Colaboración: A sus órdenes, mi coronel
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Por Sergio Berrocal
Aquella mañana hacía cincuenta y seis años que un día tuvo veintiuno y nació su primera hija, una niña preciosa que todavía celebraba de vez en cuando y a la que le unía una tierna amistad. El día amanecía en una oleada de violencia calurosa de un verano que nunca habría podido ser el dulce del 42. Entonces decidió que mandaría fusilar al Coronel, al hombre que le había traído al mundo de malos modos, sin la etiqueta que un militar debería respetar por lo menos.
Y empezó a planear el fusilamiento de aquel individuo orgulloso que había sido su padre y cuyo nombre ya había olvidado y solo llamaba el Coronel cuando no tenía más remedio.
En el amanecer con un lucero del alba siempre en su puesto de observación le invadieron las notas de la orquesta de Glenn Miller, trajeado de militar, cuando James Stewart le interpretaba en “Música y lágrimas / The Glenn Miller Story” (1954) con la deliciosa June Allyson que no era más que una enorme sonrisa de colegiala con falda de paseo.
Era una de las más deliciosas películas que recordaba, sentimental como se merecía un muchacho acostumbrado a encontrar en el cine el consuelo que tanto necesitaba.
Glenn Miller, músico metido a militar en la II Guerra Mundial (1939-1945), que desaparecería en un vuelo que le conducía vestido de uniforme con su orquesta para alegrar la vida a los que seguían en el frente.
Era una tradición muy yanqui. Durante esa guerra espantosa y costosa, pero moderna, eso sí, en que los guapos del mundo bello y marcial iban a dar una lección al facineroso de Adolf Hitler, el nacional-socialista de tres al cuarto que había querido imitar a Charles Chaplin, las estrellas del cine fueron movilizadas por Hollywood, con uniforme y gorra de rigor, para animar a los soldados.
Pero a Hitler no le dejaron imitar al payaso inglés. Le cortaron la película antes de que pudiese terminarla aunque tuvo un final oficial muy sinfónico y wagneriano envenenándose en su siniestro bunker con su amante o esposa, que las mentiras son peores que en el cine, Eva Braun, una sana rubita que había amaestrado al monstruo.
Y así Glenn Miller nos dejó su música para bailar con faldas anchas de las que las muchachas llevaban en los años sesenta (ya saben, el del otro siglo, el XX) y amaban hasta la concepción.
Así fue concebida esa niña, y que me perdone, porque no hubo ninguna intervención divina, solo la madre y el muchachito de veintiún años que estaba tan preparado para ser padre como Hitler para dominar el mundo.
Creyó en aquel momento, ay que joven eras, hijo mío, que el mundo sería, y lo fue más amable, a partir de aquella mañana en una preciosa clínica de París.
Recuerdo que te recuerdo en esta mañana del verano de 2017 dedicó unos pocos pensamientos al señor que también había decidido un día traerlo al mundo con la complicidad de otra señora.
El individuo en cuestión era un coronel del ejército de su Majestad Francisco Franco, que había encontrado manera de hacer su fechoría en una isla de África donde mandaba más que Marlon Brando en “Apocalypse Now”.
Por eso, esta mañana temprano, después de escuchar una vez más a Glenn Miller, pido respetuosamente a los dioses que todavía quedan en algún paraíso perdido y nunca encontrado que decreten la ejecución del Coronel, por haber faltado a todos sus deberes como hombre.
Él siempre tuvo quien le escribiera. Y dejó de escribir con su uniforme de gala y fajín dedicado a no sé qué virgen.
Entonces recuerdo a otros gloriosos militares del cine que ahora me arrullan con sus secuencias. El general della Rovere al que dio más que vida, amor y valentía, un Vittorio de Sicca más genial que nunca y no tengo más remedio que querer bailar con Al Pacino y su uniforme de guerrero ciego en “Perfume de mujer”.
¿A quién no le hubiese gustado poder bailar aquel tango que Pacino, teniente coronel jubilado y ciego, bailó con una deliciosa chiquilla vestida de negro, desde las medias al moño, en aquella sala de aquel hotel de Nueva York?
Empieza a amanecer el día, bonito y bochornoso día para una ejecución. Suspenderemos la del Coronel y que Dios o el Diablo le concedan un último baile como el de Pacino, inolvidable actor que hizo del cine lo que llegó a ser, una fábrica de sueños donde aprovisionarse cuando la realidad falla.
Aquella mañana hacía cincuenta y seis años que un día tuvo veintiuno y nació su primera hija, una niña preciosa que todavía celebraba de vez en cuando y a la que le unía una tierna amistad. El día amanecía en una oleada de violencia calurosa de un verano que nunca habría podido ser el dulce del 42. Entonces decidió que mandaría fusilar al Coronel, al hombre que le había traído al mundo de malos modos, sin la etiqueta que un militar debería respetar por lo menos.
Y empezó a planear el fusilamiento de aquel individuo orgulloso que había sido su padre y cuyo nombre ya había olvidado y solo llamaba el Coronel cuando no tenía más remedio.
En el amanecer con un lucero del alba siempre en su puesto de observación le invadieron las notas de la orquesta de Glenn Miller, trajeado de militar, cuando James Stewart le interpretaba en “Música y lágrimas / The Glenn Miller Story” (1954) con la deliciosa June Allyson que no era más que una enorme sonrisa de colegiala con falda de paseo.
Era una de las más deliciosas películas que recordaba, sentimental como se merecía un muchacho acostumbrado a encontrar en el cine el consuelo que tanto necesitaba.
Glenn Miller, músico metido a militar en la II Guerra Mundial (1939-1945), que desaparecería en un vuelo que le conducía vestido de uniforme con su orquesta para alegrar la vida a los que seguían en el frente.
Era una tradición muy yanqui. Durante esa guerra espantosa y costosa, pero moderna, eso sí, en que los guapos del mundo bello y marcial iban a dar una lección al facineroso de Adolf Hitler, el nacional-socialista de tres al cuarto que había querido imitar a Charles Chaplin, las estrellas del cine fueron movilizadas por Hollywood, con uniforme y gorra de rigor, para animar a los soldados.
Pero a Hitler no le dejaron imitar al payaso inglés. Le cortaron la película antes de que pudiese terminarla aunque tuvo un final oficial muy sinfónico y wagneriano envenenándose en su siniestro bunker con su amante o esposa, que las mentiras son peores que en el cine, Eva Braun, una sana rubita que había amaestrado al monstruo.
Y así Glenn Miller nos dejó su música para bailar con faldas anchas de las que las muchachas llevaban en los años sesenta (ya saben, el del otro siglo, el XX) y amaban hasta la concepción.
Así fue concebida esa niña, y que me perdone, porque no hubo ninguna intervención divina, solo la madre y el muchachito de veintiún años que estaba tan preparado para ser padre como Hitler para dominar el mundo.
Creyó en aquel momento, ay que joven eras, hijo mío, que el mundo sería, y lo fue más amable, a partir de aquella mañana en una preciosa clínica de París.
Recuerdo que te recuerdo en esta mañana del verano de 2017 dedicó unos pocos pensamientos al señor que también había decidido un día traerlo al mundo con la complicidad de otra señora.
El individuo en cuestión era un coronel del ejército de su Majestad Francisco Franco, que había encontrado manera de hacer su fechoría en una isla de África donde mandaba más que Marlon Brando en “Apocalypse Now”.
Por eso, esta mañana temprano, después de escuchar una vez más a Glenn Miller, pido respetuosamente a los dioses que todavía quedan en algún paraíso perdido y nunca encontrado que decreten la ejecución del Coronel, por haber faltado a todos sus deberes como hombre.
Él siempre tuvo quien le escribiera. Y dejó de escribir con su uniforme de gala y fajín dedicado a no sé qué virgen.
Entonces recuerdo a otros gloriosos militares del cine que ahora me arrullan con sus secuencias. El general della Rovere al que dio más que vida, amor y valentía, un Vittorio de Sicca más genial que nunca y no tengo más remedio que querer bailar con Al Pacino y su uniforme de guerrero ciego en “Perfume de mujer”.
¿A quién no le hubiese gustado poder bailar aquel tango que Pacino, teniente coronel jubilado y ciego, bailó con una deliciosa chiquilla vestida de negro, desde las medias al moño, en aquella sala de aquel hotel de Nueva York?
Empieza a amanecer el día, bonito y bochornoso día para una ejecución. Suspenderemos la del Coronel y que Dios o el Diablo le concedan un último baile como el de Pacino, inolvidable actor que hizo del cine lo que llegó a ser, una fábrica de sueños donde aprovisionarse cuando la realidad falla.