Colaboración: Muñecos rotos
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Nadie pensaba seriamente que Ernest Hemingway, auténtica personificación del macho bravo, inalterable, tan capaz de soportar la caballería turca que perseguía a los armenios para exterminarlos como de vérselas con un odioso agente del FBI que al parecer le persiguió hasta en su casa de La Habana, se volaría la cabeza.
Desde su primer libro nos había enseñado que era capaz de aguantarlo todo, él que sin embargo era un niño bien salido de una burguesía esclarecida, criado en un país donde el coraje como confusión con el machismo se lleva por bandera.
Se asomó, estuvo en la guerra, como chófer de ambulancia un poco folclórico quizá, en Italia, contador de cadáveres, de derrotas y de victorias en la guerra de España, intrépido Tintin en la II Guerra Mundial.
Era el chulo por excelencia que nada podía vencer, ni los hombres ni los elementos. Y todos los que leíamos sus libros tomamos ejemplo de él, de su andar, de sus palabras, de sus pensamientos, como si realmente alguien le hubiese dado el poder de ser inmortal y de estar en la tierra para enseñarnos una vida en la que el valor físico era primordial.
Superman Hemingway se paseó por la vida desde que se enteró de que su padre, respetable médico de una ciudad de provincias, se había pegado un tiro cuando él todavía trataba de abrirse paso en un mundo hostil que él quería amaestrar con su talento hecho palabras.
Es imposible no concederle el mérito de habernos hecho creer en la inmortalidad del ser humano a condición de proponérselo. Nos dijo, con ejemplos, mentirijillas y algunas evidencias, que el hombre, la mujer, lo pueden todo. Podrían ser dioses a condición de quererlo, de desearlo y de aceptar los sacrificios.
Todo era mentira. Un amasijo de medias verdades emborrizadas en masas de apariencias y de exageraciones en todo lo que hacía, escribía o solamente decía.
En Cuba pasaba por ser el más borrachín de La Habana, capaz de echarse al coleto todo lo que tuviese alcohol.
Nos gustaba creer como palabra de Evangelio todo lo que decía, hacía, escribía. Habíamos encontrado un héroe, un tipo capaz de hacer cosas que nosotros nunca nos atreveríamos ni a soñar.
En esta mitología del Héroe, primero estuvo Jesús el Nazareno, el único Dios que ha vitoreado la humanidad. Porque la humanidad es cruel. Y cuando supimos de lo que iba –sobre todo gracias a su biógrafo más calificado, Ernest Renan con “Vida de Jesús”--, comprendimos que Jesús era capaz de sufrir por nosotros. Pero hasta que no nos enteramos de fuente segura que lo habían crucificado como a un vulgar maletilla palestino no estuvimos realmente contentos.
Queremos héroes pero héroes muertos, torturados, que sufran por nuestra estupidez. Los héroes vivos terminan por secarse y se convierten en cualquier cosa. Y al rato ya nadie los quiere ni para un anuncio de Coca-Cola.
Muchas veces, los que seguimos a esos dos personajes, hemos confundido en nuestras mentes a Jesús y a Hemingway. Solo había entre ellos dos mil años de diferencia amén de ideas que en lo absoluto podían juntarse.
Los dos, cada uno a su manera, con sus defectos y sus glorias, quisieran ser y fueron ejemplos para generaciones enteras pero cuando dejaron de existir el estupor alcanzó cumbres borrascosas:
¡Habíamos matado al que se decía o decían que se decía hijo de Dios, de un ser supremo que nadie había visto jamás!
¡Se había matado, se había quitado la vida el escritor que nos condujo adonde quiso con sus ideas, que quizá él nunca puso en práctica porque en todo aquel que escribe hay siempre un farsante, un comediante sin escrúpulos que por una frase bonita, por una situación airosa vendería su alma! Y Hemingway la vendió probablemente más de una vez.
A dos mil años de distancia, los imbéciles habían roto los maravillosos muñecos que nosotros mismos, con mucho mimo, habíamos dejado que condujeran nuestras vidas. Porque todo es ficción, cine, cuentos que antes se contaban delante de una chimenea llena de sarmientos recién cogidos y que ahora surgen de una pantalla sin alma a la que anima la técnica impulsada por el talento de gente que tiene por misión hacer la vida más llevadera, conseguir que otra gente sea menos desgraciada, una mijita más feliz. Pero no siempre. Porque no todo lo que arde en la hoguera del cine son sarmientos. Hay mucha mala hierba arrojada por el único deseo de ganar mucho dinero, aunque luego te suicides en tu piscina de una propiedad perdida en un rincón de la Provenza francesa, aunque podría ser igualmente la Toscana donde Alain Delon, Romy Schneider y Maurice Ronet, eternamente marcado para morder, quisieran experimentar una última vez el salto al mundo de la nada.
Pero, ¿cómo puede conservarse la esperanza de la inmortalidad si el mismísimo Ulises, el griego, el aventurero, el espadachín, el guerrero, que luchó en todas las guerras de todo el Mediterráneo y mares adyacentes fracasó. Porque Ulises, al que muchos veneramos porque después de muchos años de navegación que pasó más en francachelas que defendiendo su vida, resulto un vencido más. No hay vencedores. Ni Jesús venció.
¿Y de qué sirve arroparse en los héroes si hasta ellos terminan desnudos a menos que una Penélope no les arrope con sus interminables alfombras con las que liaba a sus pretendientes?
Con el tiempo nos damos cuentas que esos mitos que rigieron, enderezaron a veces nuestras existencias son mentiras piadosas que nuestra educación judeo-cristiana nos enseñó a aceptar como remedio a todo o casi todo.
Los héroes, los auténticos, son esos desarrapados que día a día, con una constancia admirable, atraviesan desiertos, mares, con la esperanza de llegar a una tierra de acogida, que les de vida. Pocas veces lo consiguen.
Pero esos héroes no nos sirven a nosotros los instalados en la vida con todos los principios aprendidos en libros falsos, en doctrinas todavía más magulladas por la verdad.
No tenemos héroes, Ni héroes negros que besan la tierra cuando han conseguido sortear una frontera y durante veintidós segundos creen en la felicidad que les espera. Les espera una guardia pretoriana que a palos les devuelven a su miseria. Y acaban con sus sueños.
Como acaban con los nuestros.
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Nadie pensaba seriamente que Ernest Hemingway, auténtica personificación del macho bravo, inalterable, tan capaz de soportar la caballería turca que perseguía a los armenios para exterminarlos como de vérselas con un odioso agente del FBI que al parecer le persiguió hasta en su casa de La Habana, se volaría la cabeza.
Desde su primer libro nos había enseñado que era capaz de aguantarlo todo, él que sin embargo era un niño bien salido de una burguesía esclarecida, criado en un país donde el coraje como confusión con el machismo se lleva por bandera.
Se asomó, estuvo en la guerra, como chófer de ambulancia un poco folclórico quizá, en Italia, contador de cadáveres, de derrotas y de victorias en la guerra de España, intrépido Tintin en la II Guerra Mundial.
Era el chulo por excelencia que nada podía vencer, ni los hombres ni los elementos. Y todos los que leíamos sus libros tomamos ejemplo de él, de su andar, de sus palabras, de sus pensamientos, como si realmente alguien le hubiese dado el poder de ser inmortal y de estar en la tierra para enseñarnos una vida en la que el valor físico era primordial.
Superman Hemingway se paseó por la vida desde que se enteró de que su padre, respetable médico de una ciudad de provincias, se había pegado un tiro cuando él todavía trataba de abrirse paso en un mundo hostil que él quería amaestrar con su talento hecho palabras.
Es imposible no concederle el mérito de habernos hecho creer en la inmortalidad del ser humano a condición de proponérselo. Nos dijo, con ejemplos, mentirijillas y algunas evidencias, que el hombre, la mujer, lo pueden todo. Podrían ser dioses a condición de quererlo, de desearlo y de aceptar los sacrificios.
Todo era mentira. Un amasijo de medias verdades emborrizadas en masas de apariencias y de exageraciones en todo lo que hacía, escribía o solamente decía.
En Cuba pasaba por ser el más borrachín de La Habana, capaz de echarse al coleto todo lo que tuviese alcohol.
Nos gustaba creer como palabra de Evangelio todo lo que decía, hacía, escribía. Habíamos encontrado un héroe, un tipo capaz de hacer cosas que nosotros nunca nos atreveríamos ni a soñar.
En esta mitología del Héroe, primero estuvo Jesús el Nazareno, el único Dios que ha vitoreado la humanidad. Porque la humanidad es cruel. Y cuando supimos de lo que iba –sobre todo gracias a su biógrafo más calificado, Ernest Renan con “Vida de Jesús”--, comprendimos que Jesús era capaz de sufrir por nosotros. Pero hasta que no nos enteramos de fuente segura que lo habían crucificado como a un vulgar maletilla palestino no estuvimos realmente contentos.
Queremos héroes pero héroes muertos, torturados, que sufran por nuestra estupidez. Los héroes vivos terminan por secarse y se convierten en cualquier cosa. Y al rato ya nadie los quiere ni para un anuncio de Coca-Cola.
Muchas veces, los que seguimos a esos dos personajes, hemos confundido en nuestras mentes a Jesús y a Hemingway. Solo había entre ellos dos mil años de diferencia amén de ideas que en lo absoluto podían juntarse.
Los dos, cada uno a su manera, con sus defectos y sus glorias, quisieran ser y fueron ejemplos para generaciones enteras pero cuando dejaron de existir el estupor alcanzó cumbres borrascosas:
¡Habíamos matado al que se decía o decían que se decía hijo de Dios, de un ser supremo que nadie había visto jamás!
¡Se había matado, se había quitado la vida el escritor que nos condujo adonde quiso con sus ideas, que quizá él nunca puso en práctica porque en todo aquel que escribe hay siempre un farsante, un comediante sin escrúpulos que por una frase bonita, por una situación airosa vendería su alma! Y Hemingway la vendió probablemente más de una vez.
A dos mil años de distancia, los imbéciles habían roto los maravillosos muñecos que nosotros mismos, con mucho mimo, habíamos dejado que condujeran nuestras vidas. Porque todo es ficción, cine, cuentos que antes se contaban delante de una chimenea llena de sarmientos recién cogidos y que ahora surgen de una pantalla sin alma a la que anima la técnica impulsada por el talento de gente que tiene por misión hacer la vida más llevadera, conseguir que otra gente sea menos desgraciada, una mijita más feliz. Pero no siempre. Porque no todo lo que arde en la hoguera del cine son sarmientos. Hay mucha mala hierba arrojada por el único deseo de ganar mucho dinero, aunque luego te suicides en tu piscina de una propiedad perdida en un rincón de la Provenza francesa, aunque podría ser igualmente la Toscana donde Alain Delon, Romy Schneider y Maurice Ronet, eternamente marcado para morder, quisieran experimentar una última vez el salto al mundo de la nada.
Pero, ¿cómo puede conservarse la esperanza de la inmortalidad si el mismísimo Ulises, el griego, el aventurero, el espadachín, el guerrero, que luchó en todas las guerras de todo el Mediterráneo y mares adyacentes fracasó. Porque Ulises, al que muchos veneramos porque después de muchos años de navegación que pasó más en francachelas que defendiendo su vida, resulto un vencido más. No hay vencedores. Ni Jesús venció.
¿Y de qué sirve arroparse en los héroes si hasta ellos terminan desnudos a menos que una Penélope no les arrope con sus interminables alfombras con las que liaba a sus pretendientes?
Con el tiempo nos damos cuentas que esos mitos que rigieron, enderezaron a veces nuestras existencias son mentiras piadosas que nuestra educación judeo-cristiana nos enseñó a aceptar como remedio a todo o casi todo.
Los héroes, los auténticos, son esos desarrapados que día a día, con una constancia admirable, atraviesan desiertos, mares, con la esperanza de llegar a una tierra de acogida, que les de vida. Pocas veces lo consiguen.
Pero esos héroes no nos sirven a nosotros los instalados en la vida con todos los principios aprendidos en libros falsos, en doctrinas todavía más magulladas por la verdad.
No tenemos héroes, Ni héroes negros que besan la tierra cuando han conseguido sortear una frontera y durante veintidós segundos creen en la felicidad que les espera. Les espera una guardia pretoriana que a palos les devuelven a su miseria. Y acaban con sus sueños.
Como acaban con los nuestros.
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