Colaboración: Toda una vida sin cine
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Cuesta trabajo creerlo y más aún comprenderlo. Uno de los países más ricos del mundo, donde los ricos dejan como pobretones a los millonarios de Occidente, donde los nativos gozan de una vida holgada y estudiada aunque dentro de la más estricta disciplina religiosa, la gente, el pueblo ha estado sin una sala de cine donde llorar un rato durante treinta y cinco años, toda una vida.
Y no es que en Arabia Saudita se utilizaran esos huecos urbanos para hacer rentables garajes de muchos pisos. No, simplemente por orden del Jeque supremo, amo de todos los creyentes, el rey de aquí no se mueve nadie.
Todo empezó cuando en 1979 un grupo de radicales tomó la gran mezquita de la Meca. Querían protestar por la “occidentalización” del país, pese a que en Arabia Saudita no se permitía ninguna de las costumbres occidentales como el alcohol, la pederastia, la homosexualidad y acostarse con la novia o la señora del vecino.
Pese a ello, pese a que no podía decirse que Arabia Saudí o Saudita fuese un burdel, el gobierno decidió entonces cortar por lo sano y cerró todas las salas donde se proyectaban películas que ni siquiera eran occidentales, sino mayormente egipcias.
Y como los egipcios tampoco son unos salidos y menos en esos años puede deducirse que el rigor saudí era de aúpa.
El saudí que el año que viene, 2018, cumple 36 años podrá jactarse estúpidamente claro de no haber visto nunca un cine ni por el forro. Se habrá criado huérfano de emociones, huérfano de fantasía, huérfano de ese amor tan como il faut que contienen las películas producidas en el mundo árabe, donde la doncella es casi siempre una virgen de las de cine precisamente y donde no se ofende ni al padre, ni a la madre, ni siquiera al cuñado. Un cine respetable, respetuoso de los valores esenciales.
Un cine donde no se podrían oír cosas como estas;
- Tiene usted ojos perversos.
Ni dejar que la gente se metiese en las inmoralidades de un Howard Hawks dirigiendo a Humphrey Bogart y Laurent Bacall en “The Big Sleep” (El sueño eterno, 1946).
Durante todos estos años de censura que ni los soviéticos ni los nazis en sus momentos más delirantes soñaron jamás, Arabia Saudita se convertía en el mayor comprador de armas de todos los países árabes, y en cuyo cielo pueden verse cruzar los últimos modelos de cazabombarderos que casi ningún país occidental puede permitirse el lujo de comprar.
Pero mantener a raya a los posibles enemigos era una necesidad que el Rey de Arabia se tomaba muy en serio.
Estoy casi convencido de que en un país con tantas dificultades económicas como Cuba, si Fidel Castro hubiese cerrado las salas de cine habría habido una nueva revolución.
Los que pertenecemos a la generación de las sábanas blancas, la que buscaba en los gallineros de los cines nuestras universidades, el lugar donde nos formábamos como personas, allí donde por primera vez vivías una historia de amor, veías como los buenos le ganaban siempre a los malos, sonreías cuando el rifle de John Wayne lograba liberar a la rubia por la que tú bebías los vientos desde tu inconfortable asiento…
Esa era toda una vida. Aprendimos que la semana tiene más de siete días cuando veíamos en la pantalla cómo Errol Flynn cruzaba los mares para liberar a la hija del gobernador de aquella isla del Caribe. Esos personajes, que hoy nos parecen fatuos, contrahechos, exageradamente de todo, nos enseñaron tantas cosas elementales que es inconcebible que una generación se haya desarrollado mentalmente sin el apoyo de las buenas palabras, las buenas obras para predicar con el ejemplo, de aquellas películas nuestras.
La primera vez que asistí al Festival de Cine Latinoamericano de La Habana (1985) quedé sorprendido, avergonzado. Los cubanos, muchos de los cuales no habían desayunado en condiciones que nosotros consideramos normales, llenaban las salas de cine. Se pegaban por pagar un peso para ver una película, que celebraban durante toda la proyección, gritando, riendo, viviendo. Nunca había visto yo, recién llegado del bello París, algo parecido.
Entonces comprendí que no puede haber vida sin cine. Y Fidel Castro lo había entendido cuando lo primero que hizo al vencer de la forma más cinematográfica al sargento Batista fue crear el cine cubano.
No sonrías, amigo cubano que lees estos delirios mientras la lluvia cae sobre La Habana. No te carcajees. Habéis pasado y estáis pasando las peores dificultades que un pueblo pueda afrontar cuando tiene por enemigo jurado a un Donald Trump –antes fueron otros, claro— que no os perdonarán nunca haber sido criados con el ideario comunista o socialista, que para Washington DC es tanto monta monta tanto.
Es verdad que no tenéis el último avión Rafale y que os las veis y deseáis a veces para encontrar cosas que nosotros, en el otro mundo maravilloso, consideramos indispensables para vivir. Pero habéis tenido educación, aunque a veces fuese sin demasiados frijoles ni arroz, y podéis ir por el mundo, ahora que os dejan salir, sin tener que recurrir a apadrinar un equipo de fútbol para ganar respetabilidad.
Y me atrevería a decir que un poco de ese confort intelectual lo debéis al cine, ese cine de las sábanas blancas.
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Cuesta trabajo creerlo y más aún comprenderlo. Uno de los países más ricos del mundo, donde los ricos dejan como pobretones a los millonarios de Occidente, donde los nativos gozan de una vida holgada y estudiada aunque dentro de la más estricta disciplina religiosa, la gente, el pueblo ha estado sin una sala de cine donde llorar un rato durante treinta y cinco años, toda una vida.
Y no es que en Arabia Saudita se utilizaran esos huecos urbanos para hacer rentables garajes de muchos pisos. No, simplemente por orden del Jeque supremo, amo de todos los creyentes, el rey de aquí no se mueve nadie.
Todo empezó cuando en 1979 un grupo de radicales tomó la gran mezquita de la Meca. Querían protestar por la “occidentalización” del país, pese a que en Arabia Saudita no se permitía ninguna de las costumbres occidentales como el alcohol, la pederastia, la homosexualidad y acostarse con la novia o la señora del vecino.
Pese a ello, pese a que no podía decirse que Arabia Saudí o Saudita fuese un burdel, el gobierno decidió entonces cortar por lo sano y cerró todas las salas donde se proyectaban películas que ni siquiera eran occidentales, sino mayormente egipcias.
Y como los egipcios tampoco son unos salidos y menos en esos años puede deducirse que el rigor saudí era de aúpa.
El saudí que el año que viene, 2018, cumple 36 años podrá jactarse estúpidamente claro de no haber visto nunca un cine ni por el forro. Se habrá criado huérfano de emociones, huérfano de fantasía, huérfano de ese amor tan como il faut que contienen las películas producidas en el mundo árabe, donde la doncella es casi siempre una virgen de las de cine precisamente y donde no se ofende ni al padre, ni a la madre, ni siquiera al cuñado. Un cine respetable, respetuoso de los valores esenciales.
Un cine donde no se podrían oír cosas como estas;
- Tiene usted ojos perversos.
Ni dejar que la gente se metiese en las inmoralidades de un Howard Hawks dirigiendo a Humphrey Bogart y Laurent Bacall en “The Big Sleep” (El sueño eterno, 1946).
Durante todos estos años de censura que ni los soviéticos ni los nazis en sus momentos más delirantes soñaron jamás, Arabia Saudita se convertía en el mayor comprador de armas de todos los países árabes, y en cuyo cielo pueden verse cruzar los últimos modelos de cazabombarderos que casi ningún país occidental puede permitirse el lujo de comprar.
Pero mantener a raya a los posibles enemigos era una necesidad que el Rey de Arabia se tomaba muy en serio.
Estoy casi convencido de que en un país con tantas dificultades económicas como Cuba, si Fidel Castro hubiese cerrado las salas de cine habría habido una nueva revolución.
Los que pertenecemos a la generación de las sábanas blancas, la que buscaba en los gallineros de los cines nuestras universidades, el lugar donde nos formábamos como personas, allí donde por primera vez vivías una historia de amor, veías como los buenos le ganaban siempre a los malos, sonreías cuando el rifle de John Wayne lograba liberar a la rubia por la que tú bebías los vientos desde tu inconfortable asiento…
Esa era toda una vida. Aprendimos que la semana tiene más de siete días cuando veíamos en la pantalla cómo Errol Flynn cruzaba los mares para liberar a la hija del gobernador de aquella isla del Caribe. Esos personajes, que hoy nos parecen fatuos, contrahechos, exageradamente de todo, nos enseñaron tantas cosas elementales que es inconcebible que una generación se haya desarrollado mentalmente sin el apoyo de las buenas palabras, las buenas obras para predicar con el ejemplo, de aquellas películas nuestras.
La primera vez que asistí al Festival de Cine Latinoamericano de La Habana (1985) quedé sorprendido, avergonzado. Los cubanos, muchos de los cuales no habían desayunado en condiciones que nosotros consideramos normales, llenaban las salas de cine. Se pegaban por pagar un peso para ver una película, que celebraban durante toda la proyección, gritando, riendo, viviendo. Nunca había visto yo, recién llegado del bello París, algo parecido.
Entonces comprendí que no puede haber vida sin cine. Y Fidel Castro lo había entendido cuando lo primero que hizo al vencer de la forma más cinematográfica al sargento Batista fue crear el cine cubano.
No sonrías, amigo cubano que lees estos delirios mientras la lluvia cae sobre La Habana. No te carcajees. Habéis pasado y estáis pasando las peores dificultades que un pueblo pueda afrontar cuando tiene por enemigo jurado a un Donald Trump –antes fueron otros, claro— que no os perdonarán nunca haber sido criados con el ideario comunista o socialista, que para Washington DC es tanto monta monta tanto.
Es verdad que no tenéis el último avión Rafale y que os las veis y deseáis a veces para encontrar cosas que nosotros, en el otro mundo maravilloso, consideramos indispensables para vivir. Pero habéis tenido educación, aunque a veces fuese sin demasiados frijoles ni arroz, y podéis ir por el mundo, ahora que os dejan salir, sin tener que recurrir a apadrinar un equipo de fútbol para ganar respetabilidad.
Y me atrevería a decir que un poco de ese confort intelectual lo debéis al cine, ese cine de las sábanas blancas.
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