próxima que se esté gestando en Washington sino sobre todo los conflictos olvidados de África y de algún que otro país “de mierda”, según la expresión del Presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, cuando medio mundo reclama justicia y hasta ese pan que ya parecía de pura telenovela mexicana o venezolana, no haya nadie que quiera reivindicar la necesidad urgente de un nuevo cine neorrealista.
Perdonen mi falta de modestia, quizá hasta los que algunos pueden bautizar de demagogia, pero siento que es más necesario que nunca volver a poner el cine al servicio de quienes sufren, de quienes hasta han perdido las esperanzas de esperar. Sería absurdo pedir que todo el cine se volcase en ese menester, en esa labor social pero ¿no sería justo que se implantara una especie de cuota para que todas las locuras que estamos padeciendo a diario tuviesen un reflejo real en esa cinematografía que educa o mal educa?
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