Colaboración: El valle verde de Charles Bukowski
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Por Sergio Berrocal
Qué verde pudo ser su último valle, sin pelirroja Maureen O’Hara que le afeara la penúltima borrachera, si Charles Bukowski hubiera conocido mi Andalucía, reserva sureña española de la luz más impresionista, perfecta para un despertar de dolce vita. Los dos nos habríamos encaramados, como simios mareados, en esos tremebundos taburetes de bar; que nunca se sabe si son muy altos o uno demasiado bajo. Dilema. Y tan lejos de Dios.
Una vez que has conseguido dejarte caer en asientos talla 36 a condición de ser anoréxico, el reborde de mullido plástico negro del mostrador huele a delicioso guante de enfermera emperrada en comprobar el estado de tus amígdalas posteriores. El farmacéutico, bueno el tabernero, te ofrece zumos de plantas que alivian el resfriado del alma y, dependiendo del pulso del mancebo, puedes llegar a creer que la vida es bella. Y hasta confundir a tu vecino de barra con Walter Pidgeon sonrisa de Hollywood en ristre, que vaya usted a saber lo que habrá sido de ella.
Mi vecino, que ha oído mi pensamiento, porque los bebedores suelen tener oreja acerada de tísico pasado de rosca, como los que dejaba morir el Dr Thomas Mann, me silba a lo Sergio Leone entre sus desiguales dientes caninos, heredados de su abuelo paterno, que en paz descanse, que él preferiría la compañía de Maureen O’Hara.
En lugar de haberse ido en 1994, a los 73 años de edad, en un sitio llamado San Pedro, afuera de Los Ángeles de Estados Unidos, que a mí me da que es soberanamente aburrido, Bukowski podría haber pasado ahora alguna tarde conmigo en este bar, aunque sea muy cierto que “terminamos nuestra vida en la soledad y en la locura”. Símbolo del realismo sucio, dicen los ilustrados, como si la realidad y el realismo, ni siquiera con el neorrealismo, hubiesen sido alguna vez limpios y agradables, escribió libros como Cartero, relato alucinante sobre la condición de un repartidor de cartas en Estados Unidos, tan pavorosa como la del repartidor de telegramas contada por Henry Miller a lo largo de varios libros que constituyen la apoteosis literario del realismo pornográfico.
Charles Bukowski fue también y sobre todo escritor de sexo de armas tomar con novelas míticas llamadas Women o La máquina de follar, un clásico del género.
Mi bar se encuentra en la última frontera de Europa antes de llegar a África y allí echan anclas, como Frank Sinatra en Un día en Nueva York, primos lejanos de Bukowski, extranjeros de países del centro y del norte perdido de Europa que acuden a las más profundas de las playas europeas, en busca del sol generoso que no escatima la luminosidad. Una luz que habría curado la locura del norteño Van Gogh. El alcohol es el más barato de Europa, lo que se agradece en momentos de crisis económica mundial y atrae las buenas voluntades. En mi bar de Cola light – el güisqui con cine exige el recogimiento de la intimidad de alcoba, donde un beso sabe a fresones de Almería arrancados por manos de mocita guapa del Este de Europa –, la parte izquierda del mostrador se hunde de pronto, como una puesta de sol en el trópico, en una penumbra parpadeante de película negra con Edward G. Robinson fumando un inmenso puro largo y recién llegado del rodaje de un filme bíblico con túnica y todo, y allí surge una cocina chiquitita de la que sale la mejor tortilla de patata de toda la Costa del Sol. Es un auténtico caviar de la huerta, desconocido en el resto del universo.
Entre una copa de ginebra y un pincho de tortilla, Bukowski me habría repetido cosas como ésta que sale de Women, sencillamente porque la gente que escribe recurre siempre a las mismas monsergas: “Cuando yo era joven, siempre estaba deprimido. Pero a esa edad, el suicidio me parecía absurdo. No había mucho que matar. Por mucho que dijeran, era agradable ser viejo. Me parecía normal que un hombre tuviese que esperar hasta tener por lo menos cincuenta años antes de escribir algo que mereciera la pena”.
Otro día, después de haberle llevado a la iglesia que se encuentra casi frente al bar, le presentaría al noruego que suele empezar sus días-noches con una botella de vino blanco, aunque nada tenga que ver con el exquisito Chardonnay con el que yo me enjuago la boca en días de paz y sosiego, y para cuando se pone el sol ya ha liquidado una botella de vodka. Es uno de los muchos representantes de una generación perdida en un mundo de globalización turística demencial. Ninguna relación con la generación
perdida de Don Ernesto Hemingway, que en lugar de vodka alimentaba los gusanillos de su angustia mañanera con café con leche de un bistró con estufa de leña en la calle Mouffetard de París. Y en momentos gloriosos con champaña del Ritz. No le faltaba más que los diamantes y un canapé para parecerse a Audrey Hepburn con boquilla interminablemente elegante.
Aquí en la Costa del Sol estamos tan perdidos que no tenemos ni generación. Tanto que llevo una temporada larga alternando el Johnny Walker con cine, el descafeinado con leche de las mañanas de trabajo en la playa y la Cola Light en botella de 20 cl. Me lo ha recomendado un amigo médico que cree que lo sabe todo. Insiste en que estas dosis pueden ser mortales. Pero nunca se acuerda que va a morirse. Seguro que al terrible Bukowski le habría encantado conocer a la virginal Marianela, una chiquilla que con 16 años de belleza descrita como fealdad graciosa o disimulada (¿le habría servido la pierna hueca de Frida Kahlo?) estaba enamorada de un ciego que resultó ser infinitamente más cruel que el que encarnaba Vittorio Gassman y luego Al Pacino en Perfume de mujer. Marianela la pobre de solemnidad era la inseparable e indispensable acompañante del pudiente ciego maldito, probablemente señorito mezcla de Gassman y Pacino, que la amó mientras fue ciego de no ver ni para reírse y un confundido benefactor de la humanidad tuvo la sinrazón ocurrente de devolverle la vista en una operación mágica. Entonces se le acabó el enamoramiento a lo Gary Cooper de Por quién doblas las campanas y el malvado invidente, que así hubiese debido continuar, de enamoró de una guapa prima, lo primero que vio cuando salió de las tinieblas que tan ganadas se tenía.
Y la niña Marianela murió de un infarto fulminante de amor. Así lo cuenta Don Benito Pérez Galdós, pedazo de escritor español cuya obra tal vez conocía Bukowski, al que tampoco le habría aburrido acompañarme a una ermita que el amor de una madre hizo construir en un rincón del Paseo Marítimo de Fuengirola. Reza allí: Esta capilla se fundó en el año 1978 por Doña Dolores… La Virgen de Fátima está rodeada de horrendas flores de plástico. El local vecino inmediato de la ermita fue durante años un restaurante de ricos pollos asados donde unas cuantas noches me sirvió ensalada de alubias un cubano, ingeniero aeronáutico de la ex Unión Soviética. Habríamos podido rezar por uno de los más grandes de la ilusión del cine, Richard Widmark, cuya terrorífica sonrisa me parecía la más bella, como la que está estampada en un cuadro de San Francisco jugando con pajarillos debajo de un árbol primitivo que compré una mañana de invierno en Brasilia que, como Andalucía, tiene un color especial.
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Qué verde pudo ser su último valle, sin pelirroja Maureen O’Hara que le afeara la penúltima borrachera, si Charles Bukowski hubiera conocido mi Andalucía, reserva sureña española de la luz más impresionista, perfecta para un despertar de dolce vita. Los dos nos habríamos encaramados, como simios mareados, en esos tremebundos taburetes de bar; que nunca se sabe si son muy altos o uno demasiado bajo. Dilema. Y tan lejos de Dios.
Una vez que has conseguido dejarte caer en asientos talla 36 a condición de ser anoréxico, el reborde de mullido plástico negro del mostrador huele a delicioso guante de enfermera emperrada en comprobar el estado de tus amígdalas posteriores. El farmacéutico, bueno el tabernero, te ofrece zumos de plantas que alivian el resfriado del alma y, dependiendo del pulso del mancebo, puedes llegar a creer que la vida es bella. Y hasta confundir a tu vecino de barra con Walter Pidgeon sonrisa de Hollywood en ristre, que vaya usted a saber lo que habrá sido de ella.
Mi vecino, que ha oído mi pensamiento, porque los bebedores suelen tener oreja acerada de tísico pasado de rosca, como los que dejaba morir el Dr Thomas Mann, me silba a lo Sergio Leone entre sus desiguales dientes caninos, heredados de su abuelo paterno, que en paz descanse, que él preferiría la compañía de Maureen O’Hara.
En lugar de haberse ido en 1994, a los 73 años de edad, en un sitio llamado San Pedro, afuera de Los Ángeles de Estados Unidos, que a mí me da que es soberanamente aburrido, Bukowski podría haber pasado ahora alguna tarde conmigo en este bar, aunque sea muy cierto que “terminamos nuestra vida en la soledad y en la locura”. Símbolo del realismo sucio, dicen los ilustrados, como si la realidad y el realismo, ni siquiera con el neorrealismo, hubiesen sido alguna vez limpios y agradables, escribió libros como Cartero, relato alucinante sobre la condición de un repartidor de cartas en Estados Unidos, tan pavorosa como la del repartidor de telegramas contada por Henry Miller a lo largo de varios libros que constituyen la apoteosis literario del realismo pornográfico.
Charles Bukowski fue también y sobre todo escritor de sexo de armas tomar con novelas míticas llamadas Women o La máquina de follar, un clásico del género.
Mi bar se encuentra en la última frontera de Europa antes de llegar a África y allí echan anclas, como Frank Sinatra en Un día en Nueva York, primos lejanos de Bukowski, extranjeros de países del centro y del norte perdido de Europa que acuden a las más profundas de las playas europeas, en busca del sol generoso que no escatima la luminosidad. Una luz que habría curado la locura del norteño Van Gogh. El alcohol es el más barato de Europa, lo que se agradece en momentos de crisis económica mundial y atrae las buenas voluntades. En mi bar de Cola light – el güisqui con cine exige el recogimiento de la intimidad de alcoba, donde un beso sabe a fresones de Almería arrancados por manos de mocita guapa del Este de Europa –, la parte izquierda del mostrador se hunde de pronto, como una puesta de sol en el trópico, en una penumbra parpadeante de película negra con Edward G. Robinson fumando un inmenso puro largo y recién llegado del rodaje de un filme bíblico con túnica y todo, y allí surge una cocina chiquitita de la que sale la mejor tortilla de patata de toda la Costa del Sol. Es un auténtico caviar de la huerta, desconocido en el resto del universo.
Entre una copa de ginebra y un pincho de tortilla, Bukowski me habría repetido cosas como ésta que sale de Women, sencillamente porque la gente que escribe recurre siempre a las mismas monsergas: “Cuando yo era joven, siempre estaba deprimido. Pero a esa edad, el suicidio me parecía absurdo. No había mucho que matar. Por mucho que dijeran, era agradable ser viejo. Me parecía normal que un hombre tuviese que esperar hasta tener por lo menos cincuenta años antes de escribir algo que mereciera la pena”.
Otro día, después de haberle llevado a la iglesia que se encuentra casi frente al bar, le presentaría al noruego que suele empezar sus días-noches con una botella de vino blanco, aunque nada tenga que ver con el exquisito Chardonnay con el que yo me enjuago la boca en días de paz y sosiego, y para cuando se pone el sol ya ha liquidado una botella de vodka. Es uno de los muchos representantes de una generación perdida en un mundo de globalización turística demencial. Ninguna relación con la generación
perdida de Don Ernesto Hemingway, que en lugar de vodka alimentaba los gusanillos de su angustia mañanera con café con leche de un bistró con estufa de leña en la calle Mouffetard de París. Y en momentos gloriosos con champaña del Ritz. No le faltaba más que los diamantes y un canapé para parecerse a Audrey Hepburn con boquilla interminablemente elegante.
Aquí en la Costa del Sol estamos tan perdidos que no tenemos ni generación. Tanto que llevo una temporada larga alternando el Johnny Walker con cine, el descafeinado con leche de las mañanas de trabajo en la playa y la Cola Light en botella de 20 cl. Me lo ha recomendado un amigo médico que cree que lo sabe todo. Insiste en que estas dosis pueden ser mortales. Pero nunca se acuerda que va a morirse. Seguro que al terrible Bukowski le habría encantado conocer a la virginal Marianela, una chiquilla que con 16 años de belleza descrita como fealdad graciosa o disimulada (¿le habría servido la pierna hueca de Frida Kahlo?) estaba enamorada de un ciego que resultó ser infinitamente más cruel que el que encarnaba Vittorio Gassman y luego Al Pacino en Perfume de mujer. Marianela la pobre de solemnidad era la inseparable e indispensable acompañante del pudiente ciego maldito, probablemente señorito mezcla de Gassman y Pacino, que la amó mientras fue ciego de no ver ni para reírse y un confundido benefactor de la humanidad tuvo la sinrazón ocurrente de devolverle la vista en una operación mágica. Entonces se le acabó el enamoramiento a lo Gary Cooper de Por quién doblas las campanas y el malvado invidente, que así hubiese debido continuar, de enamoró de una guapa prima, lo primero que vio cuando salió de las tinieblas que tan ganadas se tenía.
Y la niña Marianela murió de un infarto fulminante de amor. Así lo cuenta Don Benito Pérez Galdós, pedazo de escritor español cuya obra tal vez conocía Bukowski, al que tampoco le habría aburrido acompañarme a una ermita que el amor de una madre hizo construir en un rincón del Paseo Marítimo de Fuengirola. Reza allí: Esta capilla se fundó en el año 1978 por Doña Dolores… La Virgen de Fátima está rodeada de horrendas flores de plástico. El local vecino inmediato de la ermita fue durante años un restaurante de ricos pollos asados donde unas cuantas noches me sirvió ensalada de alubias un cubano, ingeniero aeronáutico de la ex Unión Soviética. Habríamos podido rezar por uno de los más grandes de la ilusión del cine, Richard Widmark, cuya terrorífica sonrisa me parecía la más bella, como la que está estampada en un cuadro de San Francisco jugando con pajarillos debajo de un árbol primitivo que compré una mañana de invierno en Brasilia que, como Andalucía, tiene un color especial.
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