Colaboración: Fellini dibujaba recuerdos
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Hace unos años me perdí por Roma en busca de Federico Fellini, ese hombre que nos dio algunas de las más bellas sensaciones cinematográficas. En el aeropuerto, los aduaneros lanzaban los perros para oler a los pasajeros. Creo que entonces mandaba en Italia el honorable Silvio Berlusconi, el hombre que amaba a las mujeres.
Peregriné por Via Veneto en busca de los bares donde el director y sus comediantes solían hacer escala mientras rodaban La dolce vita, el mejor monumento que el cine ha erigido a la amargura de vidas sin rumbo, con un deslumbrante Marcello Mastroianni.
Tomé café donde me dijeron que ellos lo tomaban rodeados por tumultuosos paparazzis, aquellos fotógrafos que en la Roma capital del cine que entonces era iban persiguiendo a los famosos y a sus locuras.
La capital del mundo que algún día fue estaba llena de estrellas del cine mundial alrededor de los estudios de Cinecitta.
Tiempo ha que los romanos ya no tienen que quejarse de la bullanguería de esa gente de cine que invadía las mesitas minúsculas con manteles blancos impecables que poblaban Via Veneto.
Por supuesto que no encontré a Federico Fellini, ni tampoco quería encontrarlo porque ya sería cosa de cementerios. No obstante recorrí los lugares donde él y sus actores hacían escala en la Roma que un día fue capital del imperio fascista de Mussolini, que puso de moda las cabezas rapadas que hoy, un millón de años después, lucen por todas partes. Quizá sus poseedores ignoran a quien le deben tan artístico peinado.
Corrí por Via Margutta, por decenas de callejuelas que casi siempre confluían en la Plaza de España, donde me pareció ver a Audrey Hepburn y a Gregory Peck cuando estaban de vacaciones en Roma, en aquella película que enamoró como solo lo consiguen los cuentos bien contados.
Anduve, y la encontré, en busca de la Bocca della verità, esa máscara de mármol de la iglesia de Santa María de Santa María in Cosmedin. La leyenda afirmaba que si metías la mano en la boca y mentías… Ah, y la Fontana de Trevi, sin la cual el universo de Fellini sería incomprensible. Marcello Mastroianni y la exquisita rubia Anita Ekberg, en el baño más erótico que imaginarse podía en 1960, cuando el recato era de rigor.
Pero los recuerdos no se encuentran en la esquina de una calle, por mucho que sea Via Veneto y por muchos que hayas alquilado una moto Vespa modelo del 60 para resucitar lo que fue y que nunca, nunca más, jamás de los jamases, volverá a ser.
Si vivir es bueno, lo mejor es soñar, decía el poeta español Antonio Machado. Y soñar es lo propio del cine.
Ahora estoy muy lejos de Roma y de los perros de Berlusconi, en una península sin Sancho en la que cuento y cuento y nunca dejo de contar. Estamos cerca de Málaga, donde el año que viene, en 2018, tendremos la visita de un Federico Fellini diferente, el que consignaba con dibujos sus notas de lo que veía o sentía.
Los promotores de esta exposición, que se titulará Y Fellini soñó con Picasso, porque al parecer el cineasta tenía particular admiración por el pintor malagueño, aseguran que sus carnets de apuntes y dibujos los fue amontonando a petición de un pisquiatra con el que tuvo sus más y sus menos de 1962 a 1990. En esas imágenes aparece Picasso tres veces.
Dicho esto, si yo soñara con Picasso iría efectivamente al mejor psiquiatra de la región porque hay pesadillas que una persona no puede tolerar.
Ese mundo oculto de Fellini será el que se descubra si para el año que viene el Presidente de todos los Estados Unidos, Donald Trump, no decreta que esta parte del mundo se engloba en la geografía de la mierda que él ha creado con esos deditos tuiteros y esa boquita fina de beber Coca Cola.
Aunque esos dibujos y anotaciones fellinescas sean interesantes para la comprensión del personaje, Fillini siempre será el cineasta que desde lo alto de la plataforma de su cámara gritaba y gesticulaba para que, allí abajo, en las aguas de la Fontana de Trevi, Marcello y Anita mimaran el amor entre una nórdica sulfurosa y un latino salido de madre.
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Hace unos años me perdí por Roma en busca de Federico Fellini, ese hombre que nos dio algunas de las más bellas sensaciones cinematográficas. En el aeropuerto, los aduaneros lanzaban los perros para oler a los pasajeros. Creo que entonces mandaba en Italia el honorable Silvio Berlusconi, el hombre que amaba a las mujeres.
Peregriné por Via Veneto en busca de los bares donde el director y sus comediantes solían hacer escala mientras rodaban La dolce vita, el mejor monumento que el cine ha erigido a la amargura de vidas sin rumbo, con un deslumbrante Marcello Mastroianni.
Tomé café donde me dijeron que ellos lo tomaban rodeados por tumultuosos paparazzis, aquellos fotógrafos que en la Roma capital del cine que entonces era iban persiguiendo a los famosos y a sus locuras.
La capital del mundo que algún día fue estaba llena de estrellas del cine mundial alrededor de los estudios de Cinecitta.
Tiempo ha que los romanos ya no tienen que quejarse de la bullanguería de esa gente de cine que invadía las mesitas minúsculas con manteles blancos impecables que poblaban Via Veneto.
Por supuesto que no encontré a Federico Fellini, ni tampoco quería encontrarlo porque ya sería cosa de cementerios. No obstante recorrí los lugares donde él y sus actores hacían escala en la Roma que un día fue capital del imperio fascista de Mussolini, que puso de moda las cabezas rapadas que hoy, un millón de años después, lucen por todas partes. Quizá sus poseedores ignoran a quien le deben tan artístico peinado.
Corrí por Via Margutta, por decenas de callejuelas que casi siempre confluían en la Plaza de España, donde me pareció ver a Audrey Hepburn y a Gregory Peck cuando estaban de vacaciones en Roma, en aquella película que enamoró como solo lo consiguen los cuentos bien contados.
Anduve, y la encontré, en busca de la Bocca della verità, esa máscara de mármol de la iglesia de Santa María de Santa María in Cosmedin. La leyenda afirmaba que si metías la mano en la boca y mentías… Ah, y la Fontana de Trevi, sin la cual el universo de Fellini sería incomprensible. Marcello Mastroianni y la exquisita rubia Anita Ekberg, en el baño más erótico que imaginarse podía en 1960, cuando el recato era de rigor.
Pero los recuerdos no se encuentran en la esquina de una calle, por mucho que sea Via Veneto y por muchos que hayas alquilado una moto Vespa modelo del 60 para resucitar lo que fue y que nunca, nunca más, jamás de los jamases, volverá a ser.
Si vivir es bueno, lo mejor es soñar, decía el poeta español Antonio Machado. Y soñar es lo propio del cine.
Ahora estoy muy lejos de Roma y de los perros de Berlusconi, en una península sin Sancho en la que cuento y cuento y nunca dejo de contar. Estamos cerca de Málaga, donde el año que viene, en 2018, tendremos la visita de un Federico Fellini diferente, el que consignaba con dibujos sus notas de lo que veía o sentía.
Los promotores de esta exposición, que se titulará Y Fellini soñó con Picasso, porque al parecer el cineasta tenía particular admiración por el pintor malagueño, aseguran que sus carnets de apuntes y dibujos los fue amontonando a petición de un pisquiatra con el que tuvo sus más y sus menos de 1962 a 1990. En esas imágenes aparece Picasso tres veces.
Dicho esto, si yo soñara con Picasso iría efectivamente al mejor psiquiatra de la región porque hay pesadillas que una persona no puede tolerar.
Ese mundo oculto de Fellini será el que se descubra si para el año que viene el Presidente de todos los Estados Unidos, Donald Trump, no decreta que esta parte del mundo se engloba en la geografía de la mierda que él ha creado con esos deditos tuiteros y esa boquita fina de beber Coca Cola.
Aunque esos dibujos y anotaciones fellinescas sean interesantes para la comprensión del personaje, Fillini siempre será el cineasta que desde lo alto de la plataforma de su cámara gritaba y gesticulaba para que, allí abajo, en las aguas de la Fontana de Trevi, Marcello y Anita mimaran el amor entre una nórdica sulfurosa y un latino salido de madre.
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