Colaboración: Año Nuevo y viejo Trump

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Donald Trump
Por Sergio Berrocal    

Los Bee Gees me acompañan a la terraza de este fuerte del fin del mundo europeo que da a África. Queremos ver el nuevo año que amanece sobre las cosas y sobre las casas, nunca se sabe si como una sombra amenazadora o tranquilizadora. Estamos ya, ahora mismo, en el 2018, un año después de que el país más poderoso del mundo, los Estados Unidos para quienes todavía no se hayan enterado, se dotase de un presidente que al principio parecía una broma de mal gusto. Hasta que en este albor de una nueva esperanza, de una nueva decepción, se ha transformado en un malévolo Fu Manchú que juega con nuestras vidas como titiriteros borrachos.

He visto muchos amaneceres de una nueva era. El más bello probablemente fue el de aquella mañana en que apareció el sol sobre un lago al que yo acababa de llegar. El Paranoá, que nadie conoce porque en realidad nunca existió hasta que lo inventó de pena un indio de la sabana brasileña, desencantado por la primorosa princesa que le había prometido amor y pasión hasta que le abandonó por un gringo llegado del norte.

Otros dices que este lago, que me acompañó durante tres años (¿o fueron más?) en la más bella y enigmática ciudad del mundo, Brasilia, fue sencillamente obra de unos ingenieros mandados por el gobierno brasileño para dar humedad y agua a esa capital con nombre de cantante a la que hubiese acompañado en la eternidad Xavier Cugat cuando todavía oficiaba en Hollywood con sus violines y sus perritos modélicos que no mordían ni a Esther William, lo que era sencillamente un pecado.

Aquella mañana, Sacha Distel y Brigitte Bardot cantaban en mi jardín sin lazos de la cita de una bella. Les pedí que elevasen la voz, para que todos escuchasen que el amor se ha cantado siempre en francés aunque el indio del lago Paranoa prefiriese el llanto para expresar su amor herido y ya marchito.

Dicen que treinta y cuatro días estuvo lamentándose en una orilla. Hasta que la tierra se horadó y sus lágrimas crearon el lago. También yo lloré cuando me tocó marcharme de Brasilia para no volver nunca más, porque a Brasilia no se puede volver sencillamente porque no existe más que cuando la descubres. Luego se hunde en el lago y para el extranjero vuelve a reinar la sabana que durante siglos vivió tranquila hasta que obreros llegados de todo el país se concentraron en un punto elegido para levantar una ciudad imaginada por dos locos de la arquitectura, Lúcio Costa y Oscar Niemeyer.

En las mil sectas que pueblan la ciudad que reemplazó a Río de Janeiro como capital de una República ideal nadie está de acuerdo para saber si Brasilia nació antes o después. Antes de que el sol calentase la tierra roja del estado de Goias o después de que los obreros nordestinos le diesen formas fantasmagóricas y de la ciencia ficción que los dos artistas llevaban en sus cabezas.

Ha habido, claro, con tanto tiempo por delante, otros amaneceres de años nuevos en otros sitios del mundo.

En La Habana también vi salir el sol por primera vez cuando un avión de no sé qué compañía me había llevado desde París para que no me muriese tonto de deseo. Y al salir del aeropuerto, viejo aeródromo, una niña chiquitita pero con cuerpo y ojos verdes de mujer bregada por el amor me miró y allí acabó todo.

Y esta mañana, primero de enero del año 2018, he vuelto a creer. Por un rato, mientras Don Donald Trump no haya empezado a teclear sus mortíferos mensajitos que rápidamente ponen carne de gallina al mundo entero, a los pobres como a los ricos, a los poderosos como a los que no tenemos más que esperanzas. Porque así es ese señor Presidente que según cuentan sus propios periódicos vive de Coca-Cola y de televisión, sin una mijita de cariño para la bella cautiva de la Casa Blanca.

Oiga, no se confunda. Es que lo suyo no es amar, dar esperanza a los que no la tienen, dar un pedacito de trabajo, hay tanto en ese inmenso país, a los que no lo tienen ni poseen nada, ni siquiera sueños de tener algo, ni siquiera cuando los dioses se vuelvan locos y se suiciden desde lo alto de la torre Trump.

¿Qué maldad se le ocurrirá cuando despierte de haber celebrado su primer año pasado de presidencia en una orgía de Coca-Cola caliente, light o Zero?

Que los dioses me perdonen, si es que ya no han saltado desde la Trump Tower, pero esa mujer tan bonita, a mí me lo parece al menos, Melania, me hace pensar en la Penélope de “La Odisea”. Porque estoy convencido de que Don Trump la tiene prisionera y ella espera y no deja de esperar que su amor de siempre llegue por fin para rescatarla. Antes de que la Bestia se despierte y tenga la idea de arrojar a la Bella desde lo alto de su orgullosa torre.