Colaboración: Marlon Brando, ubres de Normandía
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Por Sergio Berrocal
La bocanada de humo de habano fresquito le entró por el pasillo que conducía directamente a los sentidos, donde las naranjas amargas caían de los árboles como una lluvia de maná. Se fijó en la muchacha que estaba pidiendo un gin tonic sin tónica. Los labios le comían la cara roja de carmín que contrastaba con el negro azabache de un pelo desordenadamente ordenado.
Pensó, o por lo menos quiso pensar, en el cuento que estaba escribiendo desde hacía seis años y un día y tantas noches que ya no las contaba. Los personajes que quería encorsetar entre palabras se resistían y de tanto insistir llegaron a conocerse y a apreciarse. Pero el maldito cuento no salía y lo había prometido a un loco que quería editarlo con otros que había almacenado durante noches largas, cuando el negro del alma reluce como un sol y cuando te sientes tan bien porque ya han acabado las amenazas de la luz del día y pronto volverá a amanecer.
“Cuando no puedas con tu alma, asómate a la ventana. Ya verás que la luz no se desespera y que vuelve a salir, a la misma hora”, le había aconsejado una amiga cubana que nunca le quiso más que como compañero pese a que él llevaba años admirando sus espirituales y burlones ojos negros que daban para fundar una religión.
Pronto llegaría otra vez el día y, quién sabe, tal vez aquel fuese su día, el día --pero llevaba esperándolo tanto tiempo--, en que todos los deseos se realizan y la puñetera vida te sonríe por fin.
Los árboles que dan al mar esperan la primavera con desesperación. Saben los muy tunos que hasta entonces no volverá la jacarandá, esa flor que enamora y desespera, porque un día se va, sin explicaciones, sin fecha de retorno.
Entretanto bailas un tango de aquellos que dicen bailaban los chulos, apaches les llamaban en el París de lo más canallesco, sin Custer al horizonte, con variante musical, en algunos locales populares, que yo no sé, que nunca estuve, oiga, que soy decente, que mi novia nunca, lo juro por Dios. Juras entonces, en medio de la borrachera de agua bendita del Mar negro de los barrios bajos, que pese a los políticos Argentina es el único país donde todavía se puede gozar, tal vez no vivir, porque vivir es toda una filosofía que ni el Buda divino cuya encarnación me sonreía en Brasilia, Brasil para los menos enterados, era capaz de alcanzar.
Un tango que nunca bailó Marlon Brando con Maria Schneider porque el norteamericano tenía una pasión por la mantequilla untuosa de Normandía y probablemente un ratito también por la hija de aquella desesperada actriz que fue Maria Montez, la belleza desperdiciada en un baño demasiado caliente con aquel tango a puerta cerrada en un piso de París.
Se llega al nirvana, vean Taxi Driver y otras películas de Martin Scorsese o de su primo hermano que está a la diestra de Jesús, porque dios no existe, porque no sería tan malo, compañeros de virutas de vida, de ángeles perdidos en el infierno de la no vida.
El camión del hielo espera a que le saquen las entrañas heladas para un güisqui por compasión o sencillamente para una naranjada infantil. Hace calor, llueve, el Trópico manda y tú te mueres de pena y miseria por una hembra que te sitúa en séptimo lugar de su lista de preferencias, después de tres machos certificados Guinnes y un amor de juventud abortado.
Todos ellos se creían exquisitos porque eran mortalmente aburridos.
Te acurrucas bajo las mantas y escuchas una radio lituana. Es un alivio no entender nada. Las malas noticias no pueden llegarte.
Después de haber desaparecido durante meses, los gorriones ya cantan y se cagan en las butacas de la terraza. La primavera está a la vuelta de la esquina.
Mujeres que se quejan de no poder llevar vestidos que insinúen sus encantos en las calles de algunos barrios de Francia. Los islamistas están muy activos y las propias mujeres insultan a las atrevidas para que se oculten en pantalones o en túnicas sin formas. Y no hay que decir nada porque te consideran como un racista, apunta el semanario L’Express.
Ahora sigue el baile en la popular Porte de la Chapelle, a cargo de inmigrantes que por lo visto no tienen nada mejor que hacer que acosar a las muchachas.
Pobre cine que tiene que echar mano de los siniestros legos aquellos de construcción para infantes. La película se titula “The Lego Batman Movie” y parece que es un exitazo de tomo y lomo. Nosotros preferíamos los Mecanos.
Desvarías, te pierdes por los vericuetos más absurdos porque hay mucho de desesperación cuando se renuncia a un sueño. Y yo he pecado, Señor, de incauto, creyendo que el amor es universal y no reservado a unos cuantos con medios de tenerlo.
Compensas leyendo, cualquier cosa, como este libro titulado “Operación Dulce” de Ian McEwan, algo así como cuatrocientas páginas innecesarias. Un relato no debería tener más de diez páginas, que se lo pregunten a Juan Ramón Jiménez.
He leído esa operación que más bien es agridulce saltando de polvo en polvo de la heroína y ni siquiera me ha consolado cuando se pone romántica: “Dos días después, fue una alegría viajar a Brighton en el tren de la noche del viernes, tras una separación de casi dos semanas. Tom vino a la estación a recogerme. Nos vimos cuando el tren avanzaba ya despacio, y corrió al lado de mi vagón diciendo algo que no entendí”.
El tren es en literatura y cinematografía el mejor paquete para el erotismo que se desata como pasión vaginal en una litera estrecha, el mejor vehículo de crímenes sin resolver, llamen al destartalado Hercule Poirot, el escenario indispensable para el terrible crimen que por amor cometen el maquinista y su amante esposa de un jefe de estación en la Francia brumosa de comienzos del siglo XX. Gloria del ferrocarril de vapor con “La bête humaine”, tremendo libro de Emile Zola, película importante de Jean Renoir.
Pero cuando por fin te bajas del tren los problemas no se han resuelto mientras corrías a 200 kilómetros por hora. Te esperan en la próxima estación, aunque sea en esa última parada de aquel tranvía que en Lisboa moría en el cementerio, bonito y tranquilo.
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La bocanada de humo de habano fresquito le entró por el pasillo que conducía directamente a los sentidos, donde las naranjas amargas caían de los árboles como una lluvia de maná. Se fijó en la muchacha que estaba pidiendo un gin tonic sin tónica. Los labios le comían la cara roja de carmín que contrastaba con el negro azabache de un pelo desordenadamente ordenado.
Pensó, o por lo menos quiso pensar, en el cuento que estaba escribiendo desde hacía seis años y un día y tantas noches que ya no las contaba. Los personajes que quería encorsetar entre palabras se resistían y de tanto insistir llegaron a conocerse y a apreciarse. Pero el maldito cuento no salía y lo había prometido a un loco que quería editarlo con otros que había almacenado durante noches largas, cuando el negro del alma reluce como un sol y cuando te sientes tan bien porque ya han acabado las amenazas de la luz del día y pronto volverá a amanecer.
“Cuando no puedas con tu alma, asómate a la ventana. Ya verás que la luz no se desespera y que vuelve a salir, a la misma hora”, le había aconsejado una amiga cubana que nunca le quiso más que como compañero pese a que él llevaba años admirando sus espirituales y burlones ojos negros que daban para fundar una religión.
Pronto llegaría otra vez el día y, quién sabe, tal vez aquel fuese su día, el día --pero llevaba esperándolo tanto tiempo--, en que todos los deseos se realizan y la puñetera vida te sonríe por fin.
Los árboles que dan al mar esperan la primavera con desesperación. Saben los muy tunos que hasta entonces no volverá la jacarandá, esa flor que enamora y desespera, porque un día se va, sin explicaciones, sin fecha de retorno.
Entretanto bailas un tango de aquellos que dicen bailaban los chulos, apaches les llamaban en el París de lo más canallesco, sin Custer al horizonte, con variante musical, en algunos locales populares, que yo no sé, que nunca estuve, oiga, que soy decente, que mi novia nunca, lo juro por Dios. Juras entonces, en medio de la borrachera de agua bendita del Mar negro de los barrios bajos, que pese a los políticos Argentina es el único país donde todavía se puede gozar, tal vez no vivir, porque vivir es toda una filosofía que ni el Buda divino cuya encarnación me sonreía en Brasilia, Brasil para los menos enterados, era capaz de alcanzar.
Un tango que nunca bailó Marlon Brando con Maria Schneider porque el norteamericano tenía una pasión por la mantequilla untuosa de Normandía y probablemente un ratito también por la hija de aquella desesperada actriz que fue Maria Montez, la belleza desperdiciada en un baño demasiado caliente con aquel tango a puerta cerrada en un piso de París.
Se llega al nirvana, vean Taxi Driver y otras películas de Martin Scorsese o de su primo hermano que está a la diestra de Jesús, porque dios no existe, porque no sería tan malo, compañeros de virutas de vida, de ángeles perdidos en el infierno de la no vida.
El camión del hielo espera a que le saquen las entrañas heladas para un güisqui por compasión o sencillamente para una naranjada infantil. Hace calor, llueve, el Trópico manda y tú te mueres de pena y miseria por una hembra que te sitúa en séptimo lugar de su lista de preferencias, después de tres machos certificados Guinnes y un amor de juventud abortado.
Todos ellos se creían exquisitos porque eran mortalmente aburridos.
Te acurrucas bajo las mantas y escuchas una radio lituana. Es un alivio no entender nada. Las malas noticias no pueden llegarte.
Después de haber desaparecido durante meses, los gorriones ya cantan y se cagan en las butacas de la terraza. La primavera está a la vuelta de la esquina.
Mujeres que se quejan de no poder llevar vestidos que insinúen sus encantos en las calles de algunos barrios de Francia. Los islamistas están muy activos y las propias mujeres insultan a las atrevidas para que se oculten en pantalones o en túnicas sin formas. Y no hay que decir nada porque te consideran como un racista, apunta el semanario L’Express.
Ahora sigue el baile en la popular Porte de la Chapelle, a cargo de inmigrantes que por lo visto no tienen nada mejor que hacer que acosar a las muchachas.
Pobre cine que tiene que echar mano de los siniestros legos aquellos de construcción para infantes. La película se titula “The Lego Batman Movie” y parece que es un exitazo de tomo y lomo. Nosotros preferíamos los Mecanos.
Desvarías, te pierdes por los vericuetos más absurdos porque hay mucho de desesperación cuando se renuncia a un sueño. Y yo he pecado, Señor, de incauto, creyendo que el amor es universal y no reservado a unos cuantos con medios de tenerlo.
Compensas leyendo, cualquier cosa, como este libro titulado “Operación Dulce” de Ian McEwan, algo así como cuatrocientas páginas innecesarias. Un relato no debería tener más de diez páginas, que se lo pregunten a Juan Ramón Jiménez.
He leído esa operación que más bien es agridulce saltando de polvo en polvo de la heroína y ni siquiera me ha consolado cuando se pone romántica: “Dos días después, fue una alegría viajar a Brighton en el tren de la noche del viernes, tras una separación de casi dos semanas. Tom vino a la estación a recogerme. Nos vimos cuando el tren avanzaba ya despacio, y corrió al lado de mi vagón diciendo algo que no entendí”.
El tren es en literatura y cinematografía el mejor paquete para el erotismo que se desata como pasión vaginal en una litera estrecha, el mejor vehículo de crímenes sin resolver, llamen al destartalado Hercule Poirot, el escenario indispensable para el terrible crimen que por amor cometen el maquinista y su amante esposa de un jefe de estación en la Francia brumosa de comienzos del siglo XX. Gloria del ferrocarril de vapor con “La bête humaine”, tremendo libro de Emile Zola, película importante de Jean Renoir.
Pero cuando por fin te bajas del tren los problemas no se han resuelto mientras corrías a 200 kilómetros por hora. Te esperan en la próxima estación, aunque sea en esa última parada de aquel tranvía que en Lisboa moría en el cementerio, bonito y tranquilo.
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