Colaboración: Rocky, que pudo ser Donald Trump

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Sylvester Stallone en "Rocky II"
Por Sergio Berrocal     

Una noche de desacierto te enchufas a "Rocky II" y te desquicia una película tan mala, tan terriblemente hecha a trompicones, con un protagonista, Sylvester Stallone, que hace lo que puede pero no puede mucho y, sin embargo, con esa serie de películas encantó al mundo, probablemente un mundo desesperado. Porque en los años setenta había desesperación, como la hay ahora y la habrá mañana.

El boxeador feo y sin más fortuna que sus puños y su empecinamiento en convertirse en un triunfador se transforma de pronto en un ídolo, un ejemplo para los que sin haberse dado palos nunca en un gimnasio quisieran salir de la imbécil mediocridad.

Stallone probablemente nunca leyó a Ernest Hemingway y nunca supo, aunque tal vez se lo dijeran, que de entrada era un perdedor, que para triunfar, incluso en la tierra de Donald Trump, y pese a que Estados Unidos sea para los norteamericanos y pese a que los norteamericanos sean los primeros, que había nacido perdedor.

Pero él, ya no sabemos si el actor o su doble, el Rocky triunfador por puntos en un cuadrilátero que puede ser el de la vida de todos los días, el que uno pisa sin saberlo, en el que pelea sin tener la menor idea quería zafarse de la mediocridad que da en cualquier país del mundo el no nacer en la familia que hay que nacer.

Imaginen a los Kennedy sin una madre autoritaria y digna de mejores causas y un padre multimillonario y enrevesado en la celebridad que nunca tuvo. Quería un hijo presidente, cayese quien cayese. Él tuvo que doblar las rodillas más de una vez pero la tribu seguía adelante. Los mejores maestros, las mejores universidades. Luego llegó el momento de elegir quién sería Presidente y la bola papal le tocó a John Fitzgerald Kennedy, el más atractivo quizá, el que más perfil tenía para una lucha imbécil como la de la política.

Y entonces es donde viene la sorpresa, a lo yanqui, aterradora. Stallone fue a una universidad, Miami creo, que desde luego no es nada parecida a las que patearon elegantemente los hijos del magnate Kennedy, donde se formaría el futuro Presidente de los Estados Unidos de todas las Américas e imperios colindantes.

Pero, no, dejémonos de sueño norteamericano, americano o belga. Cuando no se tiene no se tiene.

Ni Hemingway el fantasioso hubiese podido escribir su biografía de triunfador en una película, Rocky. Nadie podía prever que una producción tan mediocre, escrita con faltas de ortografía, sin ningún interés cinematográfico, con escenas de boxeo que no pasarán a la historia del cine, iba a convertirse en un fenómeno planetario.

Con su cara apretujada por los fórceps que tuvieron que meterle a su madre para que él apareciese en el mundo, Sylvester Stallone tampoco era una belleza de pasarela. Pero se empeñó y triunfó.

Porque aunque la veas y no la creas por tanta mediocridad como encierra, esa película faro de un cine norteamericano en busca constante de héroes, de espejos en los que puedan mirarse los menos afortunados, los electores de Trump por ejemplo, encierra lecciones que no se imparten en ninguna universidad. Te aseguran, te asegura el guionista Stallone, que la constancia, el machaqueo del trabajo agotador y a veces sin interés, pueden dar sus frutos.

Y tú, espectador futuro de muchos Fast Furious, podrías llegar a la cumbre, a ese Everest que ninguno de nosotros escalará jamás porque la vida es neorrealismo puro por mucha peliculita que te cuenten.

Cuando la dosis medicinal del Johnny Walker 12 años, adobada con Perrier empieza a darte la sensación de que la vida es otra cosa que tú no vives, te das cuenta: “¡Manolo, para la moviola, nos estamos equivocando de secuencia!”.

John Wayne tampoco podría compararse con las sedas que cubrieron las nalgas del bebé JFK, futuro presidente de los USA y futuro nombre de aeropuerto de Nueva York al que ahora se nos pone difícil llegar a los europeos. Muchos requisitos, porque si no eres norteamericano no eres una puñetera nada.

A Stallone no se le puede comparar con Kennedy, porque él nunca hubiese tenido a Marilyn Monroe musitándole, suplicándole un cariñito íntimo y atrevido ante quinientas personas en un salón de la Casa Blanca. ¿Se imaginan a Marilyn, la exquisita, la que murió de amor por la vida, a la que mataron porque representaba todo lo que el norteamericano medio no tiene, entre ellos los del FBI, la CIA y otras perversidades del sistema norteamericano?.

Mi violinista en el tejado, que no tiene más de 18 años de edad enamorada, me susurra las notas de My Way, la canción que Sinatra copió al extremeño francés Claude François. Ella también debe de estar enamorada, como yo, como la humanidad entera, aunque no sepamos nada del amor.

¿A qué no se imaginan a Marilyn cantándole en el oído del tiempo a Stallone?

Él, este muchacho que hoy tiene la edad del pensamiento socrático, habría sido una réplica de Trump, el inexperto en política, pero millonario, no se olvide, que tiene una deliciosa mujer venida del Este y una maravillosa hija nacida en el Oeste.

Ni Trump ni Stallone habrían podido ser presidentes en Europa, bueno, precisemos en Francia, donde los Presidentes de la República, excepto la excepción genial del General Charles de Gaulle, salían de las escuelas más exquisitas, de los reformatorios para niños pijos, escuelas donde se prepara para el poder y nada más.

En los USA, cualquiera puede ser Presidente a condición de ser previamente multimillonario.

Finalmente, y anteriormente, Donald Trump es un Sylvester Stallone que nunca dio una bofetada en el ring pero sí en la vida, en esos mensajitos modernos que ponen a parir a la gente sin necesidad de pasar por una comunicación oficial de un Ministerio de Relaciones Exteriores cualquiera.

Manolo (Manolo es un amigo cubano que pinta sin saber que pinta rejas con asco pero escribe como si fuera hijo natural de aquel enamorado de Cuba que se pegó un tiro de elefante blanco después de escribir lo que pensaba un viejo en el mar) ha parado la moviola. Se acabó la historia de Rocky.

Que ustedes lo pasen bien.

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