Colaboración: Simplemente Periodistas
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Por Sergio Berrocal
Tiempos en los que te llamaran periodista no era un insulto sino un reconocimiento de nobleza, de alguien elegido por los dioses para contar en los periódicos, con la mejor buena fe cosas vistas, oídas y hasta palpadas –la política se quedaba para los políticos—y que la gente leía con avidez, siempre con curiosidad y alguna que otra sonrisa de agradecimiento, aunque a veces fuese en ese trono supremo en el que, dicen los franceses, ni tu Rey podría reemplazarte.
Los vuelos trasatlánticos seguían siendo una aventura. Viajaban de uno al otro lado del Atlántico quienes tenían algo que hacer allí o acá. No se iba porque una agencia de viajes te propusiera por cuatro chavos ir a un país que ni conocías ni te importaba un carajo.
Los periodistas eran nobles a los que estaba dado el privilegio de opinar, comentar e incluso algunos hasta pontificar, pero esos eran los menos y los menos dotados de imaginación.
Eran años cincuenta, sesenta, setenta del siglo pasado. Había que ganárselo. No bastaba con malgastar unos años en una facultad para que te dejaran escribir, porque entonces el señor que te contrataba en un periódico, por modesto que éste fuese, te exigía buena pluma, criterio, gusto, pasión y hasta cierto gracejo. Era la profesión de los elegidos porque estaba mal pagada y se adelantaba mucho más por otros caminos en una sociedad que ya enseñaba sus cuernos y procuraba conducir a la gente a ser picapleitos o simplemente preparados para garrapatear documentos solemnes.
El honor irrefrenable, el orgullo que te chorreaba por todas partes, era cuando después de haber probado tu manera de ser y de hacer, el periódico o la agencia de prensa te daba una credencial donde figuraba tu nombre y tu foto y en la que se acreditaba que representabas a tal medio. Y bajo la firma del director se suplicaba a las autoridades que facilitasen tu labor profesional.
Nos creíamos señores y estábamos orgullosos.
A veces, ¿te acuerdas Any?, la china de la suerte quería que tuvieses que plantarte en Bogotá, ciudad todavía misteriosa, con aquellos chiquillos que vivían a la buena de Dios en las calles, esnifando cola y muriendo como gorrinos en callejones sin nombre y sin salida.
Coincidíamos en el mejor de los hoteles, donde tomábamos güisqui con la esperanza de que tu crónica siempre sería mejor y más rápida que la de ella, aunque la sabías capaz de volver loco de amor al teletipista de recepción, pero sin dar nada, para que su artículo saliese antes que el tuyo. Y el hombre, tal vez por unos dólares pero la mayoría del tiempo por una sonrisa bonita y unas palabras de aliento, enterraba tu maravillosa crónica el tiempo de lanzar al aire hacia París, Londres, La Habana o cualquier otro lugar del mundo, la de la melosa Any.
Éramos periodistas, ¿¡se dan ustedes cuenta!? No llevábamos el carné de prensa en la cinta del sombrero como aquellos míticos reporteros de algunas películas norteamericanas pero lo exhibíamos con el mismo orgullo insolente de un joven D’Artagnan besando la mano de la Reina Anne, por la que iba a jugarse la vida.
Algunas veces, el azar de la información te propulsaba a sitios de belleza insólita como Cartagena de Indias, allá por la Colombia caribeña, y descubrías el poder del agua salada para pudrir las teclas de la máquina de escribir Underwood que te habían facilitado en el hotel.
Y de nuevo Any con su belleza y su sonrisa haciéndole ojitos al teletipista, tan meloso como ella, y que siempre dejaba que tus crónicas se pudriesen mientras mandaba las de ella, que siempre se publicarían antes que las tuyas. Y a sufrir, mon ami, que así era la vida del reportero sin unidad propia de transmisión.
Descubrías la vida sin tener que soportar los agobios de un trasatlántico de doce pisos cargados de turistas sin causa que desembarcaban de pronto en tu hotel chillando y pataleando porque eran unos nefastos analfabetos asustados por la belleza, el lujo y el buen gusto, y te hacían perder el hilo de la maldita crónica que aquella mañana se resistía.
Eran tiempos felices. Éramos periodistas que amaban lo que hacían, por un puñadito de dólares que ni siquiera te daban en dólares salvo cuando viajabas y a veces eran cheques de viaje que el contable tenía más que controlados.
En otros lugares del mundo, donde no había hoteles con parques y ciervos, supongo que amaestrados, porque Bambi al lado era un rebelde insurgente de la comuna de París. En ese mismo momento, cuando las cortinas de seda salvaje de la China misteriosa te refrescaban en tu escandaloso teclear, otros periodistas, más valientes, se jugaban la vida y hasta la perdían por una noticia de una guerra que luego todos olvidaríamos, porque había tantas, por un cacho de información que dos días después estaría colgada en alguna letrina de un país perdido sin papel higiénico que llevarse al final de la vida.
Ellos eran los héroes. Nosotros nos limitábamos a disfrutar de lo que nos había tocado contar en clave infinitamente más ligera y a veces, por qué ocultarlo, divinamente frívola.
Porque ya se sabe, hablar de cine, de estrellas, desnudar el alma de una película, de un actor o de una actriz, forzosamente es ligerito de cascos al lado de la crónica de guerra del compañero que hasta quizá murió en el intento.
Han pasado cincuenta años, reza el cartelito de cine en blanco y negro.
Un terrible titular en la prensa de Bogotá fechado el 17 de octubre de 1986. Guillermo Cano Isaza, director de “El Espectador”, asesinado por sicarios de Pablo Escobar.
Cómo ha corrido el tiempo, Any, tú que ahora estarás observándome en mi pantanal de varadero donde solo resisten a la muerte las moscas de los caballos.
Quizá estés viendo como yo la vida de ese caballero del mal, infame asesino llamado Pablo Escobar que cuenta la televisión gracias a una infinita realización de TV Caracol, “El Patrón del mal”.
Aquel caballero de sesenta y pocos años que revisaba las galeradas con ojo a visor, que tanto amaba a su país, hasta echar abajo la infame villanía de malhechores como Pablo Escobar y todos aquellos innombrables que vivían en el lujo que usted, señor Cano Isaza, nunca tendría, porque era solamente un periodista que veía, oía y contaba. Su bella profesión le costó la vida.
Pero como tú eres más dicharachera, siempre un poco más frívola que un servidor, seguro que has preferido ver otra serie de factura impecable también colombiana, “La Ley del corazón”, una crónica de la Colombia guapa donde un puñado de elegantes y bellísimas abogadas, junto con otros abogados de pelo en el pecho se divierten bailando alrededor de casos judiciales con los que a ratos se te mojan los párpados pero casi siempre te ríes.
Colombia ha cambiado. Los narcos, al menos los bichos como Pablo Escobar, ya no son más que argumentos para películas.
Cuando el 31 de agosto de 1997 Diana de Gales se mató bajo un puente de París, uno de esos lugares construidos para albergar amores no para perder la vida, tú y yo ya estábamos fuera de las rondas reporteriles.
No nos dejaron husmear en los restos del coche, quizá saboteado por Dios sabe qué mafia árabo-norteamericana-andorrana-limeña o hasta quizá con participación de los narcos colombianos. Ya éramos corresponsales en algún país o por lo menos editores jefes en la redacción central.
También se nos escapó eso que dicen fue la muerte-asesina de Marilyn Monroe, en agosto de 1962. Dos bellezas desaparecidas en el mes más calenturiento del año. Desde entonces, todo ha cambiado.
Nosotros también hemos cambiado. Escribimos lo que fuimos, siempre exagerando para mejor, señor juez, que su Señoría sabe cuán necesidad tenemos de alimentar el maldito Ego. Pero contamos casi la verdad, lo juro.
Ya no hay tiempo para el engaño. Aunque a ratos, muchos ratos, te sientas decepcionado, devaluado y no acabas de contar.
La película, tu película, ha terminado y mientras empiezan a encenderse las luces en la sala, en la pantalla desfilan los créditos. Es como esas esquelas escuetas, elegantes y caras que el diario Le Monde publica regularmente en la página más leída de todas sus ediciones.
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