Colaboración: Los miedos de Hemingway
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Por Sergio Berrocal
Me da susto, pánico, pensar que voy a dejar de escribir, aunque sea el más inútil de los esfuerzos, que no sirve nada más que para dar coba a la vanidad que todos llevamos dentro, a veces escondida y magnificada como los argentinos, que hasta la han apellidado Ego (¿cómo se escribirá eso en rioplatense, ellos que no conocen la ortografía?).
Pero, ¿si pierdes también la vanidad, qué te queda para no sufrir más de la cuenta?
Escribir mantiene vivo, da arrestos para seguir adelante aunque no te guste completamente tu vida, pero no sabes qué otra cosa podría remplazarla. Se me acaba la ilusión y. si no hay ilusión, ¿qué diablos me va a incitar a levantarme todos los días, asearme, salir a la calle, compartir café con gente que tampoco parece lindamente de acuerdo con la vida?
Sé que el edificio empezó a derrumbarse hace muchos años, precisamente cuando aprendí a escribir por la fuerza, para sacarme del alma quejidos que me rompían por mucho que me acordase de aquel poema maravilloso de Federico García Lorca, pobrecito mío que pese a sus aficiones personales escribió con una convicción prestada el delirio amoroso más precioso, aquel en el que cuenta cómo se llevó al río a una mujer casada, creyendo que era mocita…
Con la escritura y el cine yo me inventé una vida que no era la mía pero que era la mejor que me convenía, y que hice mía a fuerza de creérmelo. El cine me ayudó muchísimo. Todavía hoy, cuando el oftalmólogo me asegura que padezco la particularidad del “ojo seco”, se me saltan las lágrimas viendo, y solo intuyendo, un plano de una película con lluvia, con una musiquilla o una gran música y una muchacha que corre detrás de un autobús. Y si es en blanco y negro, ni te cuento, camarada Puchkin. ¡Cuántos autobuses perdidos desde que me trajeron al mundo!
Me han admirado algunas mujeres pero muy pocas me han amado, porque adivinan rápidamente la fragilidad de quien escribe lo que a ellas les gusta tanto. Saben, no necesitan para ello la escritura, que cuando alguien escribe con tanta intensidad, con tanta pasión, en busca de la aprobación o de lo contrario, pero siempre en procura de una sonrisa, de una palabra, es porque la necesidad achucha.
Dependo cada vez más de la escritura para seguir adelante y, sin embargo, se me hace muy cuesta arriba escribir sin parar hasta aturdirme, hasta emborracharme con mis propias historias, seguir escribiendo porque se me acaba el fuelle. Y no quisiera que ello ocurriese, por nada del mundo.
Esta angustia no la tendría probablemente si fuese bombero o ejerciera cualquier oficio o profesión donde te juegas la vida y puedes perderla. Nadie se ha matado escribiendo, ni siquiera Alejandro Dumas cuando tenía que escribir como un esclavo de los corsarios tunecinos, procurando estirar las líneas para que la paga fuese mejor. Grandioso personaje. Varios de sus manuscritos, Los tres mosqueteros, El Conde de Montecristo, los disfruté en un modesto museo cerca de París, un pueblo donde él vivió sus años mozos. Él también era bastardo, o medio bastardo, como yo, y sin embargo construyó una de las obras literarias más fabulosas de todos los tiempos. Cómo me han ayudado a lo largo de mis tiempos esos mosqueteros que creían que la lealtad era el único valor que merecía la pena y que pusieron sus espadas a las órdenes de lo bello, del amor, de la fidelidad, de la lealtad. Bueno, hay un pequeño fallo en mi razonamiento. Creyeron hasta que un día se tropezaron con Milady, que había estado casada con uno de ellos, al que traicionó de la forma más vil. Pero su maldad no paró ahí. Milady envenenó en una muerte peor quizá que la de Madame Bovary, porque la mujer del médico de Flaubert no amaba, a Madame de Bonacieux, el amor del puro D’Artagnan, que la conoció y amó hasta la locura del desamor en un París donde los caballos tocaban la sinfonía de sus cascos en piedras marcadas por la eternidad de todos los jorobados del mundo. La bella Milady, que también gozó en su lecho a D’Artagnan, pero confundiéndolo con otro. La bella a la que finalmente los mosqueteros juzgaron y condenaron a muerte por decapitación. Y Milady tuvo que separarse de lo más bello que tenía, su cabeza rubia llena de maldades.
Desde luego que todos los héroes tienen sus fallos. Yo también, sin ser ni siquiera Ulises, el emigrante de todos los tiempos, he tenido los míos y sigo sin arrepentirme ni enmendarme.
Creo que me hubiese gustado vivir en un harem como eunuco de todas las bellezas de Oriente. Porque pese a que ellas se me resisten tanto, yo las amo. Amo la belleza, la gracia que en general desprende una mujer aun cuando no quiere. Enamoran sin enamorarse. Aman absurdamente, equivocándose casi siempre pero en el fondo no tienen mayor amor que un hijo, que cualquiera puede darle, hasta el jorobado de Notre Dame. Qué más da.
Llegados a la decapitación de Milady de Winter, D’Artagnan el puro debería de haberse suicidado en toda lógica. Prueba de que Dumas le dejó vivir con la pena de su amor perdido es que no es fácil disponer de la vida.
Imagino a un Ernest Hemingway que no hubiese tenido a mano un excelente fúsil de caza, debidamente cargado, con sus municiones que tumbaban a un oso, cuando decidió ir a saludar a los fantasmas del más allá. ¿Qué habría hecho? ¿Se habría ahorcado? ¿Con qué cuerda? ¿Tenía la cuerda adecuada para su magnicidio? Entonces concluyo que probablemente hubiese renunciado a sus propósitos y tal vez se hubiese resignado a seguir escribiendo, que es lo único que sabía hacer. Porque el resto de su vida despedía más bien un tufillo de esos perdedores que él describió y trató en sus novelas con tanta desenvoltura. Padre suicidado, matrimonios más o menos descarrilados, hijos, hijo…
Pese a toda su celebridad, a toda su fortuna, Hemingway era un hombre de carne y hueso.
Y tal vez fuera cuando ya temió que la escritura le huyera cuando decidió marcharse como uno de sus personajes. Como un puñetero loser, un perdedor del montón.
Que te incineren y tus seres más queridos no sabiendo qué hacer con las cenizas las tiren al retrete y un traidor de película accione el agua que limpia todas las vanidades intestinales. El mejor de los finales. Quizá ese fuera también el miedo de Hemingway, el miedo de todos los humanos, ricos o podres, célebres o anónimos.
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Me da susto, pánico, pensar que voy a dejar de escribir, aunque sea el más inútil de los esfuerzos, que no sirve nada más que para dar coba a la vanidad que todos llevamos dentro, a veces escondida y magnificada como los argentinos, que hasta la han apellidado Ego (¿cómo se escribirá eso en rioplatense, ellos que no conocen la ortografía?).
Pero, ¿si pierdes también la vanidad, qué te queda para no sufrir más de la cuenta?
Escribir mantiene vivo, da arrestos para seguir adelante aunque no te guste completamente tu vida, pero no sabes qué otra cosa podría remplazarla. Se me acaba la ilusión y. si no hay ilusión, ¿qué diablos me va a incitar a levantarme todos los días, asearme, salir a la calle, compartir café con gente que tampoco parece lindamente de acuerdo con la vida?
Sé que el edificio empezó a derrumbarse hace muchos años, precisamente cuando aprendí a escribir por la fuerza, para sacarme del alma quejidos que me rompían por mucho que me acordase de aquel poema maravilloso de Federico García Lorca, pobrecito mío que pese a sus aficiones personales escribió con una convicción prestada el delirio amoroso más precioso, aquel en el que cuenta cómo se llevó al río a una mujer casada, creyendo que era mocita…
Con la escritura y el cine yo me inventé una vida que no era la mía pero que era la mejor que me convenía, y que hice mía a fuerza de creérmelo. El cine me ayudó muchísimo. Todavía hoy, cuando el oftalmólogo me asegura que padezco la particularidad del “ojo seco”, se me saltan las lágrimas viendo, y solo intuyendo, un plano de una película con lluvia, con una musiquilla o una gran música y una muchacha que corre detrás de un autobús. Y si es en blanco y negro, ni te cuento, camarada Puchkin. ¡Cuántos autobuses perdidos desde que me trajeron al mundo!
Me han admirado algunas mujeres pero muy pocas me han amado, porque adivinan rápidamente la fragilidad de quien escribe lo que a ellas les gusta tanto. Saben, no necesitan para ello la escritura, que cuando alguien escribe con tanta intensidad, con tanta pasión, en busca de la aprobación o de lo contrario, pero siempre en procura de una sonrisa, de una palabra, es porque la necesidad achucha.
Dependo cada vez más de la escritura para seguir adelante y, sin embargo, se me hace muy cuesta arriba escribir sin parar hasta aturdirme, hasta emborracharme con mis propias historias, seguir escribiendo porque se me acaba el fuelle. Y no quisiera que ello ocurriese, por nada del mundo.
Esta angustia no la tendría probablemente si fuese bombero o ejerciera cualquier oficio o profesión donde te juegas la vida y puedes perderla. Nadie se ha matado escribiendo, ni siquiera Alejandro Dumas cuando tenía que escribir como un esclavo de los corsarios tunecinos, procurando estirar las líneas para que la paga fuese mejor. Grandioso personaje. Varios de sus manuscritos, Los tres mosqueteros, El Conde de Montecristo, los disfruté en un modesto museo cerca de París, un pueblo donde él vivió sus años mozos. Él también era bastardo, o medio bastardo, como yo, y sin embargo construyó una de las obras literarias más fabulosas de todos los tiempos. Cómo me han ayudado a lo largo de mis tiempos esos mosqueteros que creían que la lealtad era el único valor que merecía la pena y que pusieron sus espadas a las órdenes de lo bello, del amor, de la fidelidad, de la lealtad. Bueno, hay un pequeño fallo en mi razonamiento. Creyeron hasta que un día se tropezaron con Milady, que había estado casada con uno de ellos, al que traicionó de la forma más vil. Pero su maldad no paró ahí. Milady envenenó en una muerte peor quizá que la de Madame Bovary, porque la mujer del médico de Flaubert no amaba, a Madame de Bonacieux, el amor del puro D’Artagnan, que la conoció y amó hasta la locura del desamor en un París donde los caballos tocaban la sinfonía de sus cascos en piedras marcadas por la eternidad de todos los jorobados del mundo. La bella Milady, que también gozó en su lecho a D’Artagnan, pero confundiéndolo con otro. La bella a la que finalmente los mosqueteros juzgaron y condenaron a muerte por decapitación. Y Milady tuvo que separarse de lo más bello que tenía, su cabeza rubia llena de maldades.
Desde luego que todos los héroes tienen sus fallos. Yo también, sin ser ni siquiera Ulises, el emigrante de todos los tiempos, he tenido los míos y sigo sin arrepentirme ni enmendarme.
Creo que me hubiese gustado vivir en un harem como eunuco de todas las bellezas de Oriente. Porque pese a que ellas se me resisten tanto, yo las amo. Amo la belleza, la gracia que en general desprende una mujer aun cuando no quiere. Enamoran sin enamorarse. Aman absurdamente, equivocándose casi siempre pero en el fondo no tienen mayor amor que un hijo, que cualquiera puede darle, hasta el jorobado de Notre Dame. Qué más da.
Llegados a la decapitación de Milady de Winter, D’Artagnan el puro debería de haberse suicidado en toda lógica. Prueba de que Dumas le dejó vivir con la pena de su amor perdido es que no es fácil disponer de la vida.
Imagino a un Ernest Hemingway que no hubiese tenido a mano un excelente fúsil de caza, debidamente cargado, con sus municiones que tumbaban a un oso, cuando decidió ir a saludar a los fantasmas del más allá. ¿Qué habría hecho? ¿Se habría ahorcado? ¿Con qué cuerda? ¿Tenía la cuerda adecuada para su magnicidio? Entonces concluyo que probablemente hubiese renunciado a sus propósitos y tal vez se hubiese resignado a seguir escribiendo, que es lo único que sabía hacer. Porque el resto de su vida despedía más bien un tufillo de esos perdedores que él describió y trató en sus novelas con tanta desenvoltura. Padre suicidado, matrimonios más o menos descarrilados, hijos, hijo…
Pese a toda su celebridad, a toda su fortuna, Hemingway era un hombre de carne y hueso.
Y tal vez fuera cuando ya temió que la escritura le huyera cuando decidió marcharse como uno de sus personajes. Como un puñetero loser, un perdedor del montón.
Que te incineren y tus seres más queridos no sabiendo qué hacer con las cenizas las tiren al retrete y un traidor de película accione el agua que limpia todas las vanidades intestinales. El mejor de los finales. Quizá ese fuera también el miedo de Hemingway, el miedo de todos los humanos, ricos o podres, célebres o anónimos.
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