Colaboración: Wonder Woman, sálvanos
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Por Sergio Berrocal
Cambia de pronto y por un rato el modelo de belleza en Hollywood. Y de la dulzura aparente de una Grace Kelly saltamos al ceño fruncido de una guerrera, que está imponiendo en las pantallas con su traje psicodélico que parece dibujado por Paco Rabanne en su época de ropero estrambótico, que lo mismo habría podido tomar medidas a Wonder Woman que a los Cruzados que iban a liquidar sarracenos.
Ahora los sarracenos se han convertido en siniestros terroristas de tres al cuarto que lo mismo le rajan la barriga a un inglés que le llenan la panza de plomo a un francés con un Kalashnikov último modelo.
Hemos olvidado al antepasado de James Bond, un personaje novelero francés, Su Alteza Serenísima el Príncipe Malko (SAS) que hasta hace muy poco iba de novela en novela dando una caza despiadada a todos los terroristas, si eran comunistas mejor, que se oponían a los morales designio de la norteamericana agencia de exterminio e información CIA, de la que él formaba parte como agente especialísimo y distinguidísimo de la muerte. Dejaron de publicarse las novelas de Gérard de Villiers porque se llegó a la descabellada conclusión de que revolcarse en la cama de un hotel Cinco Estrellas L con una pérfida espía del Este no era la solución política más correcta. Por muy buena que estuviese.
Se acabó la guerra fría entre las dos superpotencias, EEUU y la URSS, y ahora sufrimos la crueldad fanática de los majaras del Califato que quieren seguramente replicar a los cruzados aquellos que debían de morirse de calor bajo sus pesados uniformes tejidos en tierras frías de Europa para combatir en los calenturientos desiertos de Oriente Medio.
Y surge entonces la necesidad de defenderse y echan a la pantalla a una Juana de Arco norteamericana, Wonder Woman, dispuesta a reemplazar a los Superman, Batman y otros héroes infantiles norteamericanos para defender el bien y combatir el mal de la locura mesiánica.
Pero bueno, si se trata de acabar con esos terroristas cabrones que atacaron Londres estos días sin pasión ni motivación, solo por gritar una paparruchada que luego las televisiones repetirían, benditos sean los héroes positivos.
Wonder Woman no me parece tan exquisita como la muchacha de la clase media que yo frecuenté en mis años mozos. Esta tiene cara de pocos amigos, aunque ahora con la trashumancia de los sexos nada es imposible.
Pero no hagamos asquitos y brindemos por la recién llegada con una copa de Chardonnay, ese vino blanco fresco francés, ligero y nada embriagador en apariencia pero traidor en el fondo que empuñan con decisión todas las actrices norteamericanas cuando representan a la mujer de clase media-alta, algo alcohólica por vocación.
La Wonder primitiva respondía probablemente a emblemáticos dilemas de cuando la mujer norteamericana sufría el sometimiento del macho que soñaba con ser presidente de cualquier cosa, de la Ferretería Paco por ejemplo en el pueblo de Señor Jesús.
La Wonder de hoy, la verdadera, compite son esos trajecitos de strip-tease que te levantarían una sala en la Place Pigalle de París para aclamar su femineidad. Pero que puede ponerte la cabeza del revés de una cariñosa bofetada. Y eso es lo que hace falta en nuestro revuelto mundo.
Un día de estos, si los críticos que montan una guardia pretoriana a su alrededor me lo permiten, y antes de que se convierta en Premio Nobel de la Paz y de la Igualdad entre las Mujeres, me gustaría invitarla a esa copa que hasta Pretty Woman (Julia Roberts), otra woman, utilizó para ligarse al infeliz de Richard Gere en aquella película melosa que merecía realmente un revolcón de viñedos aunque fueran en los de California.
Un maravilloso autor francés, Eric Losfeld, rompetechos de la censura, me cuenta en un libro de recuerdos cómo inventó a aquella otra suntuosa woman llamada Emmanuelle que le trajo hasta su oficina de editor en París una autora desconocida tailandesa.
Con el tiempo fue la Emmanuelle por las que todos suspiramos en la primera y en la segunda película en la que nos enseñaba, provincianos de nosotros, cómo se hacía el amor en un avión con trescientos turistas bullangueros a bordo.
Nos enamoró Emmanuelle, la mujer liberada, la que cantaba el amor sin necesidad de cursilería, la que nos contaba que a 9000 metros se pueden hacer muchas cosas y no solo leer. Hace ya unos años que una actriz muy conocida del cine norteamericano reveló que no subía nunca a un avión sin apearse en cualquier aeropuerto con la satisfacción del deber cumplido. Ni Losfeld, el genial hombre que introdujo en Francia la literatura erótica, lo habría imaginado.
Ahora nos llega Wonder Woman. No sé qué habría hecho Emmanuelle con ella pero me imagino que con tanta protección hubiera preferido otra cosa.
Si se pierde el erotismo estamos muertos. Se acabarán los matrimonios, se acabará la procreación y el placer. Nos atendremos a los vientres de alquiler, principalmente utilizados por los homosexuales que quieren ser padres o madres sin tener que hacer el menor esfuerzo.
Puta vida.
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Cambia de pronto y por un rato el modelo de belleza en Hollywood. Y de la dulzura aparente de una Grace Kelly saltamos al ceño fruncido de una guerrera, que está imponiendo en las pantallas con su traje psicodélico que parece dibujado por Paco Rabanne en su época de ropero estrambótico, que lo mismo habría podido tomar medidas a Wonder Woman que a los Cruzados que iban a liquidar sarracenos.
Ahora los sarracenos se han convertido en siniestros terroristas de tres al cuarto que lo mismo le rajan la barriga a un inglés que le llenan la panza de plomo a un francés con un Kalashnikov último modelo.
Hemos olvidado al antepasado de James Bond, un personaje novelero francés, Su Alteza Serenísima el Príncipe Malko (SAS) que hasta hace muy poco iba de novela en novela dando una caza despiadada a todos los terroristas, si eran comunistas mejor, que se oponían a los morales designio de la norteamericana agencia de exterminio e información CIA, de la que él formaba parte como agente especialísimo y distinguidísimo de la muerte. Dejaron de publicarse las novelas de Gérard de Villiers porque se llegó a la descabellada conclusión de que revolcarse en la cama de un hotel Cinco Estrellas L con una pérfida espía del Este no era la solución política más correcta. Por muy buena que estuviese.
Se acabó la guerra fría entre las dos superpotencias, EEUU y la URSS, y ahora sufrimos la crueldad fanática de los majaras del Califato que quieren seguramente replicar a los cruzados aquellos que debían de morirse de calor bajo sus pesados uniformes tejidos en tierras frías de Europa para combatir en los calenturientos desiertos de Oriente Medio.
Y surge entonces la necesidad de defenderse y echan a la pantalla a una Juana de Arco norteamericana, Wonder Woman, dispuesta a reemplazar a los Superman, Batman y otros héroes infantiles norteamericanos para defender el bien y combatir el mal de la locura mesiánica.
Pero bueno, si se trata de acabar con esos terroristas cabrones que atacaron Londres estos días sin pasión ni motivación, solo por gritar una paparruchada que luego las televisiones repetirían, benditos sean los héroes positivos.
Wonder Woman no me parece tan exquisita como la muchacha de la clase media que yo frecuenté en mis años mozos. Esta tiene cara de pocos amigos, aunque ahora con la trashumancia de los sexos nada es imposible.
Pero no hagamos asquitos y brindemos por la recién llegada con una copa de Chardonnay, ese vino blanco fresco francés, ligero y nada embriagador en apariencia pero traidor en el fondo que empuñan con decisión todas las actrices norteamericanas cuando representan a la mujer de clase media-alta, algo alcohólica por vocación.
La Wonder primitiva respondía probablemente a emblemáticos dilemas de cuando la mujer norteamericana sufría el sometimiento del macho que soñaba con ser presidente de cualquier cosa, de la Ferretería Paco por ejemplo en el pueblo de Señor Jesús.
La Wonder de hoy, la verdadera, compite son esos trajecitos de strip-tease que te levantarían una sala en la Place Pigalle de París para aclamar su femineidad. Pero que puede ponerte la cabeza del revés de una cariñosa bofetada. Y eso es lo que hace falta en nuestro revuelto mundo.
Un día de estos, si los críticos que montan una guardia pretoriana a su alrededor me lo permiten, y antes de que se convierta en Premio Nobel de la Paz y de la Igualdad entre las Mujeres, me gustaría invitarla a esa copa que hasta Pretty Woman (Julia Roberts), otra woman, utilizó para ligarse al infeliz de Richard Gere en aquella película melosa que merecía realmente un revolcón de viñedos aunque fueran en los de California.
Un maravilloso autor francés, Eric Losfeld, rompetechos de la censura, me cuenta en un libro de recuerdos cómo inventó a aquella otra suntuosa woman llamada Emmanuelle que le trajo hasta su oficina de editor en París una autora desconocida tailandesa.
Con el tiempo fue la Emmanuelle por las que todos suspiramos en la primera y en la segunda película en la que nos enseñaba, provincianos de nosotros, cómo se hacía el amor en un avión con trescientos turistas bullangueros a bordo.
Nos enamoró Emmanuelle, la mujer liberada, la que cantaba el amor sin necesidad de cursilería, la que nos contaba que a 9000 metros se pueden hacer muchas cosas y no solo leer. Hace ya unos años que una actriz muy conocida del cine norteamericano reveló que no subía nunca a un avión sin apearse en cualquier aeropuerto con la satisfacción del deber cumplido. Ni Losfeld, el genial hombre que introdujo en Francia la literatura erótica, lo habría imaginado.
Ahora nos llega Wonder Woman. No sé qué habría hecho Emmanuelle con ella pero me imagino que con tanta protección hubiera preferido otra cosa.
Si se pierde el erotismo estamos muertos. Se acabarán los matrimonios, se acabará la procreación y el placer. Nos atendremos a los vientres de alquiler, principalmente utilizados por los homosexuales que quieren ser padres o madres sin tener que hacer el menor esfuerzo.
Puta vida.
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