Colaboración: Mi vuelo sobre un nido de cuco

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"Alguien voló sobre el nido del cuco"
Por Sergio Berrocal     

El termómetro apuntaba 39 grados centígrados a la sombra con toda la chulería de que es capaz un termómetro en lo más profundo del sur de Europa, donde se acaba la tierra y empieza el mar que lleva y trae la miseria.

Ardíamos una vez más. De pronto, miré el termómetro digital y lo sacudí, Debía de estar loco. Teóricamente estábamos derritiéndonos pero yo sentía un frío glacial que me roía los huesos y eché a correr para el dormitorio donde busqué en los armarios las mantas ya guardadas hasta el próximo invierno. Me metí en la cama pero ni por esas. El frío era cada vez peor. Pedí socorro y la gente de la casa contribuyó con más mantas a mi locura. Solo faltaban los hermanos Marx.

Metido entre edredones, protegido por las mantas traté de serenarme. Seguramente sería una tormenta pasajera, una de esas locuras del tiempo en pleno mes de agosto que pasaría. Traté de conservar la mente impoluta, de serenarme y de razonar. Pero el frío arreciaba y no me dejaba ni formular una idea, el hielo las cortaba.

Durante tres horas estuve en mi fuerte contra la ola de frío contemplando por el rabillo del ojo a mis familiares que se asomaban a la habitación con gestos de estupor. Bueno, algunos se llevaban los dedos a las sienes como cuando se quiere significar que alguien está majara.

Empecé a razonar muy malamente porque las estalactitas que se habían instalado en mi cerebro me lo impedían y provocaban interferencias. Si estamos en agosto, si yo no tengo fiebre, como es el caso, ¿cómo carajo puede hacer tanto frío? ¿Me estaré volviendo loco o ya estaré loco? Pero no había oído hablar nunca de locuras que se manifestasen con hielo en las venas. ¿Qué sería aquello? Porque empecé a darme cuenta de que había algo extraño. La situación era tan poco real como las que vivía Kafka, salvo que yo era otra cosa y tampoco tenía ganas de releérmelo. Entonces me pregunté cómo hacían aquellos eruditos de tantos tiempos atrás para leer e ilustrarse lo suficiente sin calefacción. Había un truco, sin duda. La calefacción central debía datar de la época de Napoleón por lo menos, y si no que me expliquen cómo el aterido de amor Emperador tenía el aliento –el mío se helaba y casi se rompía—para escribir a Josefina aquellas cartas tan sensuales y amorosas que hubiesen roto todos los termómetros veraniegos… Ah, ya sé, ahí estaba el truco. Napoleón conseguía mantener una temperatura corporal suficientemente elevada para firmar aquellas soflamas con un ejercicio mental que consistía en negar la existencia del frío.

Entonces empecé a tomarme por Napoleón con la intención de librarme de la helada que me corroía y al cabo de un rato sentí un bochorno alucinante. Empecé a quitarme ropa, mantas… Estaba salvado.

En la transición de mi estado de helado al de normalito para un verano que no había sido nunca del 42, me sentí de pronto en aquel siniestro manicomio junto a Randle McMurphy (Jack Nicholson), que estaba allí condenado por un asalto. Le habían internado para romperlo, quitarle todas aquellas malas ideas de la cabeza y de ello encargaron a la enfermera Ratched, siniestra personaje del cine que en cuanto la vi me cayó muy mal. Ya me habían dicho que cuando “Alguien voló sobre el nido del cuco / Atrapado sin salida / One Flew Over the Cuckoo's Nest” las consecuencias podían ser fatales.

Me metí en un rincón de la estancia, cuyas ventanas estaban aseguradas con barrotes y con mis mantas me construí mi propio nido, lejos de los demás, lejos del mundo. Y lo más cobardemente que pude, y podía mucho más de lo que me imaginaba, traté de que nadie me viese demasiado. Pero la enfermera Ratched intentó atacarme. Me hice el mudo y rápidamente me dejó en paz porque Randle estaba organizando algo que a ella no le hacía la menor gracia.

Ya para entonces Randle era mi héroe, ese hombre que todos hemos querido ser alguna vez pero que nunca hemos tenido la fuerza o la voluntad, o las dos, de intentarlo.

Al día siguiente me habían echado del sanatorio porque Ratched consideraba que con mi cara de imbécil feliz podía ser un mal ejemplo.

Y me encontré sentado delante de un médico a quien le expliqué mis aventuras con las temperaturas (lo del sanatorio me lo callé…) quien acogió mis delirios, como yo los llamé desde el principio, con las temperaturas de lo más impertinente. Lo apuntó con un asco que se le veía en la punta del bolígrafo, que por cierto no era de ninguna marca que valga la pena.

Me dijo que el medicamento que me habían recetado, con Dextrometorfano hidrobromuro era el que se daba cuando había tos.

Cuando hube regresado a casa, un amigo médico me precisó que ese maravilloso antitusivo se utiliza también en psiquiatría. ¿Sería el que le daban a Randie para que se volviese majara y desistiese de resistirse?

En todo caso, estuvo a punto de acabar conmigo y sin que me lo administrara la enfermera Ritched.

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