Colaboración: El hechizo de Charles Bronson
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Por Sergio Berrocal
Con su carita de tártaro malévolo perdido en una película de Fu Manchú el terrible, Charles Bronson sigue visitándonos regularmente por medio del televisor y siempre hace que te quedes pegado a la pantalla para verle descabezar a los malos malísimos de la muerte, aunque ya lo hayas visto cien veces por lo menos cumplir con el rito de una justicia popular que en estos tiempos de brujas de Salem le hubiese llevado a la hoguera.
Feo, con ese bigote que no sabe dónde ponerse, un bigote daliniano cansado o falto de miel, pero capaz de conquistar a las damas más finas y bellas, Bronson predicaba en sus películas que la justicia no es del mundo de los hombres y que cada cual debe de tomársela por su cuenta. Una opción que al Justiciero de sus películas le jugó malas pasadas.
La verdad, Charles Bronson el feo, es que te echamos de menos porque nos reconfortaba que nos dijeses, aunque nosotros fuésemos incapaces de seguir tu ejemplo de hombre bueno pero un poco atrevido con las leyes, que ojo por ojo y diente por diente no ha sido nunca una fantasía bíblica. Que lo dijo Dios. Que defender su propia hacienda, aleccionar a palos a los granujas criminales te parecía de lo más normal. La sorpresa fue quizá que el público te plebiscitó y tus películas fueran grandes éxitos.
Ahora, cuando te dejan aparecer en televisión, siempre es a horas en la que el noventa por ciento de la gente tiene que estar en la cama porque el madrugón espera a la vuelta del despertador. Como si los programadores quisieran pero no pudieran dejarte que sigas entrando en las casas de la gente pero que, de todos modos, sean menos los que por imperativo de horario te vean. Y es lógico, porque vivimos en una sociedad donde todo es tan perfecto, tan perfecto -- te contaría bondades sociales y no pararía--, aunque de vez en cuando tres adorables menores, dos de catorce años y el tercero de dieciséis años, maten a unos pobres viejos que querían seguir disfrutando de la magra pensión que con tantos años de trabajo se habían ganado. Travesuras de niños, pobrecitos míos.
Los niños, por supuesto, niños inocentes son, aunque en algunos países como Francia o Gran Bretaña consideren ya que quien la hace tiene que pagarla, tenga la edad que tenga. Finalmente es una versión civilizada con las leyes en las manos de ese ojo por ojo en el que tú te escudabas, Charles Bronson, para escupir plomo vengador.
Pero las cosas han cambiado en las calles, esas calles que tú recorrías para asestar tu justicia. Todo es tan perfecto, querido Bronson –te lo cuento porque sabemos que te fuiste al suburbio de la vida hace ya años y no habrás tenido ocasión de seguir la actualidad—que un día de estos probablemente armen a la policía con tirachinas para ahuyentar a los malhechores. Como cuando en la Inglaterra del siglo XIX los agentes de la autoridad no tenían más que exhibir un bastoncillo de mentirijilla para que los malhechores se rindiesen a la ley.
Pero todo no es tan malo, mi admirado Charles. Figúrate que la ONG Oxfam ha publicado, ¡cuánta osadía!, que el uno por ciento de los personajes más ricos del mundo se meten en sus cajas fuertes el 82 (ochenta y dos) por ciento de todas las riquezas mundiales. Ya ves, una auténtica verbena de paz social. Nadie ha levantado la voz. Los ricos ni lloran ni se atienen a las reglas que todos respetamos, igualdad, fraternidad y esas cosas.
Me parece que vas a tener que abandonar el confortable paraíso en el que seguramente andas haciendo diabluras para volver delante de las cámaras y desde la pantalla, por lo que pueda servir, poner un poco de orden moral en este mundo nuestro que también fue el tuyo.
Aunque me temo que tu revólver que tantas veces pusiste al servicio de la justicia más elemental en las películas no podrá con esta situación. Ni con el ejército de Pancho Villa conseguirías llegar a ayudarnos. Pero por si acaso, recluta a todos los fantasmas de las hordas de tu amigo Fu Manchú y venid a dar una vuelta por este mundo que ya no es el tuyo.
Santo Charles Bronson, ruega por nosotros.
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