Colaboración: Johnny Hallyday se calló para siempre
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Por Sergio Berrocal
Creíamos que había sido capaz de vencer a lo inevitable. Que le había plantado cara a su destino y que seguiría cantando desde los escenarios multitudinarios con su voz quebrada que subrayaban como si fuera abéñula mal pintada las facciones cansadas, agotadas de gemir, de gozar, de amar. Johnny Hallyday no era inmortal como algunos pensábamos y se ha marchado dejando la leyenda del primer rockero francés, el belga que triunfó en Francia cuando la canción era cosa de amor, de talento, no de alquimia pesetera.
Tenía setenta y pico de años, la edad que tenemos todos los que hemos aguantado el rimmel del tiempo, el paso de los días, el paso de las luchas. Cantó casi hasta última hora con sus compinches de siempre, Eddy Mitchel y un etcétera de talentos. De lo que ya no existe. Francia, la Francia profunda, se ha quedado huérfana, de veras, sin el cachondeo de la frasecita mona
Y ustedes, analfabeto de la tele, me preguntarán que qué cantaba Johnny. No, no era una de esas cosas que ahora las casa de discos nos venden como genialidades del bel canto, que nos meten por los oídos sus voces que apenas llegan al micrófono, sin vida, apáticas en el mejor de los casos. Esos son los cantores, cantoras y toda esa mugre que nos imponen los mercaderes de estribillos pegadizos y mal compuestos. Gentuza que no entiende más que de dinero, no de música. Y entonces nos dicen que vayamos despacito, que ellos ya se encargan de llenarse los bolsillos.
Johnny era la furia, como Eddy Mitchel. Que je t’aime, que je t’aime..., decía con voz melosa, antes de pegar el grito liberador, con una orquesta que parecía tocar en la Capilla Sixtina.
Cuando ya el mal le agarró con toda la cobardía de los que se esconden para asestar una puñalada, Johnny recurría a las gafas ahumadas. No quería que le viesen los ojos, hundidos, a punto de estallar de la rabia que da lo infinitamente inevitable. Se negaba a que los demás viesen a la muerte que ya le acompañaba en los conciertos, en todos los conciertos, hasta en este último al que solo asistió la vida que se le escapaba.
Hasta que se acordaba de vivir, porque lo había olvidado como chirría en una de sus más bellas canciones. Bajo luces extraña, olvidaba de vivir, y su público, viejos, más jóvenes y chiquillas a las que se les caía las lágrimas escuchándolo, le gritaban su amor. Hasta el final. Imagino que en esta mañana de fiesta --en París es día laborable—más de un padre nuestro se habrá perdido junto a su casa, donde se olvidó de seguir viviendo pese a que nos había prometido que nadie podría con él, que a la enfermedad que le mandaba el puñetero destino la echaría de su casa.
Se ganó la fama a guitarrazo, chillando en el Palacio de los Deportes, donde le dejaran cantar.
Hace un millón de años, Jacques, el fotógrafo que me acompañaba en aquellos años en París, me llevó hasta la puerta de la Église de la Trinité en el noveno distrito, allí donde todo era posible. Bajo un sol primaveral que se parece al de esta mañana de luto, Johnny, jovencísimo crío casi rubio, con ojos que querían comerse el mundo, que se lo comieron, estaba charlando con algunos amigos. Ya no sé de qué hablamos. Era la época del twist, del rock, de la alegría, de la fraternidad, ya habíamos hecho nuestra revolución antes que la de Mayo del 68 y habíamos decidido que queríamos ser felices.
Johnny era feliz, feliz hasta la indecencia.
París conocía y empezaba a aceptar todos esos ritmos que llegaban desde el otro lado del mar, adonde se iba en trasatlántico, como el Titanic que nunca llegó. Porque su destino lo agarró y lo pateó en medio del océano.
Fuertes han tenido que ser los vientos, la tormenta perfecta, para que tú, Johnny, decidiera soltar la guitarra y morirte. Tío, que es una cabronada, que solo deben de morir los inútiles, los que no nos aportan nada. Pero tú, que nos llegabas al alma…
Tiempos de la Trinité, cuando ya París empezaba a llenarse con la voz de aquella chiquilla que quería ser la más bella para irse a bailar, de Sheila, que todavía canta, que todavía sufre.
Sobran las palabras. Cantemos aunque no sepamos, o mejor recemos, es tiempo de entonar un padre nuestro aunque no estés en el cielo, un padre nuestro salido del fondo del hígado.
Salut, Johnny, todo el mundo te amaba. Todos te echaremos de menos. Te voy a poner un bolero, Johnny, para que te acompañe allí donde puñeteramente vayas.
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Creíamos que había sido capaz de vencer a lo inevitable. Que le había plantado cara a su destino y que seguiría cantando desde los escenarios multitudinarios con su voz quebrada que subrayaban como si fuera abéñula mal pintada las facciones cansadas, agotadas de gemir, de gozar, de amar. Johnny Hallyday no era inmortal como algunos pensábamos y se ha marchado dejando la leyenda del primer rockero francés, el belga que triunfó en Francia cuando la canción era cosa de amor, de talento, no de alquimia pesetera.
Tenía setenta y pico de años, la edad que tenemos todos los que hemos aguantado el rimmel del tiempo, el paso de los días, el paso de las luchas. Cantó casi hasta última hora con sus compinches de siempre, Eddy Mitchel y un etcétera de talentos. De lo que ya no existe. Francia, la Francia profunda, se ha quedado huérfana, de veras, sin el cachondeo de la frasecita mona
Y ustedes, analfabeto de la tele, me preguntarán que qué cantaba Johnny. No, no era una de esas cosas que ahora las casa de discos nos venden como genialidades del bel canto, que nos meten por los oídos sus voces que apenas llegan al micrófono, sin vida, apáticas en el mejor de los casos. Esos son los cantores, cantoras y toda esa mugre que nos imponen los mercaderes de estribillos pegadizos y mal compuestos. Gentuza que no entiende más que de dinero, no de música. Y entonces nos dicen que vayamos despacito, que ellos ya se encargan de llenarse los bolsillos.
Johnny era la furia, como Eddy Mitchel. Que je t’aime, que je t’aime..., decía con voz melosa, antes de pegar el grito liberador, con una orquesta que parecía tocar en la Capilla Sixtina.
Cuando ya el mal le agarró con toda la cobardía de los que se esconden para asestar una puñalada, Johnny recurría a las gafas ahumadas. No quería que le viesen los ojos, hundidos, a punto de estallar de la rabia que da lo infinitamente inevitable. Se negaba a que los demás viesen a la muerte que ya le acompañaba en los conciertos, en todos los conciertos, hasta en este último al que solo asistió la vida que se le escapaba.
Hasta que se acordaba de vivir, porque lo había olvidado como chirría en una de sus más bellas canciones. Bajo luces extraña, olvidaba de vivir, y su público, viejos, más jóvenes y chiquillas a las que se les caía las lágrimas escuchándolo, le gritaban su amor. Hasta el final. Imagino que en esta mañana de fiesta --en París es día laborable—más de un padre nuestro se habrá perdido junto a su casa, donde se olvidó de seguir viviendo pese a que nos había prometido que nadie podría con él, que a la enfermedad que le mandaba el puñetero destino la echaría de su casa.
Se ganó la fama a guitarrazo, chillando en el Palacio de los Deportes, donde le dejaran cantar.
Hace un millón de años, Jacques, el fotógrafo que me acompañaba en aquellos años en París, me llevó hasta la puerta de la Église de la Trinité en el noveno distrito, allí donde todo era posible. Bajo un sol primaveral que se parece al de esta mañana de luto, Johnny, jovencísimo crío casi rubio, con ojos que querían comerse el mundo, que se lo comieron, estaba charlando con algunos amigos. Ya no sé de qué hablamos. Era la época del twist, del rock, de la alegría, de la fraternidad, ya habíamos hecho nuestra revolución antes que la de Mayo del 68 y habíamos decidido que queríamos ser felices.
Johnny era feliz, feliz hasta la indecencia.
París conocía y empezaba a aceptar todos esos ritmos que llegaban desde el otro lado del mar, adonde se iba en trasatlántico, como el Titanic que nunca llegó. Porque su destino lo agarró y lo pateó en medio del océano.
Fuertes han tenido que ser los vientos, la tormenta perfecta, para que tú, Johnny, decidiera soltar la guitarra y morirte. Tío, que es una cabronada, que solo deben de morir los inútiles, los que no nos aportan nada. Pero tú, que nos llegabas al alma…
Tiempos de la Trinité, cuando ya París empezaba a llenarse con la voz de aquella chiquilla que quería ser la más bella para irse a bailar, de Sheila, que todavía canta, que todavía sufre.
Sobran las palabras. Cantemos aunque no sepamos, o mejor recemos, es tiempo de entonar un padre nuestro aunque no estés en el cielo, un padre nuestro salido del fondo del hígado.
Salut, Johnny, todo el mundo te amaba. Todos te echaremos de menos. Te voy a poner un bolero, Johnny, para que te acompañe allí donde puñeteramente vayas.
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