Colaboración: Ortigas y rosas
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Por Sergio Berrocal
Todo ocurrió por la gracia de un dios desconocido que inspiró a una serie de tipos que querían hacer un cine diferente, romper moldes, como en cualquier movimiento anarquista que nunca llegó a buen puerto. Surgió Jean-Paul Belmondo, el cara rota, François Truffaut con su pinta de señorito de la mejor sociedad parisiense, Jean Luc Godard, como si saliera de un gulag que hubiesen inventado los suizos, reyes de un chocolate caro.
Y en medio de ese mundo que hubiesen podido marchar al son de un himno de "Cassons, cassons!" (¡Rompamos, rompamos!), surgieron deliciosas muchachas como Jean Seberg, una norteamericana perdida en París, Brigitte Bardot, inventada por aquel director de origen ruso, Roger Vadim, con cara de oficial ruso blanco perdido en un taxi de París después del triunfo de los bolcheviques. Y se construyó un nuevo cine, una nueva forma de vivir.
Nueva forma también de encarar la vida, que hasta ese momento había sido bastante amable en las planicies de los Campos Elíseos, las estrecheces de las callejuelas de Montmartre y hasta en las afueras, donde en los sesenta ya había florecido una vida propia.
Entonces no nos preguntábamos si éramos hijos de un destino predeterminado o si podíamos refugiarnos en el libre albedrío, es decir que podíamos elegir nuestro camino en la vida.
Tardamos mucho en leer "Vida de Jesús", libro con el que escritor francés Ernest Renan se convertía en biógrafo del personaje más importante que ha existido jamás, Jesús de Nazaret, el crucificado. Entonces vimos que él, el hijo de un dios, o de un Dios para los más creyentes, terminaba clavado ignominiosamente en una cruz, como los ladrones que los romanos de la Palestina conquistada por ellos solían ajusticiar.
Jesucristo, según el catolicismo, murió en la cruz para salvar a la humanidad. Extraño porque en los últimos estertores le reclamaba al Padre: "Padre, padre, ¿por qué me has abandonado?". No, Jesús tenía trazada su existencia que no fue más allá de los 33 años. Como cualquiera de nosotros. Fue el ser más excepcional jamás conocido pero no pudo salvarse. Nadie puede salvarse.
Decenas de películas han intentado acercarse a la figura de Jesucristo. Ninguna lo ha conseguido más allá de una aproximación física siguiendo lo que contaba Renan.
No podemos escapar al destino. Imaginen que Jesús lo hubiese conseguido. Que no hubiese sido crucificado. El signo del mundo habría cambiado radicalmente. La cruz que lo mató no se hubiese convertido jamás en el símbolo de la religión más pujante del mundo.
Pensar es morir un poco. Pensamos porque no tenemos más remedio.
Contra ese destino que nos lleva donde él quiere, adonde le han mandado que nos lleve, no hay más lucha que el pataleo inútil o dejarse mecer y esperar. Quizá hemos conseguido una escalera de color y no un juego maldito que hay que arrojar con las cartas boca abajo.
Ella, la señora, la dueña del palacio, recogía cuidadosamente el semen desperdigado entre sus muslos por el amante Ulises y lo dejaba en evidencia en la fuente donde también iría a lavarse la ardiente, jovencísima, casi una niña y morena mora amante después de haber retozado en una sinfonía de felicidad y alegría con el mismo Ulises. Y entonces vería que compartían sus favores. A ninguna de las dos las embarazó. Y cuando los dioses le llamaron, ellas quedaron solas y entonces comprendieron que tenían que juntarse para el trecho final. Era el destino.
Entendieron que siempre hay días de mucho vino empalagoso y rosas más rojas que la pasión. Pero luego, implacablemente, o antes o después, vienen los días de vinagre y ortigas. Es una regla a la que nadie escapa. A la que ni siquiera escapó el poderoso y atormentado Ulises.
"Quinn pensó que cuando alguien vive pensando sólo en el presente, como le ocurría a él, se libera del pasado, pero no del futuro, y sus ansiedades eran todavía mayores… Demasiado futuro, demasiada ansiedad. En el presente sabía perfectamente cómo se desarrollaría todo cada momento…".
Lo escribía Richard Ford en "La última oportunidad", un relato con sabor a película negra de cuando el cine en blanco y negro servía para temas sociales y el technicolor se reservada para películas de romanos y amores jodidos con Marlon Brando.
La morena mora a la que Ulises distinguió se atravesó en los caminos de Quinn, que eran impenetrables y profundos como la soledad de 400 páginas a caballo de una aventura, un verano de algún año de los noventa. Estaba más bella que nunca, Ni le miró. Le despreció. Había permanecido fiel a la leyenda del navegante de los mil mares jamás recorridos porque en cada isla había una mujer que había oído hablar de él y le pedía que la enamorara.
Para Ulises, el fiel entre los infieles, fueron días de vino empalagoso y de rosas olorosas de tallo largo.
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Todo ocurrió por la gracia de un dios desconocido que inspiró a una serie de tipos que querían hacer un cine diferente, romper moldes, como en cualquier movimiento anarquista que nunca llegó a buen puerto. Surgió Jean-Paul Belmondo, el cara rota, François Truffaut con su pinta de señorito de la mejor sociedad parisiense, Jean Luc Godard, como si saliera de un gulag que hubiesen inventado los suizos, reyes de un chocolate caro.
Y en medio de ese mundo que hubiesen podido marchar al son de un himno de "Cassons, cassons!" (¡Rompamos, rompamos!), surgieron deliciosas muchachas como Jean Seberg, una norteamericana perdida en París, Brigitte Bardot, inventada por aquel director de origen ruso, Roger Vadim, con cara de oficial ruso blanco perdido en un taxi de París después del triunfo de los bolcheviques. Y se construyó un nuevo cine, una nueva forma de vivir.
Nueva forma también de encarar la vida, que hasta ese momento había sido bastante amable en las planicies de los Campos Elíseos, las estrecheces de las callejuelas de Montmartre y hasta en las afueras, donde en los sesenta ya había florecido una vida propia.
Entonces no nos preguntábamos si éramos hijos de un destino predeterminado o si podíamos refugiarnos en el libre albedrío, es decir que podíamos elegir nuestro camino en la vida.
Tardamos mucho en leer "Vida de Jesús", libro con el que escritor francés Ernest Renan se convertía en biógrafo del personaje más importante que ha existido jamás, Jesús de Nazaret, el crucificado. Entonces vimos que él, el hijo de un dios, o de un Dios para los más creyentes, terminaba clavado ignominiosamente en una cruz, como los ladrones que los romanos de la Palestina conquistada por ellos solían ajusticiar.
Jesucristo, según el catolicismo, murió en la cruz para salvar a la humanidad. Extraño porque en los últimos estertores le reclamaba al Padre: "Padre, padre, ¿por qué me has abandonado?". No, Jesús tenía trazada su existencia que no fue más allá de los 33 años. Como cualquiera de nosotros. Fue el ser más excepcional jamás conocido pero no pudo salvarse. Nadie puede salvarse.
Decenas de películas han intentado acercarse a la figura de Jesucristo. Ninguna lo ha conseguido más allá de una aproximación física siguiendo lo que contaba Renan.
No podemos escapar al destino. Imaginen que Jesús lo hubiese conseguido. Que no hubiese sido crucificado. El signo del mundo habría cambiado radicalmente. La cruz que lo mató no se hubiese convertido jamás en el símbolo de la religión más pujante del mundo.
Pensar es morir un poco. Pensamos porque no tenemos más remedio.
Contra ese destino que nos lleva donde él quiere, adonde le han mandado que nos lleve, no hay más lucha que el pataleo inútil o dejarse mecer y esperar. Quizá hemos conseguido una escalera de color y no un juego maldito que hay que arrojar con las cartas boca abajo.
Ella, la señora, la dueña del palacio, recogía cuidadosamente el semen desperdigado entre sus muslos por el amante Ulises y lo dejaba en evidencia en la fuente donde también iría a lavarse la ardiente, jovencísima, casi una niña y morena mora amante después de haber retozado en una sinfonía de felicidad y alegría con el mismo Ulises. Y entonces vería que compartían sus favores. A ninguna de las dos las embarazó. Y cuando los dioses le llamaron, ellas quedaron solas y entonces comprendieron que tenían que juntarse para el trecho final. Era el destino.
Entendieron que siempre hay días de mucho vino empalagoso y rosas más rojas que la pasión. Pero luego, implacablemente, o antes o después, vienen los días de vinagre y ortigas. Es una regla a la que nadie escapa. A la que ni siquiera escapó el poderoso y atormentado Ulises.
"Quinn pensó que cuando alguien vive pensando sólo en el presente, como le ocurría a él, se libera del pasado, pero no del futuro, y sus ansiedades eran todavía mayores… Demasiado futuro, demasiada ansiedad. En el presente sabía perfectamente cómo se desarrollaría todo cada momento…".
Lo escribía Richard Ford en "La última oportunidad", un relato con sabor a película negra de cuando el cine en blanco y negro servía para temas sociales y el technicolor se reservada para películas de romanos y amores jodidos con Marlon Brando.
La morena mora a la que Ulises distinguió se atravesó en los caminos de Quinn, que eran impenetrables y profundos como la soledad de 400 páginas a caballo de una aventura, un verano de algún año de los noventa. Estaba más bella que nunca, Ni le miró. Le despreció. Había permanecido fiel a la leyenda del navegante de los mil mares jamás recorridos porque en cada isla había una mujer que había oído hablar de él y le pedía que la enamorara.
Para Ulises, el fiel entre los infieles, fueron días de vino empalagoso y de rosas olorosas de tallo largo.
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