Colaboración: Erase una vez la mujer
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Ni el mismísimo Jesús de Nazaret, clavado en una ignominiosa cruz para redimir a la humanidad, pudo escapar a la maldición. En el mundo católico, su madre, la Virgen María, es veintiún siglos después más venerada y celebrada que Él.
En un país católico y apostólico como España, la Virgen, en diferentes variantes con distintos nombres, es la estrella durante todo el año, en que se celebran cientos de callejeras y populosas ceremonias en las que Jesús está completamente olvidado.
Él no aparece más que un ratito en la Semana Santa, el tiempo de crucificarlo y resucitarlo. Pero incluso entonces los pasos más suntuosos en los que se mueven las imágenes son los de la Virgen.
Los franceses dicen con mucha convicción que detrás de cada gran hombre hay una gran mujer. Y todo el mundo piensa inmediatamente en Napoleón Bonaparte, el genio político y militar que, según los estudiosos, no hubiese sido nadie sin una Josefina de Beauharnais infiel y algo casquivana pero que lo tenía enamoradísimo perdido.
El Sha de Persia, que según muchos observadores era un auténtico tirano, fue expulsado del trono en 1979 por la revolución islámica que encabezó el religioso Jomeini, no ha pasado a la historia por sí mismo sino gracias a la mujer que repudió por no poder darle un hijo, la princesa Soraya.
Soraya la de los ojos de miel, la más bella del planeta de las coronas, la que a ratos recordaba a la Silvana Mangano de la película Arroz amargo.
San Juan Bautista, célebre por haber bautizado a Jesús de Nazaret, pasó también mayormente a la historia por una mujer, Salomé, que pidió su cabeza al rey Herodes después de prendarlo con una danza de los no sé cuántos velos que dejó embebido al que hasta entonces era conocido por haber sido asesino en serie de niños cuando trataba de que Jesús no fuera más allá de la infancia y pudiese un día reclamarle su trono.
Pero no hace falta ir tan lejos en la historia para asentar la supremacía de la mujer.
Millones de personas en el mundo recuerdan más a Marilyn Monroe, la estrella más rotundamente parida por los estudios cinematográficos de Hollywood, por sus amoríos con el presidente John F. Kennedy que por su carrera como actriz.
Y si fuésemos suficientemente serios y sinceros diríamos al unísono que recordamos más a Kennedy por sus mujeres. La Marilyn que le cantó en la Casa Blanca aquel delirantemente sensual "Feliz cumpleaños" y la Jackie Kennedy que trató de protegerle cuando la primera bala le mató en su descapotable por el que paseaba en Dallas, el 22 de noviembre de 1963.
Se tire por donde se tire, la mujer ha sido siempre la dominante del hombre.
¿Y quién tendría ganas de visitar el Principado de Mónaco, un cachito de terrero en el sur de Francia adonde se accede por ascensores futuristas y donde un bocadillo rancio cuesta un riñón mientras observas el cambio de la guardia delante del Palacio si no hubiese existido la actriz Grace Kelly?
La deliciosa película "Atrapa a un ladrón / To Catch a Thief" la rodó Alfred Hitchcock en 1955 en Niza y sus alrededores, como quien dice la periferia de Mónaco. La estrella era Grace Kelly que tenía como mozo de espadas a un Cary Grant amanerado que robaba las joyas de todas las ricas norteamericanas e inglesas que pululaban por los hoteles de esa maravillosa Costa Azul, a dos pasos, como quien dice, del Festival de Cine de Cannes.
La película es tremendamente primorosa y cursi pero solo por contemplar los fotogramas de Grace Kelly merece todos los aplausos.
Uno de los espectadores, de los primerísimos, de aquella cinta fue seguramente el aburrido Príncipe Raniero de Mónaco, que languidecía en su perdido palacio en espera de que una Cenicienta olvidase un zapatito de amor.
Y así fue como Grace Kelly se convirtió en soberana del reino más absurdo, que en realidad es un emporio de bancos y multimillonarios de la muerte donde aparcar en la calle puede costar un día de sueldo de cualquier empleado europeo.
Neguib Mahfuz. Premio Nobel de literatura egipcio, escribió una historia de la mujer egipcia hasta el momento en que los británicos tienen que resignarse a que Egipto sea un país independiente, hacia 1922.
La novela, Entre dos palacios, es una joya de la literatura universal y, desde luego, el mejor estudio sobre la mujer realizado en el mundo árabe.
Casi cien años habrán tardado las mujeres árabes para poder asomar la cara sin temor a represalias aunque en algunos países machistas como Arabia Saudita todavía queda mucho que hacer. Sin embargo, en el país de Soraya la de los ojos verdes, aquella bellísima del Sha de Persia, el Iran de los ayatola, todo indica que está surgiendo un feminismo imparable pese a los rigores del régimen.
Las mujeres que Mahfuz pinta en su novela son las que permanecían encerradas en sus casas de El Cairo en espera de que los maridos decidiesen por ellas. Eso era cuando el país estaba bajo el dominio británico.
Pero incluso en esa situación, el escritor nos cuenta cómo las mujeres, que a veces en una misma casa constituían una pequeña tribu entre la madre y las hijas, se las arreglaban para ser las Josefina de aquellos comerciantes adinerados –ese es el universo en que se mueven—que se pasaban las noches de borracheras y a los que ellas tenían que llamar Señor.
Hijas que en la soledad de sus casonas se preparaban para un día salir del brazo de un marido que, como mandaba la tradición, era elegido por los padres y más especialmente por la madre.
Y procuraban estar siempre bellas por si surgía el amante. Mahfuz apunta cómo se preparaba el cuerpo una de ellas: "La comida tenía entre ellas una elevada intención estética en su calidad de pilar natural de la grasa, y ellas la tomaban con lentitud y cuidado y se esforzaban en masticar y masticar…repetían hasta estar llenas".
"No olvides este cuerpo delicado y relleno", le dice una hermana a la otra, que va a ser presentada a unas casamenteras.
El mundo ha cambiado, las modas han cambiado pero Josefina la conquistadora sigue en pie, dispuesta a seguir dando guerra. Aunque ya no sea necesario para estar bellas atiborrarse de muhallabiyya, el arroz con leche con que las jóvenes del cuento de Mahfuz se preparaban para cazar marido.
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Ni el mismísimo Jesús de Nazaret, clavado en una ignominiosa cruz para redimir a la humanidad, pudo escapar a la maldición. En el mundo católico, su madre, la Virgen María, es veintiún siglos después más venerada y celebrada que Él.
En un país católico y apostólico como España, la Virgen, en diferentes variantes con distintos nombres, es la estrella durante todo el año, en que se celebran cientos de callejeras y populosas ceremonias en las que Jesús está completamente olvidado.
Él no aparece más que un ratito en la Semana Santa, el tiempo de crucificarlo y resucitarlo. Pero incluso entonces los pasos más suntuosos en los que se mueven las imágenes son los de la Virgen.
Los franceses dicen con mucha convicción que detrás de cada gran hombre hay una gran mujer. Y todo el mundo piensa inmediatamente en Napoleón Bonaparte, el genio político y militar que, según los estudiosos, no hubiese sido nadie sin una Josefina de Beauharnais infiel y algo casquivana pero que lo tenía enamoradísimo perdido.
El Sha de Persia, que según muchos observadores era un auténtico tirano, fue expulsado del trono en 1979 por la revolución islámica que encabezó el religioso Jomeini, no ha pasado a la historia por sí mismo sino gracias a la mujer que repudió por no poder darle un hijo, la princesa Soraya.
Soraya la de los ojos de miel, la más bella del planeta de las coronas, la que a ratos recordaba a la Silvana Mangano de la película Arroz amargo.
San Juan Bautista, célebre por haber bautizado a Jesús de Nazaret, pasó también mayormente a la historia por una mujer, Salomé, que pidió su cabeza al rey Herodes después de prendarlo con una danza de los no sé cuántos velos que dejó embebido al que hasta entonces era conocido por haber sido asesino en serie de niños cuando trataba de que Jesús no fuera más allá de la infancia y pudiese un día reclamarle su trono.
Pero no hace falta ir tan lejos en la historia para asentar la supremacía de la mujer.
Millones de personas en el mundo recuerdan más a Marilyn Monroe, la estrella más rotundamente parida por los estudios cinematográficos de Hollywood, por sus amoríos con el presidente John F. Kennedy que por su carrera como actriz.
Y si fuésemos suficientemente serios y sinceros diríamos al unísono que recordamos más a Kennedy por sus mujeres. La Marilyn que le cantó en la Casa Blanca aquel delirantemente sensual "Feliz cumpleaños" y la Jackie Kennedy que trató de protegerle cuando la primera bala le mató en su descapotable por el que paseaba en Dallas, el 22 de noviembre de 1963.
Se tire por donde se tire, la mujer ha sido siempre la dominante del hombre.
¿Y quién tendría ganas de visitar el Principado de Mónaco, un cachito de terrero en el sur de Francia adonde se accede por ascensores futuristas y donde un bocadillo rancio cuesta un riñón mientras observas el cambio de la guardia delante del Palacio si no hubiese existido la actriz Grace Kelly?
La deliciosa película "Atrapa a un ladrón / To Catch a Thief" la rodó Alfred Hitchcock en 1955 en Niza y sus alrededores, como quien dice la periferia de Mónaco. La estrella era Grace Kelly que tenía como mozo de espadas a un Cary Grant amanerado que robaba las joyas de todas las ricas norteamericanas e inglesas que pululaban por los hoteles de esa maravillosa Costa Azul, a dos pasos, como quien dice, del Festival de Cine de Cannes.
La película es tremendamente primorosa y cursi pero solo por contemplar los fotogramas de Grace Kelly merece todos los aplausos.
Uno de los espectadores, de los primerísimos, de aquella cinta fue seguramente el aburrido Príncipe Raniero de Mónaco, que languidecía en su perdido palacio en espera de que una Cenicienta olvidase un zapatito de amor.
Y así fue como Grace Kelly se convirtió en soberana del reino más absurdo, que en realidad es un emporio de bancos y multimillonarios de la muerte donde aparcar en la calle puede costar un día de sueldo de cualquier empleado europeo.
Neguib Mahfuz. Premio Nobel de literatura egipcio, escribió una historia de la mujer egipcia hasta el momento en que los británicos tienen que resignarse a que Egipto sea un país independiente, hacia 1922.
La novela, Entre dos palacios, es una joya de la literatura universal y, desde luego, el mejor estudio sobre la mujer realizado en el mundo árabe.
Casi cien años habrán tardado las mujeres árabes para poder asomar la cara sin temor a represalias aunque en algunos países machistas como Arabia Saudita todavía queda mucho que hacer. Sin embargo, en el país de Soraya la de los ojos verdes, aquella bellísima del Sha de Persia, el Iran de los ayatola, todo indica que está surgiendo un feminismo imparable pese a los rigores del régimen.
Las mujeres que Mahfuz pinta en su novela son las que permanecían encerradas en sus casas de El Cairo en espera de que los maridos decidiesen por ellas. Eso era cuando el país estaba bajo el dominio británico.
Pero incluso en esa situación, el escritor nos cuenta cómo las mujeres, que a veces en una misma casa constituían una pequeña tribu entre la madre y las hijas, se las arreglaban para ser las Josefina de aquellos comerciantes adinerados –ese es el universo en que se mueven—que se pasaban las noches de borracheras y a los que ellas tenían que llamar Señor.
Hijas que en la soledad de sus casonas se preparaban para un día salir del brazo de un marido que, como mandaba la tradición, era elegido por los padres y más especialmente por la madre.
Y procuraban estar siempre bellas por si surgía el amante. Mahfuz apunta cómo se preparaba el cuerpo una de ellas: "La comida tenía entre ellas una elevada intención estética en su calidad de pilar natural de la grasa, y ellas la tomaban con lentitud y cuidado y se esforzaban en masticar y masticar…repetían hasta estar llenas".
"No olvides este cuerpo delicado y relleno", le dice una hermana a la otra, que va a ser presentada a unas casamenteras.
El mundo ha cambiado, las modas han cambiado pero Josefina la conquistadora sigue en pie, dispuesta a seguir dando guerra. Aunque ya no sea necesario para estar bellas atiborrarse de muhallabiyya, el arroz con leche con que las jóvenes del cuento de Mahfuz se preparaban para cazar marido.
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