Colaboración: En el nombre del hijo
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Cuando menos se lo piensa, a la protagonista de esta tremenda película la vida se le cae encima. El presente la deja tiritando mientras un chiquillo recién salido de la nada lucha a gritos y a patadas contra la muerte. Estamos en la unidad de incubadoras una maternidad inglesa. Sonrisas y lágrimas son el menú diario de la madre que entre hipidos de desesperación conserva la remota y absurda esperanza de que todo vuelva a su cauce, de que el niño recién parido pueda ser una personita.
Hasta que un día el pediatra, con barba blanca de rey mago pero que no conoce ninguna mágica curación, le anuncia que el sietemesino tiene el cerebro destrozado.
Nunca será un niño como los demás. Hay que decidir. En este universo angustioso, de cápsula espacial no presurizada, me ha metido con perversa sensibilidad la cineasta británica Sarah Gavron con el filme This Little life, que ya debe de ser una vieja película.
Es una noche sin luna y sin viento frente a una playa abandonada por los turistas.
Cuando menos me lo pensaba el pasado me pasa factura. Desde la terraza que da a un mar apagado por olas marchitas, sin fuerzas, he vuelto a revivir aquello que fue y que está ahí.
París. Comienzo de los años setenta. Noche de ambulancia, motos de escolta y sirenas. Unidad de incubadoras de un hospital de París. El niño empieza a luchar. Unidad de incubadoras de Inglaterra en This little life.Los padres deciden arrojar la toalla y, al mismo tiempo, tirar al bebé por la borda de la muerte. Le dejan morir con la tranquilidad del deber cumplido.
Unidad de incubadoras de París. La criatura resiste. Quince días después está gateando por casa y haciendo la vida imposible a todo bicho viviente.
Más años setenta. O tal vez en otro mundo. Afueras de París. La cámara se detiene delante de un pequeño edificio en el que sonríen flores sin nombre. La cámara se introduce lentamente hacia una habitación inundada de sol. Una mujer está muriendo. Va a morir. Ha muerto.
Otro día. Otra noche cerrada. Una carretera desierta de Francia. Un automóvil verde está estrellado contra una larga pared.
Los gendarmes han instalado el duelo de la catástrofe en un garage vacío. La muchacha ya tenía ataúd y el dedo meñique de la mano derecha roto.
Un día de total desesperación. Años de inacabable congoja. La misma absurda incomprensión que vive la madre de la película "This Little Life".
Porque la desgracia es perversa e incita a la perversión. Porque luchar contra el absurdo de la vida que se nos va de la mano es un duelo al sol sin sentido.
Ese día interminable de tanto horror mudo, habla un directivo de una aseguradora, uno de esos hombres que contabilizan muertos y al lado ponen sumas que corresponden según ellos al duelo:
"Me han dicho que es usted periodista. La señora M. (un nombre destacado en la alta sociedad parisiense de entonces) ha tenido una desgracia parecida a la suya. Se le ha ocurrido escribir un libro y dice que le ha servido de maravillosa terapia". Como si cualquiera pudiese escribir un libro.
Como si un libro hiciera olvidar que la vida ya no está. Como si dejar de llorar fuese el final de un duelo.
Reflexiones que dejan sin respiración, al borde del sofoco asmático, mientras la película británica machaca el hígado de los recuerdos. Me dan ganas de gritarle a la protagonista "No, no lo mates, déjalo vivir, aunque luego te cueste la vida a ti. No seas egoísta. Por favor…".
El niño ya está muerto y desfilan los títulos de crédito. Sigo mirando fijamente a la pantalla.
No, no hay que rendirse. Tenemos la obligación de luchar. Aunque sólo sea por conservar nuestra propia estima.
Please, mujer de la película, sigue tocando el piano de la vida. Es la única canción que puede aliviarte.
Y ese niño sin cerebro, sin piernas o sin nariz un día te sonreirá en tus sueños y tú verás que valía la pena luchar. Y otro día hasta puede que sea finalmente un hombrecito, con sus taras o sin ellas si llega el milagro que todos esperamos por lo menos una vez. Oiga, usted, señora, la de la película, por favor, no deje que le maten a ese niño que tanto ha querido. No deje que se muera porque él no ha pedido asomarse a esta lucha del sinvivir. Ha sido usted quien ha decidido traerlo al mundo. Por lo menos déjelo que juzgue antes de morir. Déjelo que fume el último cigarrillo.
Como un condenado a muerte cualquiera. En su jaula-incubadora le he visto darte una preciosa sonrisa desdentada. Un día le hice caso al tipo de los seguros y escribí un libro. Algunos me han dicho que es "un grito", otros que "es precioso". Otros cuantos me han mirado como se mira la lluvia. Con aburrimiento. A mí me importa un carajo. He conseguido mi objetivo. Poder seguir mirándome en el espejo de todas las mañanas que Dios hace.
Y beberme mi güisqui con Perrier sin hacer pucheros. Ahora, a la niña que se estrelló en aquella carretera le hablo todas las mañanas en una vieja iglesia. Está viva y me sonríe con la más bonita de las sonrisas. No la pude salvar y ella lo sabe. Pero tú, mamá, sí, la de la película, no abandones a tu Luc (hasta le has dado nombre al recién parido…).
No le dejes morir. Pelea. Esa será tu recompensa. Aunque luego ruedes por los suelos borracha de golpes.
Es la vida. Hay que salvarla. Es lo único que nos queda a los que ya no tenemos ni futuro. Salva esa vida y verás que cada mañana, cuando salga el sol, la desesperación la mitigará la esperanza desesperada que todo lo puede.
Quizá un día hasta te sonría. Abre tu ventana. Asómate. Y espera.
A veces, aunque sean pocas veces, la suerte cambia.
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Cuando menos se lo piensa, a la protagonista de esta tremenda película la vida se le cae encima. El presente la deja tiritando mientras un chiquillo recién salido de la nada lucha a gritos y a patadas contra la muerte. Estamos en la unidad de incubadoras una maternidad inglesa. Sonrisas y lágrimas son el menú diario de la madre que entre hipidos de desesperación conserva la remota y absurda esperanza de que todo vuelva a su cauce, de que el niño recién parido pueda ser una personita.
Hasta que un día el pediatra, con barba blanca de rey mago pero que no conoce ninguna mágica curación, le anuncia que el sietemesino tiene el cerebro destrozado.
Nunca será un niño como los demás. Hay que decidir. En este universo angustioso, de cápsula espacial no presurizada, me ha metido con perversa sensibilidad la cineasta británica Sarah Gavron con el filme This Little life, que ya debe de ser una vieja película.
Es una noche sin luna y sin viento frente a una playa abandonada por los turistas.
Cuando menos me lo pensaba el pasado me pasa factura. Desde la terraza que da a un mar apagado por olas marchitas, sin fuerzas, he vuelto a revivir aquello que fue y que está ahí.
París. Comienzo de los años setenta. Noche de ambulancia, motos de escolta y sirenas. Unidad de incubadoras de un hospital de París. El niño empieza a luchar. Unidad de incubadoras de Inglaterra en This little life.Los padres deciden arrojar la toalla y, al mismo tiempo, tirar al bebé por la borda de la muerte. Le dejan morir con la tranquilidad del deber cumplido.
Unidad de incubadoras de París. La criatura resiste. Quince días después está gateando por casa y haciendo la vida imposible a todo bicho viviente.
Más años setenta. O tal vez en otro mundo. Afueras de París. La cámara se detiene delante de un pequeño edificio en el que sonríen flores sin nombre. La cámara se introduce lentamente hacia una habitación inundada de sol. Una mujer está muriendo. Va a morir. Ha muerto.
Otro día. Otra noche cerrada. Una carretera desierta de Francia. Un automóvil verde está estrellado contra una larga pared.
Los gendarmes han instalado el duelo de la catástrofe en un garage vacío. La muchacha ya tenía ataúd y el dedo meñique de la mano derecha roto.
Un día de total desesperación. Años de inacabable congoja. La misma absurda incomprensión que vive la madre de la película "This Little Life".
Porque la desgracia es perversa e incita a la perversión. Porque luchar contra el absurdo de la vida que se nos va de la mano es un duelo al sol sin sentido.
Ese día interminable de tanto horror mudo, habla un directivo de una aseguradora, uno de esos hombres que contabilizan muertos y al lado ponen sumas que corresponden según ellos al duelo:
"Me han dicho que es usted periodista. La señora M. (un nombre destacado en la alta sociedad parisiense de entonces) ha tenido una desgracia parecida a la suya. Se le ha ocurrido escribir un libro y dice que le ha servido de maravillosa terapia". Como si cualquiera pudiese escribir un libro.
Como si un libro hiciera olvidar que la vida ya no está. Como si dejar de llorar fuese el final de un duelo.
Reflexiones que dejan sin respiración, al borde del sofoco asmático, mientras la película británica machaca el hígado de los recuerdos. Me dan ganas de gritarle a la protagonista "No, no lo mates, déjalo vivir, aunque luego te cueste la vida a ti. No seas egoísta. Por favor…".
El niño ya está muerto y desfilan los títulos de crédito. Sigo mirando fijamente a la pantalla.
No, no hay que rendirse. Tenemos la obligación de luchar. Aunque sólo sea por conservar nuestra propia estima.
Please, mujer de la película, sigue tocando el piano de la vida. Es la única canción que puede aliviarte.
Y ese niño sin cerebro, sin piernas o sin nariz un día te sonreirá en tus sueños y tú verás que valía la pena luchar. Y otro día hasta puede que sea finalmente un hombrecito, con sus taras o sin ellas si llega el milagro que todos esperamos por lo menos una vez. Oiga, usted, señora, la de la película, por favor, no deje que le maten a ese niño que tanto ha querido. No deje que se muera porque él no ha pedido asomarse a esta lucha del sinvivir. Ha sido usted quien ha decidido traerlo al mundo. Por lo menos déjelo que juzgue antes de morir. Déjelo que fume el último cigarrillo.
Como un condenado a muerte cualquiera. En su jaula-incubadora le he visto darte una preciosa sonrisa desdentada. Un día le hice caso al tipo de los seguros y escribí un libro. Algunos me han dicho que es "un grito", otros que "es precioso". Otros cuantos me han mirado como se mira la lluvia. Con aburrimiento. A mí me importa un carajo. He conseguido mi objetivo. Poder seguir mirándome en el espejo de todas las mañanas que Dios hace.
Y beberme mi güisqui con Perrier sin hacer pucheros. Ahora, a la niña que se estrelló en aquella carretera le hablo todas las mañanas en una vieja iglesia. Está viva y me sonríe con la más bonita de las sonrisas. No la pude salvar y ella lo sabe. Pero tú, mamá, sí, la de la película, no abandones a tu Luc (hasta le has dado nombre al recién parido…).
No le dejes morir. Pelea. Esa será tu recompensa. Aunque luego ruedes por los suelos borracha de golpes.
Es la vida. Hay que salvarla. Es lo único que nos queda a los que ya no tenemos ni futuro. Salva esa vida y verás que cada mañana, cuando salga el sol, la desesperación la mitigará la esperanza desesperada que todo lo puede.
Quizá un día hasta te sonría. Abre tu ventana. Asómate. Y espera.
A veces, aunque sean pocas veces, la suerte cambia.
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