Colaboración: Qué bello sería vivir
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Por Sergio Berrocal
Vuelve uno a ver "¡Qué bello es vivir!", se le nubla la vista de lagrimones, los suspiros de agradecimiento surgen solos mientras James Stewart consigue el milagro, el que no esperaba y lo celebra con Donna Reed. El ángel (Henry Travel) nos deja todavía con los ojos empañados en nuestro sofá y con ganas convulsivas de ser mejor.
El milagro de esta película de Frank Capra es de 1946, cuando la II Guerra hacía ya un año que había acabado aunque las carnes todavía estaban doloridas. Europa había quedado destruida, en cuerpo y alma. Solo Estados Unidos, que había sido uno de los conductores de esa guerra feroz, había salido mejor parada. Y podía pensarse en que la vida es un milagro.
En este contexto surgen los elementos que permitirían a Capra realizar este filme que al principio fue un profundo fracaso aunque con el tiempo es el clásico que conocemos y una de las mejores películas del mundo. Fracasó quizá porque en su estreno los norteamericanos no tenían ganas de creer en nada. Y cuando no se quiere creer, mejor suicidarse.
En Europa, cuando llegó la película, fue un éxito porque los europeos aplastados por tantos años de guerra sanguinaria sí necesitaban milagritos. Es siempre la diferencia que ha habido entre la potencia protectora, Estados Unidos, recios ante el peligro, caiga quien caiga, y sus súbditos lejanos, más dados, por educación y tradición, a creer en los milagros, del que ya estaba lleno el neorrealismo italiano y posteriores producciones en las que tuvo mucho que ver Federico Fellini. Y porque los europeos somos románticos por tradición y porque no tenemos más remedio.
Ristra de milagros que se extendió hasta los años sesenta, cuando triunfaba "La dolce vita", otra forma de invocación ante dioses ateos dentro de una sociedad descreída y anárquica en la que un periodista estrella de la cinta (Marcello Mastroianni) aparece como redentor de sí mismo y a través de él de una parte de la singular sociedad en la que vive, sin reglas ni frenos.
Nunca se ha sabido, salvo por su carácter estético y expresivo, por qué Fellini introdujo en esta película un Cristo paseado por un helicóptero en los cielos de Roma, cerca de ese Vaticano que unos años después iba a demostrar que no era tan católico como pretendían sus doctrinas.
Cuando regresé de Brasil me regalaron una tarjeta postal con la representación del ángel que según me dijeron me correspondía por ser Libra. Se llama Veuliah y el texto que lo acompaña dice: "En nuestros tiempos, especialmente desde los años ochenta para acá, estamos experimentando una reaproximación de ellos con la humanidad con estos Seres especiales que nos auxilian en las más diversas situaciones, incluso para que podamos tener una mejor percepción del Ser Divino".
Veuliah lleva ya más de quince años conmigo y estoy seguro de que me protege, pero no creo que pudiese conseguir lo que consiguió el ángel que se le presentó a James Stewart en "¡Qué bello es vivir!"
Toda la acción central de la película tiene la fuerza y la forma de un cuento de hadas y en Europa hace tiempo, mucho tiempo, que hemos dejado de creer en estas maravillas. Creo incluso que apedrearíamos y luego encarcelaríamos a Cenicienta por haber acosado tanto al príncipe con el puñetero zapato de cristal.
Quizá los primeros espectadores norteamericanos de "¡Qué bello es vivir!" tenían una situación similar a la mía y les pareció tan extravagantemente extraordinario que en pleno siglo XX, con la tecnología como única patria, un ángel fuese enviado del cielo o desde donde fuera (desde que el Papa ha certificado la existencia de Satán todo es más confuso) para salvar a un pobre hombre que se iba a suicidar porque sus negocios –regentaba un pequeño banco—le iban mal.
Y entonces, se pronto, cuando ya no le queda más que un ratito para irse al infierno de los perdedores, James Stewart recibe el milagro que le trae su preocupada esposa en forma de donativos de toda la comunidad para salvar su banco, para salvarlo.
Nadie, ni Steven Spielberg, hubiese podido probablemente ir más allá en la búsqueda de la justicia con dulce de leche para un mortal de la mano de un ángel, el ET de Frank Capra.
Pero un visionado de "¡Qué bello es vivir!" en años de cólera fría en todo el mundo, doblados de una miseria que muchos creían deportada a algunos países africanos, donde los tiranos y las guerras hacen imposible cualquier intento de avance social, deja perplejo al espectador más dispuesto a aceptar milagritos.
Qué bello podría ser vivir si el planeta no estuviese regido por los malos, con el presidente Donald Trump que desde Washington se opone a la aparición de cualquier ángel redentor que no sea su autoridad destartalada y uno o dos más dictadores en Corea del Norte y en algún otro rincón perdido que no han visto la película de Capra (Trump probablemente tampoco) y que serían incluso capaces de fusilar al ángel.
Qué puñeteramente bello sería vivir en paz. Sin palestinos aplastados por las armas norteamericanas que utiliza el Ejército Israelí y por la maldición de ser los más pobres de la tierra.
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Vuelve uno a ver "¡Qué bello es vivir!", se le nubla la vista de lagrimones, los suspiros de agradecimiento surgen solos mientras James Stewart consigue el milagro, el que no esperaba y lo celebra con Donna Reed. El ángel (Henry Travel) nos deja todavía con los ojos empañados en nuestro sofá y con ganas convulsivas de ser mejor.
El milagro de esta película de Frank Capra es de 1946, cuando la II Guerra hacía ya un año que había acabado aunque las carnes todavía estaban doloridas. Europa había quedado destruida, en cuerpo y alma. Solo Estados Unidos, que había sido uno de los conductores de esa guerra feroz, había salido mejor parada. Y podía pensarse en que la vida es un milagro.
En este contexto surgen los elementos que permitirían a Capra realizar este filme que al principio fue un profundo fracaso aunque con el tiempo es el clásico que conocemos y una de las mejores películas del mundo. Fracasó quizá porque en su estreno los norteamericanos no tenían ganas de creer en nada. Y cuando no se quiere creer, mejor suicidarse.
En Europa, cuando llegó la película, fue un éxito porque los europeos aplastados por tantos años de guerra sanguinaria sí necesitaban milagritos. Es siempre la diferencia que ha habido entre la potencia protectora, Estados Unidos, recios ante el peligro, caiga quien caiga, y sus súbditos lejanos, más dados, por educación y tradición, a creer en los milagros, del que ya estaba lleno el neorrealismo italiano y posteriores producciones en las que tuvo mucho que ver Federico Fellini. Y porque los europeos somos románticos por tradición y porque no tenemos más remedio.
Ristra de milagros que se extendió hasta los años sesenta, cuando triunfaba "La dolce vita", otra forma de invocación ante dioses ateos dentro de una sociedad descreída y anárquica en la que un periodista estrella de la cinta (Marcello Mastroianni) aparece como redentor de sí mismo y a través de él de una parte de la singular sociedad en la que vive, sin reglas ni frenos.
Nunca se ha sabido, salvo por su carácter estético y expresivo, por qué Fellini introdujo en esta película un Cristo paseado por un helicóptero en los cielos de Roma, cerca de ese Vaticano que unos años después iba a demostrar que no era tan católico como pretendían sus doctrinas.
Cuando regresé de Brasil me regalaron una tarjeta postal con la representación del ángel que según me dijeron me correspondía por ser Libra. Se llama Veuliah y el texto que lo acompaña dice: "En nuestros tiempos, especialmente desde los años ochenta para acá, estamos experimentando una reaproximación de ellos con la humanidad con estos Seres especiales que nos auxilian en las más diversas situaciones, incluso para que podamos tener una mejor percepción del Ser Divino".
Veuliah lleva ya más de quince años conmigo y estoy seguro de que me protege, pero no creo que pudiese conseguir lo que consiguió el ángel que se le presentó a James Stewart en "¡Qué bello es vivir!"
Toda la acción central de la película tiene la fuerza y la forma de un cuento de hadas y en Europa hace tiempo, mucho tiempo, que hemos dejado de creer en estas maravillas. Creo incluso que apedrearíamos y luego encarcelaríamos a Cenicienta por haber acosado tanto al príncipe con el puñetero zapato de cristal.
Quizá los primeros espectadores norteamericanos de "¡Qué bello es vivir!" tenían una situación similar a la mía y les pareció tan extravagantemente extraordinario que en pleno siglo XX, con la tecnología como única patria, un ángel fuese enviado del cielo o desde donde fuera (desde que el Papa ha certificado la existencia de Satán todo es más confuso) para salvar a un pobre hombre que se iba a suicidar porque sus negocios –regentaba un pequeño banco—le iban mal.
Y entonces, se pronto, cuando ya no le queda más que un ratito para irse al infierno de los perdedores, James Stewart recibe el milagro que le trae su preocupada esposa en forma de donativos de toda la comunidad para salvar su banco, para salvarlo.
Nadie, ni Steven Spielberg, hubiese podido probablemente ir más allá en la búsqueda de la justicia con dulce de leche para un mortal de la mano de un ángel, el ET de Frank Capra.
Pero un visionado de "¡Qué bello es vivir!" en años de cólera fría en todo el mundo, doblados de una miseria que muchos creían deportada a algunos países africanos, donde los tiranos y las guerras hacen imposible cualquier intento de avance social, deja perplejo al espectador más dispuesto a aceptar milagritos.
Qué bello podría ser vivir si el planeta no estuviese regido por los malos, con el presidente Donald Trump que desde Washington se opone a la aparición de cualquier ángel redentor que no sea su autoridad destartalada y uno o dos más dictadores en Corea del Norte y en algún otro rincón perdido que no han visto la película de Capra (Trump probablemente tampoco) y que serían incluso capaces de fusilar al ángel.
Qué puñeteramente bello sería vivir en paz. Sin palestinos aplastados por las armas norteamericanas que utiliza el Ejército Israelí y por la maldición de ser los más pobres de la tierra.
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