Colaboración: Erase una vez
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Creías que tenías la verdad, o al menos parte de la verdad, y escribías y escribías porque era lo único que sabías hacer. En el cine un monstruo italiano llamado Sergio Leone usaba las cámaras como un psicoanálisis. El foco trataba de llegar al fondo del alma de los actores con primerísimos planos que desconcertaban e interrogaban.
Con “Erase una vez en el Oeste y “Erase una vez la Revolución”, películas que también tuvieron otros títulos, Leone encontró en Ennio Morricone el compinche ideal para dar la tercera dimensión al cine con una música nunca contada en ningún estudio. Tanto que a veces cuando suenan las primeras notas de esos dos momentos mayores de cine la gente tiene tendencia a pronunciar primero el nombre de Morricone.
Fotografía como nunca se había empleado antes y música como tampoco jamás había sonado en unos estudios para acompañar, dramatizar, aliviar, en definitiva ayudar a las imágenes.
Como colofón llegó “Érase una vez en América”, otra forma de leer la historia profunda de los Estados Unidos. Ni Robert de Niro, ni James Woods pudieron quitar el protagonismo a Elizabeth McGovern, encarnación de un país nacido en los dolores de la brutalidad de los gangsters de toda calaña. Engendrada en la violencia y crecida en el dolor.
Más allá de las cualidades cinematográficas, de su forma de hacer que parecía reírse del mundo, Sergio Leone nos enseñó a reflexionar bajito, a pensar despacito en un lujoso vagón de tren o en una tienda de los horrores donde una sonrisa no significaba felicidad y podía querer decir dolor.
Todos llegamos a ser obreros del primer tren, el que abría las venas de los Estados Unidos sin agua pero casi siempre con güisqui salido de alambiques sospechosos. Todos llegamos a amar primero a Claudia Cardinale y luego a la desconocida Elizabeth McGovern. Quizá ellas, cada una a su manera, nos dieron algunas lecciones de amor o de desamor, como la Emma Bovary de Flaubert muchísimo antes.
Aprendimos o creímos aprender algo sobre la amistad, la de verdad, la que no se juega en unos pasos de baile ni en la ruleta rusa, donde todo el mundo pierde cuando el barrilete del revólver se ha descargado.
La amistad es como ese juego anarquista, vida o muerte, compañero. Frágil amistad que depende de la sensibilidad de un gatillo de metal que no conoce ningún dedo, que no reconoce más que la vida o la muerte.
A lo largo de todos los tiempos que me han tocado vivir he creído y desesperado de la amistad, con hombres y mujeres. A veces, un algo surgido del pasado que parecía enterrado en el olvido del perdón de los pecados estallaba, como el fogonazo del revólver en el juego loco e imbécil de la ruleta rusa.
Frágil amistad que casi siempre confundimos con relaciones establecidas por intereses menores pero por los que somos capaz de matar nuestro cariño y hasta nuestro amor. Porque todos tenemos algo del despiadado Charles Bronson visto por las cámaras de Sergio Leone, con la sonrisa del desamor ya enseñado, ya vivido en una tesis doctoral.
Todos somos doctores ex desamor. No sabemos conservar lo poquito de bueno que tiene la vida, el amor, la amistad y nos lo jugamos a la maldita ruleta rusa por un desencuentro del pasado que nunca existió pero que nuestro orgullo enfermo de tropiezos, de fracasos y de anhelos nunca satisfechos lleva a apretar el gatillo.
Somos peores que esos cuatreros que por un puñado de nada ayudaban a Sergio Leone a liquidad la humanidad. No nos queremos lo suficiente, lo indispensable para saber que la vida arranca del pasado pero se ancla definitivamente en lo que estamos viviendo en este momento, en el presente depurador de recuerdos, inventor de agravios.
Pobres chinitos medio hambrientos que intentamos colocar enormes rieles más grandes que nosotros para poner en marcha el tren de la amistad. Pobres chinitos tan torpes que un día u otro el tren tan ansiado descarrila y es el fin del fin de la aventura.
Ya no está Leone para enseñarnos a poner vigas. Escuchemos a Morricone, que él sigue jugando con la música como arma de acercamiento entre las gentes. Hagamos caso a esas notas suyas que nos han encantado siempre y más de una vez enamorado.
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Creías que tenías la verdad, o al menos parte de la verdad, y escribías y escribías porque era lo único que sabías hacer. En el cine un monstruo italiano llamado Sergio Leone usaba las cámaras como un psicoanálisis. El foco trataba de llegar al fondo del alma de los actores con primerísimos planos que desconcertaban e interrogaban.
Con “Erase una vez en el Oeste y “Erase una vez la Revolución”, películas que también tuvieron otros títulos, Leone encontró en Ennio Morricone el compinche ideal para dar la tercera dimensión al cine con una música nunca contada en ningún estudio. Tanto que a veces cuando suenan las primeras notas de esos dos momentos mayores de cine la gente tiene tendencia a pronunciar primero el nombre de Morricone.
Fotografía como nunca se había empleado antes y música como tampoco jamás había sonado en unos estudios para acompañar, dramatizar, aliviar, en definitiva ayudar a las imágenes.
Como colofón llegó “Érase una vez en América”, otra forma de leer la historia profunda de los Estados Unidos. Ni Robert de Niro, ni James Woods pudieron quitar el protagonismo a Elizabeth McGovern, encarnación de un país nacido en los dolores de la brutalidad de los gangsters de toda calaña. Engendrada en la violencia y crecida en el dolor.
Más allá de las cualidades cinematográficas, de su forma de hacer que parecía reírse del mundo, Sergio Leone nos enseñó a reflexionar bajito, a pensar despacito en un lujoso vagón de tren o en una tienda de los horrores donde una sonrisa no significaba felicidad y podía querer decir dolor.
Todos llegamos a ser obreros del primer tren, el que abría las venas de los Estados Unidos sin agua pero casi siempre con güisqui salido de alambiques sospechosos. Todos llegamos a amar primero a Claudia Cardinale y luego a la desconocida Elizabeth McGovern. Quizá ellas, cada una a su manera, nos dieron algunas lecciones de amor o de desamor, como la Emma Bovary de Flaubert muchísimo antes.
Aprendimos o creímos aprender algo sobre la amistad, la de verdad, la que no se juega en unos pasos de baile ni en la ruleta rusa, donde todo el mundo pierde cuando el barrilete del revólver se ha descargado.
La amistad es como ese juego anarquista, vida o muerte, compañero. Frágil amistad que depende de la sensibilidad de un gatillo de metal que no conoce ningún dedo, que no reconoce más que la vida o la muerte.
A lo largo de todos los tiempos que me han tocado vivir he creído y desesperado de la amistad, con hombres y mujeres. A veces, un algo surgido del pasado que parecía enterrado en el olvido del perdón de los pecados estallaba, como el fogonazo del revólver en el juego loco e imbécil de la ruleta rusa.
Frágil amistad que casi siempre confundimos con relaciones establecidas por intereses menores pero por los que somos capaz de matar nuestro cariño y hasta nuestro amor. Porque todos tenemos algo del despiadado Charles Bronson visto por las cámaras de Sergio Leone, con la sonrisa del desamor ya enseñado, ya vivido en una tesis doctoral.
Todos somos doctores ex desamor. No sabemos conservar lo poquito de bueno que tiene la vida, el amor, la amistad y nos lo jugamos a la maldita ruleta rusa por un desencuentro del pasado que nunca existió pero que nuestro orgullo enfermo de tropiezos, de fracasos y de anhelos nunca satisfechos lleva a apretar el gatillo.
Somos peores que esos cuatreros que por un puñado de nada ayudaban a Sergio Leone a liquidad la humanidad. No nos queremos lo suficiente, lo indispensable para saber que la vida arranca del pasado pero se ancla definitivamente en lo que estamos viviendo en este momento, en el presente depurador de recuerdos, inventor de agravios.
Pobres chinitos medio hambrientos que intentamos colocar enormes rieles más grandes que nosotros para poner en marcha el tren de la amistad. Pobres chinitos tan torpes que un día u otro el tren tan ansiado descarrila y es el fin del fin de la aventura.
Ya no está Leone para enseñarnos a poner vigas. Escuchemos a Morricone, que él sigue jugando con la música como arma de acercamiento entre las gentes. Hagamos caso a esas notas suyas que nos han encantado siempre y más de una vez enamorado.
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