Colaboración: Mujercitas
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Pasado glorioso, y no tan lejano en el que las mujeres, algunas no todas, llegaron a dominar ese mundo de machos que siempre ha existido. Desde la actriz del tercer acto del vodevil de los Bulevares de París hasta la manta religiosa que con sus encantos aprendidos en no se sabe que burdel de un imaginario Oriente Medio de las mil y una noches subyuga y domina al hombre como a una marioneta.
Las mujeres del siglo XIX sabían, aprendían que el hombre era una presa a la que podía explotarse. Prostitutas como la Nana inventada de la más cruda realidad por el escritor Emile Zola, llevada al cine por Christian-Jaque en 1955, no tendrían cabida en nuestro mundo actual donde se proclama una igualdad entre los dos sexos que casi siempre es teórica.
Amantes de reyes, favoritas de reyes, damas cuya influencia alcanzaba las más altas cimas de los Estados son fenómenos ya casi olvidados del pasado, desde la Edad Media al siglo XIX pasando por el Renacimiento.
Armas de mujer que ellas empleaban para seducir, someter, llegar a la cumbre impensable para alguien nacida no muy lejos del arroyo. ¿Dónde están las Madame Pompadour, las Catalina de Rusia, las grandes damas de la cama que con sus mañas sexuales llegaban a lo más alto de la sociedad, seducían reyes, altos financieros, ministros y esos banqueros que Zola describió como nadie en su relación entre el dinero y el amor carnal comprado a las más bellas damas de París o Londres por la que perdían fortuna que podrían salvar hoy a cualquier país de la bancarrota.
En tiempos en que los hombres dominaban en todos los medios, cuando una mujer estudiada era la excepción que pudo representar una Madame Curie, ellas habían aprendido que la seducción puede ser y era para ellas un arma temible que les conducía desde la cuna más humilde hasta los más altos destinos.
Las mujeres del siglo XIX francés, más bien parisiense, llevaron a la ruina a muchos banqueros que edificaron su altanería machista a cambio de auténticos palacios que en París se conocían como "hoteles particulares", eufemismo para señalar suntuosos nidos de amor y de perversión, de poder y desconsideración.
Pero también hubo hombres en ese siglo de lujuria que pagaron con sus vidas el culto de la mujer, entre ellos algún que otro escritor, porque en ese siglo todos parecían enamorados de modistillas, actrices o cotizadas cortesanas por las que podían dar la vida y, sobre todo, muchos versos y muchas páginas de literatura.
Guy de Maupassant, uno de los escritores más frondosos y más culto en el conocimiento del mundo femenino, el que llegó a quitarle la vida, fue uno de ellos.
Pudo odiarlas, despreciarlas pero, al final dejó tres cuentos inmortales que magnifican y exaltan la mujer como amante, madre y combatiente por la libertad.
Singular era Guy de Maupassant, uno de los más grandes escritores franceses y probablemente el mejor cuentista, quizá por encima del ruso Tolstoi.
Murió cuando tenía que haber seguido viviendo, con sólo cuarenta y tres años y pese a un físico de luchador de feria la sífilis, enfermedad más insidiosa en el siglo diecinueve que el SIDA hoy día pudo con él, agujereándolo de arriba abajo mientras la mayoría de los médicos no sabían que mal le aquejaba.
Pero en una vida tan corta para un portento de la talla de Alejandro Dumas padre, tuvo tiempo de pintar la sociedad que le rodeaba en 281 cuentos.
A su vocación de escritor antepuso desde los primeros momentos en que empezó a navegar por el mundo de la mano de una familia noble, la pasión por las mujeres.
De él se cuentan mil anécdotas y no se acaba. Picoteaba sin parar, en los desvergonzados salones de las damas que en París se consagraban al placer a partir de las siete de la tarde.
También cazaba en los salones de marquesas y princesas que en el París de la Belle Époque adoraban la compañía de gente destacada, favorecían la cultura y cerraban los ojos cuando un escritor quería ser únicamente hombre por un rato.
Nada de esto bastaba a Maupassant.
Cazaba en los bulevares y en sus mil cafés cuyos reservados de seda y repujes de oro estaban llenos de suspiros, de castidad perdida y de masculinidad triunfante.
Se bebía, sobre todo se bebía, se trasegaban cenas interminables de una exquisitez sin par y las mujeres cedían más de una vez, cien veces, al caballero de turno.
Tampoco le bastaban las damas de la alta nobleza ni las menos nobles pero más atrevidas que solían encontrarse en esas cenas pantagruélicas.
Deportista aguerrido en mil regatas por el Sena, frecuentaba Maupassant los chiringuitos que metían los pies en el río en fiestas interminables, donde la nobleza cedía al populacho y las muchachas inmortalizadas por Auguste Renoir eran alegres y abiertas, muy abiertas.
Allí, entre conejos fritos que olían a divinidades crucificadas, vino, mucho vino, las muchachas buscaban un rato de amor entre los arbustos del bosque.
Probablemente, como muchos de sus contemporáneos, él buscaba ese amor del que tan bien escribía pero que con tanta ferocidad se le resistía a la hora de encontrarlo.
Y sucumbió, cayó arrollado por una, dos, cien Nana que ya no salían de las páginas inmortales de Emile Zola sino del "meublé" más siniestro de una callejuela que conducía a los grandes bulevares, donde la vida y la pasión corría por los escenarios de sus mejores teatros.
Hombres de mundo, hombres de dinero y sin mundo, escritores que llevaban hasta las últimas consecuencias la práctica del conocimiento de sus sujetos, Guy de Maupassant fue arrollado, triturado por esas mujeres que habían descubierto que el ejercicio del mal llamado amor era algo más que un placer, que un deseo resuelto. Una forma de librarse del yugo de un marido sacando a otros hombres el jugo de sus vidas, de sus haciendas.
París estaba lleno de Nanas ambiciosas, gozosas, que llegaron a componer la más completa sinfonía de enamoramiento interesado que jamás se había visto.
Pero el padre de todos ellos, Emile Zola, padre del naturalismo, lo que implicaba crueldad y ninguna contemplación en las descripciones de la sociedad parisiense que tanto y tan bien conocía, era muy claro y no quería que el pecado de la carne que tan buenos beneficios procuraba a muchas mujeres, arrancándolas de la miseria, él lo explicaba y lo perdonaba.
El 28 de febrero de 1881 publicaba en Le Figaro, el diario de moda, un artículo en el que no se andaba con paños calientes con el explícito título de "El adulterio en la burguesía".
"Si en el pueblo, el medio en que viven y la educación (que no reciben, NDL) arrastran a las muchachas hacia la prostitución, el medio en que viven y la educación que reciben en la burguesía las lanza al adulterio".
Para explicar la diferencia de la clase media y alta y de los pobres ante el sexo, se mostraba feroz: "Es una raza (la de los pudientes) atrofiada por los techos bajos, por la oscuridad de las oficinas y de las trastiendas, por la perversión de las necesidades de la vida".
Inútil explicar que Émile Zola, burgués encopetado, prefería las prostitutas a las burguesas que se restregaban en el adulterio por puro aburrimiento.
Su humanismo y su odio por la burguesía a la que él mismo pertenecía le valieron procesos y otros disgustos. Pero nunca dio marcha atrás hasta terminas su historia de esa burguesía, que le tomó años y años.
Sigue nuestras últimas noticias por TWITTER.
Pasado glorioso, y no tan lejano en el que las mujeres, algunas no todas, llegaron a dominar ese mundo de machos que siempre ha existido. Desde la actriz del tercer acto del vodevil de los Bulevares de París hasta la manta religiosa que con sus encantos aprendidos en no se sabe que burdel de un imaginario Oriente Medio de las mil y una noches subyuga y domina al hombre como a una marioneta.
Las mujeres del siglo XIX sabían, aprendían que el hombre era una presa a la que podía explotarse. Prostitutas como la Nana inventada de la más cruda realidad por el escritor Emile Zola, llevada al cine por Christian-Jaque en 1955, no tendrían cabida en nuestro mundo actual donde se proclama una igualdad entre los dos sexos que casi siempre es teórica.
Amantes de reyes, favoritas de reyes, damas cuya influencia alcanzaba las más altas cimas de los Estados son fenómenos ya casi olvidados del pasado, desde la Edad Media al siglo XIX pasando por el Renacimiento.
Armas de mujer que ellas empleaban para seducir, someter, llegar a la cumbre impensable para alguien nacida no muy lejos del arroyo. ¿Dónde están las Madame Pompadour, las Catalina de Rusia, las grandes damas de la cama que con sus mañas sexuales llegaban a lo más alto de la sociedad, seducían reyes, altos financieros, ministros y esos banqueros que Zola describió como nadie en su relación entre el dinero y el amor carnal comprado a las más bellas damas de París o Londres por la que perdían fortuna que podrían salvar hoy a cualquier país de la bancarrota.
En tiempos en que los hombres dominaban en todos los medios, cuando una mujer estudiada era la excepción que pudo representar una Madame Curie, ellas habían aprendido que la seducción puede ser y era para ellas un arma temible que les conducía desde la cuna más humilde hasta los más altos destinos.
Las mujeres del siglo XIX francés, más bien parisiense, llevaron a la ruina a muchos banqueros que edificaron su altanería machista a cambio de auténticos palacios que en París se conocían como "hoteles particulares", eufemismo para señalar suntuosos nidos de amor y de perversión, de poder y desconsideración.
Pero también hubo hombres en ese siglo de lujuria que pagaron con sus vidas el culto de la mujer, entre ellos algún que otro escritor, porque en ese siglo todos parecían enamorados de modistillas, actrices o cotizadas cortesanas por las que podían dar la vida y, sobre todo, muchos versos y muchas páginas de literatura.
Guy de Maupassant, uno de los escritores más frondosos y más culto en el conocimiento del mundo femenino, el que llegó a quitarle la vida, fue uno de ellos.
Pudo odiarlas, despreciarlas pero, al final dejó tres cuentos inmortales que magnifican y exaltan la mujer como amante, madre y combatiente por la libertad.
Singular era Guy de Maupassant, uno de los más grandes escritores franceses y probablemente el mejor cuentista, quizá por encima del ruso Tolstoi.
Murió cuando tenía que haber seguido viviendo, con sólo cuarenta y tres años y pese a un físico de luchador de feria la sífilis, enfermedad más insidiosa en el siglo diecinueve que el SIDA hoy día pudo con él, agujereándolo de arriba abajo mientras la mayoría de los médicos no sabían que mal le aquejaba.
Pero en una vida tan corta para un portento de la talla de Alejandro Dumas padre, tuvo tiempo de pintar la sociedad que le rodeaba en 281 cuentos.
A su vocación de escritor antepuso desde los primeros momentos en que empezó a navegar por el mundo de la mano de una familia noble, la pasión por las mujeres.
De él se cuentan mil anécdotas y no se acaba. Picoteaba sin parar, en los desvergonzados salones de las damas que en París se consagraban al placer a partir de las siete de la tarde.
También cazaba en los salones de marquesas y princesas que en el París de la Belle Époque adoraban la compañía de gente destacada, favorecían la cultura y cerraban los ojos cuando un escritor quería ser únicamente hombre por un rato.
Nada de esto bastaba a Maupassant.
Cazaba en los bulevares y en sus mil cafés cuyos reservados de seda y repujes de oro estaban llenos de suspiros, de castidad perdida y de masculinidad triunfante.
Se bebía, sobre todo se bebía, se trasegaban cenas interminables de una exquisitez sin par y las mujeres cedían más de una vez, cien veces, al caballero de turno.
Tampoco le bastaban las damas de la alta nobleza ni las menos nobles pero más atrevidas que solían encontrarse en esas cenas pantagruélicas.
Deportista aguerrido en mil regatas por el Sena, frecuentaba Maupassant los chiringuitos que metían los pies en el río en fiestas interminables, donde la nobleza cedía al populacho y las muchachas inmortalizadas por Auguste Renoir eran alegres y abiertas, muy abiertas.
Allí, entre conejos fritos que olían a divinidades crucificadas, vino, mucho vino, las muchachas buscaban un rato de amor entre los arbustos del bosque.
Probablemente, como muchos de sus contemporáneos, él buscaba ese amor del que tan bien escribía pero que con tanta ferocidad se le resistía a la hora de encontrarlo.
Y sucumbió, cayó arrollado por una, dos, cien Nana que ya no salían de las páginas inmortales de Emile Zola sino del "meublé" más siniestro de una callejuela que conducía a los grandes bulevares, donde la vida y la pasión corría por los escenarios de sus mejores teatros.
Hombres de mundo, hombres de dinero y sin mundo, escritores que llevaban hasta las últimas consecuencias la práctica del conocimiento de sus sujetos, Guy de Maupassant fue arrollado, triturado por esas mujeres que habían descubierto que el ejercicio del mal llamado amor era algo más que un placer, que un deseo resuelto. Una forma de librarse del yugo de un marido sacando a otros hombres el jugo de sus vidas, de sus haciendas.
París estaba lleno de Nanas ambiciosas, gozosas, que llegaron a componer la más completa sinfonía de enamoramiento interesado que jamás se había visto.
Pero el padre de todos ellos, Emile Zola, padre del naturalismo, lo que implicaba crueldad y ninguna contemplación en las descripciones de la sociedad parisiense que tanto y tan bien conocía, era muy claro y no quería que el pecado de la carne que tan buenos beneficios procuraba a muchas mujeres, arrancándolas de la miseria, él lo explicaba y lo perdonaba.
El 28 de febrero de 1881 publicaba en Le Figaro, el diario de moda, un artículo en el que no se andaba con paños calientes con el explícito título de "El adulterio en la burguesía".
"Si en el pueblo, el medio en que viven y la educación (que no reciben, NDL) arrastran a las muchachas hacia la prostitución, el medio en que viven y la educación que reciben en la burguesía las lanza al adulterio".
Para explicar la diferencia de la clase media y alta y de los pobres ante el sexo, se mostraba feroz: "Es una raza (la de los pudientes) atrofiada por los techos bajos, por la oscuridad de las oficinas y de las trastiendas, por la perversión de las necesidades de la vida".
Inútil explicar que Émile Zola, burgués encopetado, prefería las prostitutas a las burguesas que se restregaban en el adulterio por puro aburrimiento.
Su humanismo y su odio por la burguesía a la que él mismo pertenecía le valieron procesos y otros disgustos. Pero nunca dio marcha atrás hasta terminas su historia de esa burguesía, que le tomó años y años.
Sigue nuestras últimas noticias por TWITTER.