Colaboración: Las cigüeñas socialistas ya no vuelan
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Por Sergio Berrocal
Eran tiempos de creer en cualquier cosa, lo pedía el ambiente. Quien no tenía una guerra a cuestas, las mundiales, que sonaban como a olimpiadas, Vietnam, antes Indochina, no parecía ser nadie. Aunque el mundo anduviese haciendo equilibrios de circo pobre donde no hay más remedio que jugarse el tipo si quieres que la gente venga al espectáculo. Ni buenos payasos, ni caballos sabios, estaban muy de moda en las mejores carnicerías de París. No había ni elefantes caducados.
El circo funcionaba únicamente por obra y gracia del valor de los trapecistas. Como el mundo, salido de todas las guerras, convaleciente de todos los dolores que temía que los norcoreanos o los chinos mandasen callar al mundo.
Años sesenta. Poco antes, una desgarbada caballería de barbudos había bajado desde unas sierras de Cuba y el dictador de turno se había largado a los Estados Unidos y el nuevo líder, que fumaba habanos como si fuese un hombre anuncio, estaba en todas las revistas, y hasta en los boletines parroquiales, donde decían que era un hombre religioso y que la Teología de la Liberación no era tan mala como decían los rebeldes al verbo de María. Bueno, eso vino después, pero pega bien.
Los expertos, casi todos franceses, que para eso los nativos del río Sena saben un rato, auguraban que sería la última revolución cristiana y señorial del siglo. Hasta la esposa del presidente de la República francesa, revolucionaria de los salones de París donde antes habían reinado las criaturas de Balzac, Flaubert e incluso de Alejandro Dumas, se enternecía.
El enemigo del norte siempre estaba dispuesto a dar batalla. Todos le odiaban por su arrogancia y ahora los barbudos, a los que primero habían bendecido con todos los medios impresos, radiados y hasta televisivos, se habían convertido en sus enemigos por obra y desgracia de los soviéticos, siempre con ganas de meterle mano a aquellos Estados Unidos que ponían firme a todo el mundo, con la mano en el corazón y un cante jondo en los labios.
Callaban los chinos pese a aquella profecía francesa de que el día que despertasen el mundo iba a tener que correr o que inclinarse. Mao pensaba en otras cosas, en matar a su gente primero de hambre y luego con el arma más letal de todas, la humillación.
Amanecía 1964. En La Habana el gobierno revolucionario empezaba a hacerse respetar, demasiado lejos. Como demasiado lejos estaba Pekin y sin embargo en París fuimos millones los que una mañana amanecimos abrazados al pequeño libro rojo de Mao Tse Tung, una especie de misal con burda portada de plástico, rojo por supuesto. Una engañifa para matar intelectuales en China y que los incautos de Occidente aplaudieran.
Todos teníamos nuestro librito rojo, pese a que Charles de Gaulle, el incorruptible, el único políticos serio de Europa, vigilaba atentamente desde sus casi dos metros, con kepi, de estatura.
Éramos estúpidamente felices. Y el 13 de enero de ese mismo año 1964, Fidel Castro aparecía por sorpresa en Moscú.
Aprendimos a amar el cine porque los museos todavía nos parecía cosa de mayores y ni siquiera en el Louvre vivía Virginia Mayo, aunque quizá fuese aquella dama sin brazos y toda de blanco mármol vestida que te sonreía pícaramente. Y aunque ya teníamos más de veinte años nos negábamos a ser mayores desgraciados.
La dama del Louvre se parecía a Verónica Lake pero Van Gogh no lo sabía, por eso no iba al cine.
En las actualidades cinematográficas salían los barbudos de Cuba, casi siempre sonrientes. Había algunos, sobre todo un argentino con cara de bailaor de tangos, que no paraba de fumar habanos y que era requeteguapo. Parecía un actor de cine. El jefe, un tal Fidel, parecía más serio, probablemente porque era él el que se había metido en aquel embolado de hacer una revolución socialista a las barbas de los Estados Unidos, donde la extrema izquierda eran los demócratas, guapos, ricos y de excelentes familias. Nada que ver con los verde olivos de Cuba.
Tardarían algún tiempo, pero al final lo conseguirían, en imponerse a nuestros héroes naturales, que lideraba el camarada John Wayne.
Han pasado miles de años desde aquellos años sesenta. Navegamos en las aguas turbulentas y sanguinolentas del 2017, año que nadie recordará por nada bonito. Los Estados Unidos tienen nuevo presidente, Donald Trump, que no pasa nunca desapercibido. La Unión Europea da tumbos entre el quiero y no puedo y al Este ya no hay Unión soviética aunque queden comunistas. Eso sí, allí manda un señor Vladimir Putin que perteneció a la organización que más terror causaba en Occidente, el KGB, policía política menos caritativa que la CIA norteamericana, o al menos eso es lo que dicen.
Ya no pasan heroicas cigüeñas por los cielos de Rusia como las de "Cuando pasan las cigüeñas / Letyat zhuravli", primer film soviético premiado en Cannes, las muchachas lindas y vírgenes tampoco las saludan con una sonrisa. Ya no quedan cigüeñas socialistas y los desfiles del primero de mayo en Moscú, donde Gilbert Becaud no encontró nunca el Café Pushkine (Pushkin) y su Nathalie probablemente emigró al Oeste, están desangelados. Cambian los tiempos por el aburrimiento.
Ya no quedan casi países donde aquellas cigüeñas socialistas puedan surcar cielos seguras de que abajo, en tierra, muchachas sanas y valientes, con sonrisa de vencedoras de la verdad puedan verlas pasar.
Nunca he oído –el cine no lo ha reseñado, y por lo tanto no ha existido— que en China viesen pasar a las cigüeñas como símbolo de paz, ni tan poco en Corea del Norte, pero como andan con la balística agitada quizá los animalitos tengan miedo. Tal vez alguna cigüeña curse los cielos de Vietnam, aunque allí sean más de papaya. ¿Y en Cuba?
No recuerdo haber visto en La Habana cigüeñas debidamente aseadas y suficientemente cinematográficas volar por encima de alguna manifestación. Ni siquiera cuando estuvo allí Don Barack Obama.
Si perdemos las cigüeñas, ¿qué nos quedará del socialismo puro y duro aunque solo sea para el cine?
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Eran tiempos de creer en cualquier cosa, lo pedía el ambiente. Quien no tenía una guerra a cuestas, las mundiales, que sonaban como a olimpiadas, Vietnam, antes Indochina, no parecía ser nadie. Aunque el mundo anduviese haciendo equilibrios de circo pobre donde no hay más remedio que jugarse el tipo si quieres que la gente venga al espectáculo. Ni buenos payasos, ni caballos sabios, estaban muy de moda en las mejores carnicerías de París. No había ni elefantes caducados.
El circo funcionaba únicamente por obra y gracia del valor de los trapecistas. Como el mundo, salido de todas las guerras, convaleciente de todos los dolores que temía que los norcoreanos o los chinos mandasen callar al mundo.
Años sesenta. Poco antes, una desgarbada caballería de barbudos había bajado desde unas sierras de Cuba y el dictador de turno se había largado a los Estados Unidos y el nuevo líder, que fumaba habanos como si fuese un hombre anuncio, estaba en todas las revistas, y hasta en los boletines parroquiales, donde decían que era un hombre religioso y que la Teología de la Liberación no era tan mala como decían los rebeldes al verbo de María. Bueno, eso vino después, pero pega bien.
Los expertos, casi todos franceses, que para eso los nativos del río Sena saben un rato, auguraban que sería la última revolución cristiana y señorial del siglo. Hasta la esposa del presidente de la República francesa, revolucionaria de los salones de París donde antes habían reinado las criaturas de Balzac, Flaubert e incluso de Alejandro Dumas, se enternecía.
El enemigo del norte siempre estaba dispuesto a dar batalla. Todos le odiaban por su arrogancia y ahora los barbudos, a los que primero habían bendecido con todos los medios impresos, radiados y hasta televisivos, se habían convertido en sus enemigos por obra y desgracia de los soviéticos, siempre con ganas de meterle mano a aquellos Estados Unidos que ponían firme a todo el mundo, con la mano en el corazón y un cante jondo en los labios.
Callaban los chinos pese a aquella profecía francesa de que el día que despertasen el mundo iba a tener que correr o que inclinarse. Mao pensaba en otras cosas, en matar a su gente primero de hambre y luego con el arma más letal de todas, la humillación.
Amanecía 1964. En La Habana el gobierno revolucionario empezaba a hacerse respetar, demasiado lejos. Como demasiado lejos estaba Pekin y sin embargo en París fuimos millones los que una mañana amanecimos abrazados al pequeño libro rojo de Mao Tse Tung, una especie de misal con burda portada de plástico, rojo por supuesto. Una engañifa para matar intelectuales en China y que los incautos de Occidente aplaudieran.
Todos teníamos nuestro librito rojo, pese a que Charles de Gaulle, el incorruptible, el único políticos serio de Europa, vigilaba atentamente desde sus casi dos metros, con kepi, de estatura.
Éramos estúpidamente felices. Y el 13 de enero de ese mismo año 1964, Fidel Castro aparecía por sorpresa en Moscú.
Aprendimos a amar el cine porque los museos todavía nos parecía cosa de mayores y ni siquiera en el Louvre vivía Virginia Mayo, aunque quizá fuese aquella dama sin brazos y toda de blanco mármol vestida que te sonreía pícaramente. Y aunque ya teníamos más de veinte años nos negábamos a ser mayores desgraciados.
La dama del Louvre se parecía a Verónica Lake pero Van Gogh no lo sabía, por eso no iba al cine.
En las actualidades cinematográficas salían los barbudos de Cuba, casi siempre sonrientes. Había algunos, sobre todo un argentino con cara de bailaor de tangos, que no paraba de fumar habanos y que era requeteguapo. Parecía un actor de cine. El jefe, un tal Fidel, parecía más serio, probablemente porque era él el que se había metido en aquel embolado de hacer una revolución socialista a las barbas de los Estados Unidos, donde la extrema izquierda eran los demócratas, guapos, ricos y de excelentes familias. Nada que ver con los verde olivos de Cuba.
Tardarían algún tiempo, pero al final lo conseguirían, en imponerse a nuestros héroes naturales, que lideraba el camarada John Wayne.
Han pasado miles de años desde aquellos años sesenta. Navegamos en las aguas turbulentas y sanguinolentas del 2017, año que nadie recordará por nada bonito. Los Estados Unidos tienen nuevo presidente, Donald Trump, que no pasa nunca desapercibido. La Unión Europea da tumbos entre el quiero y no puedo y al Este ya no hay Unión soviética aunque queden comunistas. Eso sí, allí manda un señor Vladimir Putin que perteneció a la organización que más terror causaba en Occidente, el KGB, policía política menos caritativa que la CIA norteamericana, o al menos eso es lo que dicen.
Ya no pasan heroicas cigüeñas por los cielos de Rusia como las de "Cuando pasan las cigüeñas / Letyat zhuravli", primer film soviético premiado en Cannes, las muchachas lindas y vírgenes tampoco las saludan con una sonrisa. Ya no quedan cigüeñas socialistas y los desfiles del primero de mayo en Moscú, donde Gilbert Becaud no encontró nunca el Café Pushkine (Pushkin) y su Nathalie probablemente emigró al Oeste, están desangelados. Cambian los tiempos por el aburrimiento.
Ya no quedan casi países donde aquellas cigüeñas socialistas puedan surcar cielos seguras de que abajo, en tierra, muchachas sanas y valientes, con sonrisa de vencedoras de la verdad puedan verlas pasar.
Nunca he oído –el cine no lo ha reseñado, y por lo tanto no ha existido— que en China viesen pasar a las cigüeñas como símbolo de paz, ni tan poco en Corea del Norte, pero como andan con la balística agitada quizá los animalitos tengan miedo. Tal vez alguna cigüeña curse los cielos de Vietnam, aunque allí sean más de papaya. ¿Y en Cuba?
No recuerdo haber visto en La Habana cigüeñas debidamente aseadas y suficientemente cinematográficas volar por encima de alguna manifestación. Ni siquiera cuando estuvo allí Don Barack Obama.
Si perdemos las cigüeñas, ¿qué nos quedará del socialismo puro y duro aunque solo sea para el cine?
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