Colaboración: Alfombras rojas desteñidas

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Por Sergio Berrocal     
 
No se cansan, no tienen hartura los inventores de nada para palear pieles muertas en la hoguera de un festival de cine más, que no nos falten. Ya ni los buenos cronistas pueden con tanta invención. Hay que seguir viendo películas, como si el cine tuviese vigencia y consistencia para ofrecer novedades al cabo de dos millones de días pasados con sonrisa bobalicona aplaudiendo a una pantalla.

Claro que todo se cuenta en términos de rentabilidad económica. “Este festival dejará a la ciudad tantos millones de euros”, dice con una envidiable sonrisa y siempre mirando de reojo a sus asesores el encargado de regar la vida de buenas nuevas. Es verdad, mientras en un lugar se proyectan películas mil veces vistas, aunque sean nuevas repiten el mismo fraseo. Bach murió y con él todos los que nos hicieron felices. Solo quedan subalternos que torean mal que bien otra historia para la pantalla. Pero siempre, casi siempre, a menudo, tienes la impresión de que eso, esa genialidad de la que el novato director está tan contento, eso de la que la primera actriz habla como un papagayo sin saber muy bien lo que dice, ya lo hemos visto varias veces. Ya lo hemos aplaudido, discutido, criticado, le hemos dado premios para que se callaran de una vez.

Porque en un festival lo único que interesa son los premios. Para el mejor montaje fuera de casa, para la actriz que ya se cree en lo alto del cártel, pero la pobrecita mía no conoce a Charles Aznavour, para el maravilloso realizador del que ya nunca jamás nadie hablará.

Habría que reconocer que se nos han acabado las municiones. El genio no es chicle que puede estirarse. Los actores cada día son más monótonos, menos sorpresivos, menos talentosos, porque los guionistas y toda la tramoya que les sostiene la sonrisa ante los fotógrafos no tienen nada que decir y cuando lo dicen balbucean.

Es muy raro ver una película que lleve al crítico a salir corriendo de la sala de proyección, con el alma en vilo y con la sonrisa de haber visto, por fin, por fin, Jesusito, una película que si no cura el cáncer conseguirá ser una pomada en una vida donde todo es falso y opaco.

Habría que aceptar que ya no hay nada nuevo que decir. Que se ha acabado la gasolina creativa y entonces seríamos suficientemente lúcidos para inventar otro tipo de festival, el de las películas que nos acompañaron toda nuestra vida.

No demos nombres. Todos tenemos en la cabeza por lo menos diez películas que nos hicieron felices y puede que hasta nos dieran fuerzas en un momento dado para seguir adelante en el caminar del simple mortal que siempre necesita un bastón en qué apoyarse, hecho de belleza, de sentimientos, de talento, de amor, sí de amor aquel de las faldas que nunca se caían del cuerpo de las mujeres que las paseaban por la pantalla y de la que ya nos habíamos enamorado.

Hagamos festivales de películas que todos sabemos que serán agradables, sensatas, que incluso nos ayudarán en la educación de sentimientos y conductas. Pasémoslas de nuevo por la moviola, critiquemos, encontremos por qué nos conquistaron. Sepamos en fin por fin por qué “Casablanca” fue el fenómeno inexplicable que nadie discute.

Dejemos de inventar “nuevos” guiones que, si se miran con medio ojo crítico, veremos que ya se escribieron cuando en Hollywood los guionistas eran escritores famosos que querían comer todos los días su emparedado con mantequilla de cacahuetes. Ya se ha escrito todo, ya se ha dicho todo, ya se ha contado todo. Y lo han hecho gente de mucho talento, gente que inventó el talento. Nada de nombres, pero cada cual puede tener los suyos a dos segundos de reflexión.

Dejémonos de alfombras rojas pretenciosas que para lo único que sirven es para promocionar culos medio bien hechos y trajes suntuosos que nadie se podrá poner porque nuestras vidas siguen siendo más del neorrealismo italiano que de la grandiosa época del león que rugía en nuestras pantallas y de las tres mayúsculas que podían con todo, MGM.

No hemos salido de la bicicleta robada, de la campesina seducida por el soldado llegado del mundo del chicle. Quizá incluso estamos reinventando todos esos pasos que dio el cine cuando se trataba de enseñar al público la realidad de todos los días y no aterrorizarlos con payasos estúpidos o con seres que nada tienen de fantásticos.

No nos contemos más cuentos. Aceptemos lo que somos y cesemos de repetirnos que hemos llegado a la Luna de la creatividad y que nada puede ser mejor de lo que tenemos.

Volvamos a la realidad, a nuestro neorrealismo que no cesa según las estadísticas que ya ni siquiera se ciñen a los negritos de África. Los negritos somos hoy todos los habitantes de la tierra amenazados por lo que creíamos haber combatido.

Que cesen las voces altivas de algunos de esos críticos que probablemente nunca fueron al cine antes de los veintidós años, al acabar la carrera de magisterio, y que creen que las cinematecas son zonas prohibida para los vivos.

Y reconozcamos que la mayoría de los festivales de prestigio son escaparates de los productores que encuentran en ellos una vitrina dorada para sus películas, sean buenas o malas o hasta regulares.

Lo peor de esta práctica que los norteamericanos aceleraron en Cannes y Venecia es que ahora son las plataformas de televisión con pretensiones de cineastas las que se quieren colar.

Desgraciadamente, nada tiene que ver el amor por el cine ni siquiera la búsqueda de un poco de cultura activa.

Los festivales son una moda, como las pasarelas. Hay pueblos de España, al límite de la culturilla, donde actualmente los festivales cinematográficos nacen como higos chumbos, casi por generación espontánea. Y luego viene la indigestión.

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