Colaboración: Ella
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Por Sergio Berrocal
El ciego ha aparecido de pronto a pocos metros de donde ando por el amplio paseo marítimo de esta ciudad turística del sur de España. Miro a mi alrededor. En este bostezo matinal con sabor habanero, dos enormes camiones se arrastran al lado de la acera. Pero no hay cámaras. No, no están rodando una nueva versión de Perfume de Mujer, aquella desgarrada maravilla que interpretó Vittorio Gassman hace un pilón de años.
El invidente aporrea alegremente con su bastón blanco las lozas del paseo marítimo. Canturrea y sonríe como sólo saben hacerlo aquellos a los que ya no le queda casi nada que perder.
Debe de tener 25 años y lleva, como yo, zapatones horrendos que permiten caminatas con menos agravios para los pies que aquellas botas que Nancy Sinatra proponía en su canción.
El ciego me quiere vender un billete de lotería, a mí que estoy perdido para la suerte desde que la derroché toda en unos cuantos años de dicha. Le digo que no llevo dinero. Me sigue sonriendo y contesta que no importa. En realidad parece que le importa un soberano carajo.
Le pregunto qué hace a estas horas intentando vender lotería. La sonrisa se intensifica y con un poco de cachondeo me cuenta que todas las mañanas hace el mismo recorrido y que vende un montón.
No, no se parece a Gassman sino más bien a Al Pacino en la versión norteamericana de "Perfume de mujer". Un rato más tarde lo veo en la otra acera esperando que abran los bares.
Sigo andando, asqueado. ¿Cómo diablos puede tocar la lotería a estas horas que Dios hizo para dormir o al menos para soñar entre sábanas todavía tibias?
Esta mañana hace ansiedad. Trato de recordar los consejos de una amiga para ahuyentarla: controlar la respiración y, en caso extremo, meter la cabeza en una bolsa de plástico.
Pero, ¿dónde diablos voy a encontrar una bolsa capaz para frenar mi locura a estas horas del amanecer, cuando ni el puñetero sol ha tenido todavía el coraje de salir del agua?
Las olas se estrellan contra la arena como si comprendiesen mi estado de ánimo. Procuran no hacer ruido.
En el cielo vertiginosamente azul un helicóptero de la Policía se lanza hacia algo. Tal vez ande buscando una de esas embarcaciones suntuosamente precarias que de vez
en cuando naufragan con cientos de africanos que intentan llegar al norte de Europa procedentes de algunos de esos lugares que el insigne Presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, calificó de “países de mierda”.
A veces consiguen aterrizar en la playa de esta última frontera de Europa con miras a África y perderse entre la gente. La mayoría de las veces no lo logran. Siempre tienen la misma cara de indiferente desgracia.
Instintivamente saben que aunque les dejen quedarse a este lado del mar la dicha no es para ellos. En este mundo de blancos no triunfan más que los corruptos que desde las alcaldías hasta empresas de lo más respetables roban a espuertas si que en la mayoría de los casos les digan nada.
En el preciso momento de escribir esta crónica, por tierras de España andan tranquilos y sin prisas tipejos bien trajeados que, según probaron los jueces, han robado lo suficiente como para erradicar el hambre en una parte de Africa.
El helicóptero pica hacia el mar. El sol se ha decidido a salir y por un momento he creído que el aparato arrastraba un gigantesco Cristo.
Ha sido sólo un espejismo de sed de justicia. La dolce vita hace rato que se acabó.
Al lado de unos restos arquitectónicos árabes, aunque tal vez sean fenicios o probablemente falsos, que bordean el malecón, está el mendigo de la mañana.
Es un tipo extraño.
Va equipado casi como el Ignatius J. Really de La conjura de los necios, de John Kennedy Toole.
Una especie de Quijote con muchas causas pendientes. No sé si el mendigo tiene tantas cuentas que ajustar en el mundo.
Lleva siempre una especie de gorro polar que algún turista finlandés olvidó una noche de borrachera.
Un carrito de supermercado le sirve de alacena, armario ropero y vehículo utilitario.
Arrastra también una muleta digna de una película de Luis Buñuel. Me ha dicho que una pierna estuvo a punto de gangrenársele.
El mendigo me mira. Tiene ojos jóvenes, brillantes y dulces como los de un amigo mío.
Jesús, el Nazareno, ya saben. No me he atrevido a darle una limosna porque me inspira más respeto que piedad.
Estoy terminando la caminata del corazón (un médico me ha asegurado que dejándose el alma en el asfalto el corazón dura unas horas más) cuando desde la orilla del Mediterráneo me hacen grandes gestos. Me acerco. Es ella. Me sonríe con la candidez que dan las mañanas sobrias. La otra noche no lo estaba tanto. Me ha quedado su fotografía en la pista de una discoteca donde yo perdía el tiempo que no me queda con ayuda de una copa de algo: “La morenaza inglesa, trazada como un maniquí de Alta Costura perdido en el arrabal de las vacaciones se menea locamente en la pista de baile.
Sus ojos negros se reflejan en los proyectores que de vez en cuando resbalan por su cuerpo casi perfecto un cachondeo desenfrenado que ella dedica exclusivamente a su compañera de baile, una rubia tan bien hecha como ella pero con pinta de dama de compañía vista por Dickens. La morenaza sólo cesa su danza del vientre, que ya empieza a provocar los murmullos de la indecencia en su estado más puro, para abrazar con gracia y desenfado a su pareja. Sus sandalias rojas que parecen levitar palpitan sobre el entarimado de teca y su vientre liso y prometedor recubierto de cuero verde suspira como si tuviese vida propia. Ahora ha cesado su alucinante danza del vientre.
Majestuosa como una estatua empinada en un taburete, está sentada en el bar bebiendo vino tinto en copa tan cimbreante como su cintura. Más que beber da la impresión de lamer la superficie del caldo. A su lado hay un tipo alto y moreno que también parece salido de una revista de modas. Ríen fuerte. Él le ha puesto la mano en el cuello y a medida que la baja hacia la cintura como jugando ella suspira. Hasta que levanta los ojos cerrados hacia el techo en una expresión casi de plegaria y un grito que se le escapa es apagado por la música. Unas gotas de vino caen sobre su falda en una especie de traqueteo glorioso durante el cual sus pechos parecen pegados al vestido”.
Ahí en la playa tiene un bañador rojo casi decente. Quiero acercarme a ella pero un riachuelo me lo impide.
Me mira a los ojos con una sonrisa que le da a mi corazón otras cuantas horas de vida más. Pero me vuelvo. Yo no soy Marcello Mastroianni ni en esta playa se está rodando de nuevo "La dolce vita".
Ciao, Marcello, ciao.
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El ciego ha aparecido de pronto a pocos metros de donde ando por el amplio paseo marítimo de esta ciudad turística del sur de España. Miro a mi alrededor. En este bostezo matinal con sabor habanero, dos enormes camiones se arrastran al lado de la acera. Pero no hay cámaras. No, no están rodando una nueva versión de Perfume de Mujer, aquella desgarrada maravilla que interpretó Vittorio Gassman hace un pilón de años.
El invidente aporrea alegremente con su bastón blanco las lozas del paseo marítimo. Canturrea y sonríe como sólo saben hacerlo aquellos a los que ya no le queda casi nada que perder.
Debe de tener 25 años y lleva, como yo, zapatones horrendos que permiten caminatas con menos agravios para los pies que aquellas botas que Nancy Sinatra proponía en su canción.
El ciego me quiere vender un billete de lotería, a mí que estoy perdido para la suerte desde que la derroché toda en unos cuantos años de dicha. Le digo que no llevo dinero. Me sigue sonriendo y contesta que no importa. En realidad parece que le importa un soberano carajo.
Le pregunto qué hace a estas horas intentando vender lotería. La sonrisa se intensifica y con un poco de cachondeo me cuenta que todas las mañanas hace el mismo recorrido y que vende un montón.
No, no se parece a Gassman sino más bien a Al Pacino en la versión norteamericana de "Perfume de mujer". Un rato más tarde lo veo en la otra acera esperando que abran los bares.
Sigo andando, asqueado. ¿Cómo diablos puede tocar la lotería a estas horas que Dios hizo para dormir o al menos para soñar entre sábanas todavía tibias?
Esta mañana hace ansiedad. Trato de recordar los consejos de una amiga para ahuyentarla: controlar la respiración y, en caso extremo, meter la cabeza en una bolsa de plástico.
Pero, ¿dónde diablos voy a encontrar una bolsa capaz para frenar mi locura a estas horas del amanecer, cuando ni el puñetero sol ha tenido todavía el coraje de salir del agua?
Las olas se estrellan contra la arena como si comprendiesen mi estado de ánimo. Procuran no hacer ruido.
En el cielo vertiginosamente azul un helicóptero de la Policía se lanza hacia algo. Tal vez ande buscando una de esas embarcaciones suntuosamente precarias que de vez
en cuando naufragan con cientos de africanos que intentan llegar al norte de Europa procedentes de algunos de esos lugares que el insigne Presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, calificó de “países de mierda”.
A veces consiguen aterrizar en la playa de esta última frontera de Europa con miras a África y perderse entre la gente. La mayoría de las veces no lo logran. Siempre tienen la misma cara de indiferente desgracia.
Instintivamente saben que aunque les dejen quedarse a este lado del mar la dicha no es para ellos. En este mundo de blancos no triunfan más que los corruptos que desde las alcaldías hasta empresas de lo más respetables roban a espuertas si que en la mayoría de los casos les digan nada.
En el preciso momento de escribir esta crónica, por tierras de España andan tranquilos y sin prisas tipejos bien trajeados que, según probaron los jueces, han robado lo suficiente como para erradicar el hambre en una parte de Africa.
El helicóptero pica hacia el mar. El sol se ha decidido a salir y por un momento he creído que el aparato arrastraba un gigantesco Cristo.
Ha sido sólo un espejismo de sed de justicia. La dolce vita hace rato que se acabó.
Al lado de unos restos arquitectónicos árabes, aunque tal vez sean fenicios o probablemente falsos, que bordean el malecón, está el mendigo de la mañana.
Es un tipo extraño.
Va equipado casi como el Ignatius J. Really de La conjura de los necios, de John Kennedy Toole.
Una especie de Quijote con muchas causas pendientes. No sé si el mendigo tiene tantas cuentas que ajustar en el mundo.
Lleva siempre una especie de gorro polar que algún turista finlandés olvidó una noche de borrachera.
Un carrito de supermercado le sirve de alacena, armario ropero y vehículo utilitario.
Arrastra también una muleta digna de una película de Luis Buñuel. Me ha dicho que una pierna estuvo a punto de gangrenársele.
El mendigo me mira. Tiene ojos jóvenes, brillantes y dulces como los de un amigo mío.
Jesús, el Nazareno, ya saben. No me he atrevido a darle una limosna porque me inspira más respeto que piedad.
Estoy terminando la caminata del corazón (un médico me ha asegurado que dejándose el alma en el asfalto el corazón dura unas horas más) cuando desde la orilla del Mediterráneo me hacen grandes gestos. Me acerco. Es ella. Me sonríe con la candidez que dan las mañanas sobrias. La otra noche no lo estaba tanto. Me ha quedado su fotografía en la pista de una discoteca donde yo perdía el tiempo que no me queda con ayuda de una copa de algo: “La morenaza inglesa, trazada como un maniquí de Alta Costura perdido en el arrabal de las vacaciones se menea locamente en la pista de baile.
Sus ojos negros se reflejan en los proyectores que de vez en cuando resbalan por su cuerpo casi perfecto un cachondeo desenfrenado que ella dedica exclusivamente a su compañera de baile, una rubia tan bien hecha como ella pero con pinta de dama de compañía vista por Dickens. La morenaza sólo cesa su danza del vientre, que ya empieza a provocar los murmullos de la indecencia en su estado más puro, para abrazar con gracia y desenfado a su pareja. Sus sandalias rojas que parecen levitar palpitan sobre el entarimado de teca y su vientre liso y prometedor recubierto de cuero verde suspira como si tuviese vida propia. Ahora ha cesado su alucinante danza del vientre.
Majestuosa como una estatua empinada en un taburete, está sentada en el bar bebiendo vino tinto en copa tan cimbreante como su cintura. Más que beber da la impresión de lamer la superficie del caldo. A su lado hay un tipo alto y moreno que también parece salido de una revista de modas. Ríen fuerte. Él le ha puesto la mano en el cuello y a medida que la baja hacia la cintura como jugando ella suspira. Hasta que levanta los ojos cerrados hacia el techo en una expresión casi de plegaria y un grito que se le escapa es apagado por la música. Unas gotas de vino caen sobre su falda en una especie de traqueteo glorioso durante el cual sus pechos parecen pegados al vestido”.
Ahí en la playa tiene un bañador rojo casi decente. Quiero acercarme a ella pero un riachuelo me lo impide.
Me mira a los ojos con una sonrisa que le da a mi corazón otras cuantas horas de vida más. Pero me vuelvo. Yo no soy Marcello Mastroianni ni en esta playa se está rodando de nuevo "La dolce vita".
Ciao, Marcello, ciao.
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