Colaboración: El último Río Bravo
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Es profundamente agradable mientras dura, en general muy poco, o nada, o peor todavía casi nunca, mientras algo o alguien o la vida, la casualidad, o lo que sea, te hace sentir que la existencia de todos los días, de todas las arrugas, no es solamente un callejón sin salida de todas las casualidades que pueden encontrarse, mientras vas dando palos de ciego.
La cosa salta de pronto como si no la esperaras, porque casi nunca se espera uno a algo que no esté en la media de la desgracia de la vida, entre la mediocridad, la volatilidad y el horror.
Marilyn fue más que un nombre de cine clavado en la bóveda del cielo, en el simbolismo de la belleza, de la dulzura aparente, de la miseria de la celebridad cuando se acaba.
Marilyn fue el espejo de todas las bellaquerías que se arrastran por la vida desde el nacimiento a la muerte, ese corto espacio de tiempo en el que te equivocas, tropiezas y vuelves a tropezar, sin acertar una sola vez, aunque te creas lo contrario, porque somos lo suficiente ególatras para creernos genios. Un reflejo en el que todos y todas, damas y caballeros, nos vemos como en este Circo Price que esta noche les ofrece un grandioso espectáculo con el tigre de Bengala jubilado por los ingleses en 1923. A ello agreguen el maremoto del Lago de los Cuatro Fuegos recreado en una palangana en la que Luis XIV se lavaba las manos cuando había cometido una mala acción.
Tenemos también un montón de payasos, procedentes del asilo para enajenados de la gracia, que desde los años veinte no hacen reír a nadie pero de algo tienen que comer,
Mírense en los ojos de nuestra Marilyn resucitada por las artes mágicas del Baron Pumbo y bailen con ella el Vals del Emperador por 32 dólares el minuto en los jardines del Hotel Tarantino, Texas, Estados Unidos.
La última función de cine iba a comenzar (la dernière séance, Madame, Monsieur) y había como un gargajo de angustia en la garganta de los 124 espectadores que sabían que ya no volverían a ver en esa magnífica pantalla, única en París, a las puertas de Barbès, el rostro de John Wayne.
Todos los que tenían los ojos pegados a la pantalla conocían el fin del programa. Mañana a las ocho en punto, como en un duelo de OK Corral, y por mucho que Dean Martin cargase su Winchester automático, la sala sería demolida para convertirse irremediablemente en un parking. En menos tiempo del que tardaba Edith Michel en terminar su estribillo.
"Ser feliz, pensó, y sintió un agudo dolor en sus intestinos que se fue diluyendo en una alocada espiral gracias al whisky, ser feliz creaba problemas y no era el menor de ellos ser capaz de soportar la felicidad".
Así lo decía Richard Ford en su amargo "La última oportunidad", mientras los tanques de la desconstrucción empezaban a arrancar el mármol de la entrada, llevándose casi intactos todos aquellos carteles sobre un río mítico en la cinematografía mundial que primero fue rojo, luego verde y finalmente se convirtió en el Río Bravo que todos hemos querido atravesar alguna vez aunque sabíamos que no podríamos porque no éramos héroes de Hollywood y solo ellos eran capaces de hacerlo.
En este siglo XXI estrepitosamente catastrófico ya no hay manera de transformar un sapo en príncipe aunque sea destronado y embalsamado tras haber sido fusilado en una revolución de un octubre húmedo y cualquiera. No hay esperanza, y no te rías forastero, que tú lo sabes mejor que nadie porque ya no hay tambores lejanos con Cary Cooper que ahora sí que estará en algún cielo perdido.
En este siglo XXI catastróficamente estrepitoso no queda esperanza ni para la mejor película que todavía pudiese filmar el viejo Clint Eastwood. Esperar es desesperarse y todo es falso. No se crean que los infantiles y maravillosos héroes de la literatura infantil norteamericana van a acudir en su ayuda. Miren Irán, Afganistán, Siria, ruinas y pasodoble torero.
No es culpa de nadie si Cenicienta ya no pierde un zapatito de cristal y ni siquiera su virginidad porque nunca la tuvo.
No es culpa de nadie si la gente prefiere la playa a la revolución. Es un signo de los tiempos que vivimos.
Todos hemos soñado con una vida mejor para los nuestros y hasta para los vecinos pero nadie se lo cree a estas alturas.
Es mejor pegarse a la televisión, ver las debilidades mentales de diferentes estudios, de diferentes voluntades y no pensar que cuando acabe la emisión, al día siguiente, o quizá al otro, el sol saldrá por el Oeste y habrá una revolución. El sol seguirá saliendo por el Este y nadie lo impedirá. Porque ya ni los creyentes creen que un dios bienhechor vendrá a salvarlos. Es el fin de las ilusiones, de todas, de absolutamente todas las ilusiones.
Y si quiere seguir teniéndolas, aleluya, que Quién Sea le bendiga.
Buenas noches, mi amor, era aquel verano del 62. ¿Te acuerdas?
No conseguiremos vadear el Río Bravo. Eso es cosa de cine.
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Es profundamente agradable mientras dura, en general muy poco, o nada, o peor todavía casi nunca, mientras algo o alguien o la vida, la casualidad, o lo que sea, te hace sentir que la existencia de todos los días, de todas las arrugas, no es solamente un callejón sin salida de todas las casualidades que pueden encontrarse, mientras vas dando palos de ciego.
La cosa salta de pronto como si no la esperaras, porque casi nunca se espera uno a algo que no esté en la media de la desgracia de la vida, entre la mediocridad, la volatilidad y el horror.
Marilyn fue más que un nombre de cine clavado en la bóveda del cielo, en el simbolismo de la belleza, de la dulzura aparente, de la miseria de la celebridad cuando se acaba.
Marilyn fue el espejo de todas las bellaquerías que se arrastran por la vida desde el nacimiento a la muerte, ese corto espacio de tiempo en el que te equivocas, tropiezas y vuelves a tropezar, sin acertar una sola vez, aunque te creas lo contrario, porque somos lo suficiente ególatras para creernos genios. Un reflejo en el que todos y todas, damas y caballeros, nos vemos como en este Circo Price que esta noche les ofrece un grandioso espectáculo con el tigre de Bengala jubilado por los ingleses en 1923. A ello agreguen el maremoto del Lago de los Cuatro Fuegos recreado en una palangana en la que Luis XIV se lavaba las manos cuando había cometido una mala acción.
Tenemos también un montón de payasos, procedentes del asilo para enajenados de la gracia, que desde los años veinte no hacen reír a nadie pero de algo tienen que comer,
Mírense en los ojos de nuestra Marilyn resucitada por las artes mágicas del Baron Pumbo y bailen con ella el Vals del Emperador por 32 dólares el minuto en los jardines del Hotel Tarantino, Texas, Estados Unidos.
La última función de cine iba a comenzar (la dernière séance, Madame, Monsieur) y había como un gargajo de angustia en la garganta de los 124 espectadores que sabían que ya no volverían a ver en esa magnífica pantalla, única en París, a las puertas de Barbès, el rostro de John Wayne.
Todos los que tenían los ojos pegados a la pantalla conocían el fin del programa. Mañana a las ocho en punto, como en un duelo de OK Corral, y por mucho que Dean Martin cargase su Winchester automático, la sala sería demolida para convertirse irremediablemente en un parking. En menos tiempo del que tardaba Edith Michel en terminar su estribillo.
"Ser feliz, pensó, y sintió un agudo dolor en sus intestinos que se fue diluyendo en una alocada espiral gracias al whisky, ser feliz creaba problemas y no era el menor de ellos ser capaz de soportar la felicidad".
Así lo decía Richard Ford en su amargo "La última oportunidad", mientras los tanques de la desconstrucción empezaban a arrancar el mármol de la entrada, llevándose casi intactos todos aquellos carteles sobre un río mítico en la cinematografía mundial que primero fue rojo, luego verde y finalmente se convirtió en el Río Bravo que todos hemos querido atravesar alguna vez aunque sabíamos que no podríamos porque no éramos héroes de Hollywood y solo ellos eran capaces de hacerlo.
En este siglo XXI estrepitosamente catastrófico ya no hay manera de transformar un sapo en príncipe aunque sea destronado y embalsamado tras haber sido fusilado en una revolución de un octubre húmedo y cualquiera. No hay esperanza, y no te rías forastero, que tú lo sabes mejor que nadie porque ya no hay tambores lejanos con Cary Cooper que ahora sí que estará en algún cielo perdido.
En este siglo XXI catastróficamente estrepitoso no queda esperanza ni para la mejor película que todavía pudiese filmar el viejo Clint Eastwood. Esperar es desesperarse y todo es falso. No se crean que los infantiles y maravillosos héroes de la literatura infantil norteamericana van a acudir en su ayuda. Miren Irán, Afganistán, Siria, ruinas y pasodoble torero.
No es culpa de nadie si Cenicienta ya no pierde un zapatito de cristal y ni siquiera su virginidad porque nunca la tuvo.
No es culpa de nadie si la gente prefiere la playa a la revolución. Es un signo de los tiempos que vivimos.
Todos hemos soñado con una vida mejor para los nuestros y hasta para los vecinos pero nadie se lo cree a estas alturas.
Es mejor pegarse a la televisión, ver las debilidades mentales de diferentes estudios, de diferentes voluntades y no pensar que cuando acabe la emisión, al día siguiente, o quizá al otro, el sol saldrá por el Oeste y habrá una revolución. El sol seguirá saliendo por el Este y nadie lo impedirá. Porque ya ni los creyentes creen que un dios bienhechor vendrá a salvarlos. Es el fin de las ilusiones, de todas, de absolutamente todas las ilusiones.
Y si quiere seguir teniéndolas, aleluya, que Quién Sea le bendiga.
Buenas noches, mi amor, era aquel verano del 62. ¿Te acuerdas?
No conseguiremos vadear el Río Bravo. Eso es cosa de cine.
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