Colaboración: El burrito de Bukowski

por © NOTICINE.com
Charles Bukowski
Por Sergio Berrocal     

Andy Warhol estaba solo, el otro genio de al lado también y todos los que pensaron alguna vez en sus vidas se quedaron como la lotería, esa que nunca te toca a ti. Y luego Charles Bukowski, que nada tenía que ver con Charles Dickens, el defensor de los pobres, del jolgorio de los papeles de Pickwick, casi el mejor escritor del mundo, pero nadie lo lee, porque lo ven en la tele o en alguna película coja.

Bukowski había pasado su vida con una sola preocupación: amar a la mujer. Por eso amaba, quería, hacía el amor, a toda la que se presentaba en su puerta de California.  No era selectivo porque, pensó una tarde de borrachera, podría asimilarse a ser xenófobo. Dicen que necesitaba sexo como otros Coca Cola. No lo creo. Necesitaba el amor que le llegaba vía unas bragas verdes deshechas en los dos primeros segundos de la entrevista. Las mujeres, no se crean, lo amaban a la locura, porque sabían que les aseguraba el placer que nadie les daba. Y ningún compromiso después de.

Bukowski era un distribuidor de amor sexual, paso primero, indispensable y definitivo, para el amor de Corín Tellado o de Gabriel García Márquez. Todo lo demás es literatura.

¿Pero quién se acuerda de Bukowski y hasta de García Márquez? Nadie. Porque ya no circula como antaño aquel indispensable Readers Digest, revista norteamericana probablemente dirigida, como casi todo en nuestro mundo civilizado, por algún apéndice del Departamento de Estado norteamericano. Era una revista que podías meterte en el bolsillo, para eso estaba estudiada, que hablaba de todo y de nada y que te daba por unos pocos centavos la impresión de que sabías leer. Te lo contaba todo y el norteamericano de bandera en la puerta, de corazón fiel, convencido siempre de ayudar siempre y nunca más al mundo, se lo tragaba. Luego se lo tragaron millones de europeos en su versión en distintas lenguas autóctonas.

Tiempo ha, dos misioneros de una religión norteamericana llegados a este fin de Europa que colinda con África teniendo como pasillo el estrecho de Gibraltar, donde dicen que estaba la Atlántida de Platón, el país maravilloso, donde no había guerras sólo peace and love.

Con sus camisitas blancas de manga corta le acorralaron como en cualquier western de Alan Ladd . Entonces, uno de ellos le propone un libro, su biblia, porque todo el mundo tiene derecho a tener su propia biblia y nadie lo sabe.

Estaba entre la pared y dos encantadores efebos convencidos de su misión, por esos los he llamado misioneros, que le hablaron en un español fluido, probablemente aprendido en una universidad cara de los USA, donde su líder había convencido al mundo de que después de todo, y después de los africanos, árabes y otros individuos, la poligamia, masculina claro, era una preciosidad.

Uno de ellos, el que mejor ortodoncia tenía, le habló largo y tendido y harto de tratar de convencerle le tendió un libro con un ruego:

-Léalo, por favor. Seguro que se convierte…

Entonces, él sacó su sonrisa más filibustera, copiada de Jonny Dep en “Los piratas”, aquella en la que el pirata venido a menos enamora y hace el amor con la hija virgen del gobernador, probablemente también mormón sin saberlo, y le contestó:

--Les agradezco mucho sus intenciones pero tengo un problema.

--El libro es gratis, cantó con esperanza el más guapo.

--Ya, pero el problema es que yo no sé leer.

Se quedaron pasmados y huyeron por la calle que llevaba el nombre de un torero al que un toro mató de una cornada traicionera en pleno corazón, así como suena.

Cuando se vio abandonado, sin disfrute futuro de poligamia –luego se enteraría que el apóstol de aquella causa ya la había abolido—pronunció la frase más corta de su vida y a la que los jesuitas no le habían acostumbrado:

--¡Puta vida!

No servía para ser mormón y después de haber decidido que la Iglesia Católica no le convenía tampoco y haber seguido sus relaciones con Jesús por libre, volvió a repetir:

-¡Puta vida! Y se desmayó.

Uno de los misioneros le hizo el boca a boca. Se casaron y fueron felices, pero que muy felices pero sin hijos a los que aterrorizar, ya que él, el rubio, no quería oír más que de adoptar un camboyano descendiente de cuando los jemeres rojos implantaron el horror en Camboya.

Se pusieron finalmente de acuerdo y adoptaron un burrito, el más inteligente de la manada encontrada en una finca de Huelva, sur de España, que no tardó en liarse con una vaca suiza recién llegada de vacaciones de Helvetia, otrora llamada Suiza.

Fueron felices hasta el empacho y hasta acabó de aprender norteamericano de Connecticut.

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