Colaboración: Chorizo frito y hamburguesas
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Como el cine, la novela norteamericana se apoderó del espíritu europeo nada más invadir las librerías, con el mismo ímpetu y los mismos medios comerciales que lo habían hecho las películas norteamericanas, por entonces una de las principales industrias de los Estados Unidos, al terminar la II Guerra Mundial (1939-1945), en la que EEUU intervino pero cuando le combino.
No hay nada más ajeno a un europeo que las costumbres norteamericanas. No tenemos la misma noción a la hora de comer. Ellos prefieren la comida rápida que acabaron imponiendo en el viejo continente con hamburguesas y Coca Cola. Y eso que los europeos son de mesa y mantel y van mucho más al restaurante que cualquier estadounidense, pese a que éste disponga de un poder adquisitivo muchísimo más alto.
No barajamos los mismos concepto en el resto de todo aquello que necesita la actividad humana. Somos distintos. Incluso hablamos otra lengua.
Las novelas norteamericanas – sobre todo con Ernest Hemingway y John Dos Passo—pusieron de moda una Europa que los propios autores habían conocido cuando se ensayaban a ser héroes en la I y en la II Guerra Mundial. Hubo años para hacer el aprendizaje de héroe en los frentes de toda Europa.
Hemingway y Dos Pasos descubrieron Europa con la guerra, porque, decían, había que verla, y como en casa no había ninguna, lo mejor era ir adonde se estuviese desarrollando una, lo más sangrienta posible.
Imaginemos el escenario contrario. Hay guerras feroces en Estados Unidos y jóvenes europeos ávidos de sensaciones fuertes y masculinas quieren verla. Hubiese sido imposible porque de haber existidos aprendices escritores curiosos como los dos norteamericanos nunca hubiesen tenido los medios para costearse viajes y estancias. Europa siempre ha sido un continente pobre, de clase media, podríamos decir, como para poder permitirse semejantes excentricidades.
Los autores norteamericanos contaban con una infraestructura editorial que les aseguraba la manutención, tanto más que en los años 20 o 40 el dólar era la moneda más fuerte del mundo y tenerla en el bolsillo era el mejor pasaporte.
Alguien como Hemingway o Dos Passos, incluso en sus comienzos, disponía de bases suficientes para no morirse de hambre fuera adonde fuera. A cualquier periódico norteamericano de medio pelo le era posible disponer de sus colaboraciones en frentes de guerra (volvemos a la I y II Guerra mundial) o en paseos por las capitales europeas por unos cuantos dólares, que traducidos en francos franceses daban para mucho.
Con la publicación de vez en cuando de un cuento en una revista norteamericana o con los adelantos para un libro, nuestros dos exploradores podían vivir como rajás en cualquier rincón de Europa y permitirse convertir en sus cantinas diarias restaurantes de París o de Londres que los franceses y los ingleses podían costearse solo a partir de una clase social alta.
Esto explica la invasión de la literatura norteamericana en el continente europeo. Películas y libros se convirtieron después del fin de la Segunda Guerra Mundial (1945) en las distracciones mayores de los europeos, avasallados, conquistados por el poderío de los Estados Unidos que saben como nadie vender sus productos fuera de sus fronteras, desde una salchicha con mostaza, convertida en una exquisitez por ser made in usa, a un libro de cualquier autor estadounidense, que sus agentes se encargan de popularizar y hacerlos aceptar como los mejores.
Los norteamericanos han conquistado el mundo hablando, escribiendo y contando historias en las pantallas en inglés, con temáticas tan ajenas a nosotros como de ellos estaban hasta hace poco unas buenas patatas con huevos fritos o un chuletón de Avila. La II Guerra Mundial fue el pretexto definitivo para invadirnos, imponernos su sistema de vida y someternos a todos sus gustos, que además pagamos con gusto y hasta orgullo. Porque son los mejores agentes publicitarios del mundo y nos han convencido de que todo lo que lleva la estampilla Made in Usa es lo más. El único dominio donde todavía tienen dificultades es en el de los artículos de lujo, la moda, los perfumes. Y nuestro orgullo de europeos podría ser que el delirio absoluto de Marilyn Monroe, la madona de América, fue, así lo confesó ella con su mijita de publicidad, que para dormir no usaba más camisón que unas gotitas de Chanel, el perfume más conocido del mundo. Y nacido y criado en Francia.
El escritor norteamericano Paul Auster acaba de publicar una novela, o algo parecido, que tiene la friolera de 955 páginas en la versión española, cuando la mejor novela del mundo, El Quijote, apenas necesitó 1400 para contar en forma de lección de moral las aventuras más desternillantes, envueltas en filosofía de la que ya no se da en las universidades.
Pues hoy Paul Auster pasa por un genio del que ya no se verá nunca más un solo ejemplar. Lo más sencillito que se escribe sobre esta novela, que lleva el título de “4 3 2 1”, sin siquiera unas comas, es que es “una parábola sobre el destino humano”.
He llegado penosamente a la página 500 de este tocho y les aseguro que aunque soy amante de la literatura norteamericana me ha dejado frio, incluso mal a gusto, alelado, con la sensación de que me habían engañado. Y debo de decir que siento por Paul Auster mucho respeto y alguna de sus novelas me han conquistado. Pero está muy lejos de Hemingway, Faulkner o Dos Passos, aunque la armada publicitaria norteamericana ha decidido que no era así.
Lo terrible es que el snobismo puede con todo. Estamos convencidos de que las mejores corbatas hay que comprarlas en Bond Street, Londres, cuando el italiano Armani, por ejemplo, posee una colección apabullante y de buen gusto.
Lo más terrible es que las situaciones que nos presentan los escritores norteamericanos, sobre todo los más modernos como Paul Auster no son falsas pero son minoritarias. Todos sus héroes sueñan con conocer París y hablan de los pintores europeos como si hubiesen estado entrando y saliendo del museo del Louvre o del museo del Prado toda la vida. Es falso. Sólo una élite norteamericana con medios económicos sueña con París y con sus refinamientos gastronómicos, vestimentarios o de lo que sea.
Nos engañan con esos héroes, como los protagonistas de la última novela de Auster, que viajan a París como nosotros a la esquina de casa, que conocen París al dedillo, que se alojan en hoteles suntuosos o se agencian pisos de película. Es puro cine. La inmensa mayoría de los norteamericanos –y las novelas deben de hablar de todo el mundo, sino vean Los Miserables de Victor Hugo, y sobre todo de los más desfavorecidos—son tan poco refinados como su actual presidente, el llamado Donald Trump, que apabulla al mundo con su chulería y es incapaz de hablar dos palabras en otra lengua que no sea un inglés verraco.
Y una parte del pueblo de los Estados Unidos no adora a Europa. Quedan pues los intelectuales y sobre todo los intelectuales pudientes y algunas familias ricas que quieren presumir de cultura. Porque ya se sabe que cuanto menos se tiene más se quiere tener. El pueblo norteamericano, el de todos esos libros que nosotros, europeos, damos por buenos, y devoramos con la convicción de estar bebiendo la última copa en el cáliz con el que Jesús brindó en la última cena. La mayoría de los norteamericanos, los que votaron por Trump, saben, algunos, del Santo Grial (el cáliz de la última cena, lo preciso por si me lee algún norteamericano), por las películas protagonizadas por Harrison Ford, prototipo de lo más bajo de la civilización norteamericana.
Nos engañan esos novelistas que pretenden tener héroes tan refinados como para distinguir entre un moscatel barato y un auténtico Chardonnay, el delicioso y simpático vino blanco francés. Llegan al infantilismo de que este vino es el que las señoras de la media burguesía norteamericana beben en todas las películas en las que aparece una copa grande y larga.
Luego, si queremos ya el definitivo sello de calidad francesa, añadiremos en la mesa, o en la novela, una botella de Perrier.
Nos engañan pero dejamos que nos engañen porque los europeos seguimos siendo provincianos, medio analfabetos cuando se trata de inclinarnos ante cualquier imbecilidad que procede de los Estados Unidos de América.
Pero por mucho que alardeen, la cultura, el corazón de la cultura, se encuentra en Europa. Y hasta el Santo Grial, la más preciada joya de la cristiandad, está probablemente en la catedral de la ciudad española de Valencia.
Los europeos no nos conformamos con el que encontró Harrison Ford.
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Como el cine, la novela norteamericana se apoderó del espíritu europeo nada más invadir las librerías, con el mismo ímpetu y los mismos medios comerciales que lo habían hecho las películas norteamericanas, por entonces una de las principales industrias de los Estados Unidos, al terminar la II Guerra Mundial (1939-1945), en la que EEUU intervino pero cuando le combino.
No hay nada más ajeno a un europeo que las costumbres norteamericanas. No tenemos la misma noción a la hora de comer. Ellos prefieren la comida rápida que acabaron imponiendo en el viejo continente con hamburguesas y Coca Cola. Y eso que los europeos son de mesa y mantel y van mucho más al restaurante que cualquier estadounidense, pese a que éste disponga de un poder adquisitivo muchísimo más alto.
No barajamos los mismos concepto en el resto de todo aquello que necesita la actividad humana. Somos distintos. Incluso hablamos otra lengua.
Las novelas norteamericanas – sobre todo con Ernest Hemingway y John Dos Passo—pusieron de moda una Europa que los propios autores habían conocido cuando se ensayaban a ser héroes en la I y en la II Guerra Mundial. Hubo años para hacer el aprendizaje de héroe en los frentes de toda Europa.
Hemingway y Dos Pasos descubrieron Europa con la guerra, porque, decían, había que verla, y como en casa no había ninguna, lo mejor era ir adonde se estuviese desarrollando una, lo más sangrienta posible.
Imaginemos el escenario contrario. Hay guerras feroces en Estados Unidos y jóvenes europeos ávidos de sensaciones fuertes y masculinas quieren verla. Hubiese sido imposible porque de haber existidos aprendices escritores curiosos como los dos norteamericanos nunca hubiesen tenido los medios para costearse viajes y estancias. Europa siempre ha sido un continente pobre, de clase media, podríamos decir, como para poder permitirse semejantes excentricidades.
Los autores norteamericanos contaban con una infraestructura editorial que les aseguraba la manutención, tanto más que en los años 20 o 40 el dólar era la moneda más fuerte del mundo y tenerla en el bolsillo era el mejor pasaporte.
Alguien como Hemingway o Dos Passos, incluso en sus comienzos, disponía de bases suficientes para no morirse de hambre fuera adonde fuera. A cualquier periódico norteamericano de medio pelo le era posible disponer de sus colaboraciones en frentes de guerra (volvemos a la I y II Guerra mundial) o en paseos por las capitales europeas por unos cuantos dólares, que traducidos en francos franceses daban para mucho.
Con la publicación de vez en cuando de un cuento en una revista norteamericana o con los adelantos para un libro, nuestros dos exploradores podían vivir como rajás en cualquier rincón de Europa y permitirse convertir en sus cantinas diarias restaurantes de París o de Londres que los franceses y los ingleses podían costearse solo a partir de una clase social alta.
Esto explica la invasión de la literatura norteamericana en el continente europeo. Películas y libros se convirtieron después del fin de la Segunda Guerra Mundial (1945) en las distracciones mayores de los europeos, avasallados, conquistados por el poderío de los Estados Unidos que saben como nadie vender sus productos fuera de sus fronteras, desde una salchicha con mostaza, convertida en una exquisitez por ser made in usa, a un libro de cualquier autor estadounidense, que sus agentes se encargan de popularizar y hacerlos aceptar como los mejores.
Los norteamericanos han conquistado el mundo hablando, escribiendo y contando historias en las pantallas en inglés, con temáticas tan ajenas a nosotros como de ellos estaban hasta hace poco unas buenas patatas con huevos fritos o un chuletón de Avila. La II Guerra Mundial fue el pretexto definitivo para invadirnos, imponernos su sistema de vida y someternos a todos sus gustos, que además pagamos con gusto y hasta orgullo. Porque son los mejores agentes publicitarios del mundo y nos han convencido de que todo lo que lleva la estampilla Made in Usa es lo más. El único dominio donde todavía tienen dificultades es en el de los artículos de lujo, la moda, los perfumes. Y nuestro orgullo de europeos podría ser que el delirio absoluto de Marilyn Monroe, la madona de América, fue, así lo confesó ella con su mijita de publicidad, que para dormir no usaba más camisón que unas gotitas de Chanel, el perfume más conocido del mundo. Y nacido y criado en Francia.
El escritor norteamericano Paul Auster acaba de publicar una novela, o algo parecido, que tiene la friolera de 955 páginas en la versión española, cuando la mejor novela del mundo, El Quijote, apenas necesitó 1400 para contar en forma de lección de moral las aventuras más desternillantes, envueltas en filosofía de la que ya no se da en las universidades.
Pues hoy Paul Auster pasa por un genio del que ya no se verá nunca más un solo ejemplar. Lo más sencillito que se escribe sobre esta novela, que lleva el título de “4 3 2 1”, sin siquiera unas comas, es que es “una parábola sobre el destino humano”.
He llegado penosamente a la página 500 de este tocho y les aseguro que aunque soy amante de la literatura norteamericana me ha dejado frio, incluso mal a gusto, alelado, con la sensación de que me habían engañado. Y debo de decir que siento por Paul Auster mucho respeto y alguna de sus novelas me han conquistado. Pero está muy lejos de Hemingway, Faulkner o Dos Passos, aunque la armada publicitaria norteamericana ha decidido que no era así.
Lo terrible es que el snobismo puede con todo. Estamos convencidos de que las mejores corbatas hay que comprarlas en Bond Street, Londres, cuando el italiano Armani, por ejemplo, posee una colección apabullante y de buen gusto.
Lo más terrible es que las situaciones que nos presentan los escritores norteamericanos, sobre todo los más modernos como Paul Auster no son falsas pero son minoritarias. Todos sus héroes sueñan con conocer París y hablan de los pintores europeos como si hubiesen estado entrando y saliendo del museo del Louvre o del museo del Prado toda la vida. Es falso. Sólo una élite norteamericana con medios económicos sueña con París y con sus refinamientos gastronómicos, vestimentarios o de lo que sea.
Nos engañan con esos héroes, como los protagonistas de la última novela de Auster, que viajan a París como nosotros a la esquina de casa, que conocen París al dedillo, que se alojan en hoteles suntuosos o se agencian pisos de película. Es puro cine. La inmensa mayoría de los norteamericanos –y las novelas deben de hablar de todo el mundo, sino vean Los Miserables de Victor Hugo, y sobre todo de los más desfavorecidos—son tan poco refinados como su actual presidente, el llamado Donald Trump, que apabulla al mundo con su chulería y es incapaz de hablar dos palabras en otra lengua que no sea un inglés verraco.
Y una parte del pueblo de los Estados Unidos no adora a Europa. Quedan pues los intelectuales y sobre todo los intelectuales pudientes y algunas familias ricas que quieren presumir de cultura. Porque ya se sabe que cuanto menos se tiene más se quiere tener. El pueblo norteamericano, el de todos esos libros que nosotros, europeos, damos por buenos, y devoramos con la convicción de estar bebiendo la última copa en el cáliz con el que Jesús brindó en la última cena. La mayoría de los norteamericanos, los que votaron por Trump, saben, algunos, del Santo Grial (el cáliz de la última cena, lo preciso por si me lee algún norteamericano), por las películas protagonizadas por Harrison Ford, prototipo de lo más bajo de la civilización norteamericana.
Nos engañan esos novelistas que pretenden tener héroes tan refinados como para distinguir entre un moscatel barato y un auténtico Chardonnay, el delicioso y simpático vino blanco francés. Llegan al infantilismo de que este vino es el que las señoras de la media burguesía norteamericana beben en todas las películas en las que aparece una copa grande y larga.
Luego, si queremos ya el definitivo sello de calidad francesa, añadiremos en la mesa, o en la novela, una botella de Perrier.
Nos engañan pero dejamos que nos engañen porque los europeos seguimos siendo provincianos, medio analfabetos cuando se trata de inclinarnos ante cualquier imbecilidad que procede de los Estados Unidos de América.
Pero por mucho que alardeen, la cultura, el corazón de la cultura, se encuentra en Europa. Y hasta el Santo Grial, la más preciada joya de la cristiandad, está probablemente en la catedral de la ciudad española de Valencia.
Los europeos no nos conformamos con el que encontró Harrison Ford.
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