Colaboración: La canción que nunca cantó Proust

por © NOTICINE.com
Sylvie Vartan leyendo a Proust
Por Sergio Berrocal     

La imbecilidad tenía los ojos apagados de Marcel Proust en una preciosa edición de la Pleiade, no va más de la edición francesa, a la que solo tienen derecho autores consagrados. Vargas Llosa estará pronto en ese mausoleo de la inmortalidad. La foto es escandalosa aunque no llegue a borrar las de las monstruosidades que se cometen en Siria, orquestadas por el sonriente Assad, el amo de ese inmenso Guantánamo en el que ha convertido a su país.

En la foto de Proust aparece una muchacha que me enamoró cuando yo tenía dieciocho años como enamoró a millones de hijos de vecinas. Acababa de llegar de Bulgaria, emigrante vamos, y ayudada por Johnny Hallyday, ídolo del rock francés de los cincuenta, ella también conoció la fama.

Era bonita, rubita, aunque sus ojos eran duros como los de una estatua a Stajánov, el héroe del trabajo soviético que los rusos inmortalizaron para ejemplo de los vagos que apenas trabajaban en las minas de sal catorce horas diarias, incluyendo domingos y días de guardar.

Qué bonita eras Sylvie Vartan, Y nos cantabas aquellas canciones que compusieron para ti con las que todos bailábamos en los guateques de París, con alfombras de Irán, eran los buenos tiempos, y ron con Coca Cola, el cubalibre de todos.

Era allá por los sesenta o setenta.

Sylvie se decía "la plus belle pour aller danser" (La más guapa para ir a bailar)  o se soltaba el pelo con "Comme un garçon" (Como un muchacho).  Y todos la amábamos.

Entonces cuando en la foto de 1972 tomada en los Angeles, California la ví con el tomo de La Pléiade y nada menos que a solas con Proust y su fotógrafo, la perdoné, Como todos hemos perdonado que Marilyn supiese leer y leyese libros. Y, después de todo, un cantante y su guitarra, norteamericanos los dos, recibieron hace poco el Nobel de Literatura.

Lo malo, lo peor, chiquilla mía, capullito de alelí, aunque tú no sepas lo que te digo, es que el libro era de Proust. Ese Proust que a todos nos costó mucho descifrar, infinitamente comprender cuando ya sabíamos leer y escribir de seguido. Y tú, recién llegada de tu Bulgaria nos querías decir que leías Proust cuando te aburrías.

Quizá ahora, a estas alturas de las mil guerras que consumen al mundo, hayas leído o por lo menos intentado leer a Proust.

Salté del Mediterráneo al Sena y luego al Caribe y pasando por las islas canadienses en las que nunca pesqué. Y es que uno no era pescador, sino un puñetero vividor decente.

Esta mañana no llueve pero tengo ganas de llorar.

Cuando ya ni los recitadores de las Mil y las doscientas noches en versión technicolor son capaces de ayudarte a conciliar el olvido, cuando ya ni el cine te alivia las dolamas que tanto se parecen a infartos, cuando ni los Hermanos Meliés con las girls de su Salida de la fábrica son capaces de alegrarte un cachito de noche con sábanas blancas rebujadas en las noticias espantosas o indiferentes que van desgranando las radios que no duermen y se creen permitido parecerse al asno de Pepe Grillo, cuando ya no te queda más que pensar en la atrocidad de Siria, pactada, modulada y cocida por todas las potencias que en el mundo nos gobiernan.

Cuando ya parpadea el amanecer de invierno con la desesperanza de las siete de la mañana, cuando ni rezar te consuela.

Que cante Domenico Modugno, Frank Sinatra y sus respectivas descendencias. La noche está demasiado cascada de tragedia como para ayudar.

Llueve en la ciudad de los viejos, donde hay más cochecitos de discapacitados leves –a veces los compran por comodidad, me dice un vendedor—y donde nadie se acuerda de Alepo aunque no estamos probablemente lejos. Frente al África profunda miramos cada vez que nos levantamos para atrevernos con otro puñetero día que traerá la misma carga pesada de atrocidades en Siria, en África o en Estambul. Nos hemos acostumbrado a que los malos, los nuevos bárbaros nos pisoteen y los civilizados que gobiernan y que tan bien custodiados están dispuestos a construir una mezquita más, para que los bárbaros puedan ir a que les den bendiciones.

Entonces te acuerdas de aquella chica yeyé que fue Sylvie Vartan y tarareas con el recuerdo aquellas canciones que llegaban al alma, daban la vuelta y aterrizaban en la cintura de la chiquilla con la que bailabas agarrado, más agarrado a la ilusión que a las caderas jóvenes que se ella te ofrecía con la entrega de la inocencia, debajo de una falda de popelina,

Casi nunca llegaba la hora de apartarse, de dejar de besarse. O se ibas con ella, muy calladito, hacia otro lugar donde todos y todas sabían que empezaba el cachito de paraíso que en aquellos años 1960 nos reservaba la noche, aunque en la calle el agua tamborileara y te salpicara las ventanas que ya no te servían para nada. A veces, ella vestía de seda salvaje, burbujeantes como un Moet Chandon bien descorchado.

Y surgía la canción del momento del tocadiscos. Y se bailaba. Se volvía a bailar. Y amabas. Y hasta te amaban.

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