Colaboración: Los terroristas no bailan
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Imaginen a los padres que han acudido a la salida de la sala de conciertos Arena de Manchester donde la cantante Ariana Grande da un concierto. Son apenas las once o poco más del lunes 22 de mayo de 2017. Una hora decente para recoger a los chiquillos, que saldrían llenos de historias y de músicas. Se ha oído un estruendo. Es una explosión (¡Dios mío! Se exclama una muchacha que huye despavorida). Pero Dios, el de los niños no está allí. Está únicamente el dios de los malos.
A unos meses de distancia ocurrió algo parecido en el Bataclán de París, otra sala de conciertos, el 13 de noviembre de 2015, los Kalachnikov vomitaban muerte. 130 muertos, 350 heridos.
En Manchester (Inglaterra) hubo más suerte: "sólo" 22 muertos y 59 heridos, aunque estos macabros recuentos cambian.
No hubo tiempo de contar nada. El dolor fue el único cuento que sintieron los padres, los amigos, la policía, los bomberos, los enfermeros, atónitos y atados de manos por el dolor.
Malparidos, gentuzas infame que probablemente fueron criados, mimados y estudiados en estos mismos países donde perpetraron las fechorías. Podrían haber hablado con sus víctimas en la misma lengua de la escuela a la que probablemente fueron juntos. Pero no querían hablar. Querían matar.
Gentuza que los europeos crían como hijos, educan como hijos. Pero no les gusta bailar,
Al ensordecedor ruido que hace estremecer los escenarios y palpitar corazones jóvenes, ellos, el matarife, los matarifes sin causa prefieren el traqueteo de las armas automáticas o la explosión única, como la de un mini Hiroshima sin contaminación, de una bomba, aunque les cueste la vida. Porque son muy machos, machos porcinos, esa carne que les prohíbe su religión.
A los terroristas está visto que no les gusta bailar, tal vez porque un predicador afónico y degenerado, loco y rabioso de odio les metió en la cabeza que era su deber matar infieles.
Los grandes organizadores del terrorismo internacional detestan el cha cha cha y Pérez Prado o David Bowie, incluso Frank Sinatra, ya habrían pasado por la cimitarra de todas las cobardías.
A los terroristas no les gusta ni Las cuatro estaciones de Vivaldi. No tienen oído. Están sordos de alegría negra, mudos de amor maldito, ciegos de pasión aterradora
A los terroristas no les gusta la vida, prefieren morir como cobardes que nadie olvidará en sus oraciones de odio.
Pero qué importa. Mientras se perpetraba la matanza de Manchester, horas más, horas menos, en los reinos de los mil y una noches, donde los sultanes mil veces millonarios gracias al Occidente cobarde y sometido por el precio del barril del petróleo, usan a veces gafas negras como sus almas, tal vez para que no se les note demasiado la sonrisa de la mentira cuando afirman al Hombre Blanco, el Presidente Donald Trump, que se comprometen a luchar contra el terrorismo. Y con la otra mano, la que les queda libre del rosario de ámbar lleno de sangre firman cheques extravagantes para comprar más armas, muchas más para cortar manos de hombres y apedrear hasta la muerte a mujeres infieles.
Desde lejos han contribuido a otras matanzas. Tal vez la bomba de Manchester, o las Kalachnikov de París viniesen de esas entregas de compras millonarias, de las mismas fábricas que los occidentales tenemos para vender armas al mejor postor.
Estos sultanes, con sus orgullosas barbas negras azabache, orgullosos del poder que tienen, de la vida y muerte que esconden en los pliegues de sus chilabas confeccionadas por Dios sabe qué modista a la moda, ni siquiera hablarán de los jóvenes que de vez en cuando un terrorista asesina a mansalva en una discoteca, donde el único delito que cometían era pasar un rato gracioso.
Pero, entérense, es que a los terroristas no les gusta ni el cha cha cha ni el reggae ni el vals. Su dios no les enseñó que la música amansa a las fieras. Por eso no bailan ni escuchan nada que no sea el grito de los asesinos, porque tienen miedo.
Danzad, danzad, malditos terroristas que ni siquiera conocéis la vida que tanto odiáis, la de vuestras víctimas que, quién sabe, podrían haber sido vuestros amigos o al menos compañeros en las aulas de nuestro Occidente permisivo donde habéis aprendido francés e inglés. Gente con los que habrías podido compartir alegrías, incluso amores, quien sabe.
Danzad, danzad malditos terroristas, que así seréis mejores y veréis que la vida no pasa necesariamente por la muerte adelantada a balazo limpio, como os han enseñado los tipos de las chilabas fabricadas en París, Nueva York o Londres.
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Imaginen a los padres que han acudido a la salida de la sala de conciertos Arena de Manchester donde la cantante Ariana Grande da un concierto. Son apenas las once o poco más del lunes 22 de mayo de 2017. Una hora decente para recoger a los chiquillos, que saldrían llenos de historias y de músicas. Se ha oído un estruendo. Es una explosión (¡Dios mío! Se exclama una muchacha que huye despavorida). Pero Dios, el de los niños no está allí. Está únicamente el dios de los malos.
A unos meses de distancia ocurrió algo parecido en el Bataclán de París, otra sala de conciertos, el 13 de noviembre de 2015, los Kalachnikov vomitaban muerte. 130 muertos, 350 heridos.
En Manchester (Inglaterra) hubo más suerte: "sólo" 22 muertos y 59 heridos, aunque estos macabros recuentos cambian.
No hubo tiempo de contar nada. El dolor fue el único cuento que sintieron los padres, los amigos, la policía, los bomberos, los enfermeros, atónitos y atados de manos por el dolor.
Malparidos, gentuzas infame que probablemente fueron criados, mimados y estudiados en estos mismos países donde perpetraron las fechorías. Podrían haber hablado con sus víctimas en la misma lengua de la escuela a la que probablemente fueron juntos. Pero no querían hablar. Querían matar.
Gentuza que los europeos crían como hijos, educan como hijos. Pero no les gusta bailar,
Al ensordecedor ruido que hace estremecer los escenarios y palpitar corazones jóvenes, ellos, el matarife, los matarifes sin causa prefieren el traqueteo de las armas automáticas o la explosión única, como la de un mini Hiroshima sin contaminación, de una bomba, aunque les cueste la vida. Porque son muy machos, machos porcinos, esa carne que les prohíbe su religión.
A los terroristas está visto que no les gusta bailar, tal vez porque un predicador afónico y degenerado, loco y rabioso de odio les metió en la cabeza que era su deber matar infieles.
Los grandes organizadores del terrorismo internacional detestan el cha cha cha y Pérez Prado o David Bowie, incluso Frank Sinatra, ya habrían pasado por la cimitarra de todas las cobardías.
A los terroristas no les gusta ni Las cuatro estaciones de Vivaldi. No tienen oído. Están sordos de alegría negra, mudos de amor maldito, ciegos de pasión aterradora
A los terroristas no les gusta la vida, prefieren morir como cobardes que nadie olvidará en sus oraciones de odio.
Pero qué importa. Mientras se perpetraba la matanza de Manchester, horas más, horas menos, en los reinos de los mil y una noches, donde los sultanes mil veces millonarios gracias al Occidente cobarde y sometido por el precio del barril del petróleo, usan a veces gafas negras como sus almas, tal vez para que no se les note demasiado la sonrisa de la mentira cuando afirman al Hombre Blanco, el Presidente Donald Trump, que se comprometen a luchar contra el terrorismo. Y con la otra mano, la que les queda libre del rosario de ámbar lleno de sangre firman cheques extravagantes para comprar más armas, muchas más para cortar manos de hombres y apedrear hasta la muerte a mujeres infieles.
Desde lejos han contribuido a otras matanzas. Tal vez la bomba de Manchester, o las Kalachnikov de París viniesen de esas entregas de compras millonarias, de las mismas fábricas que los occidentales tenemos para vender armas al mejor postor.
Estos sultanes, con sus orgullosas barbas negras azabache, orgullosos del poder que tienen, de la vida y muerte que esconden en los pliegues de sus chilabas confeccionadas por Dios sabe qué modista a la moda, ni siquiera hablarán de los jóvenes que de vez en cuando un terrorista asesina a mansalva en una discoteca, donde el único delito que cometían era pasar un rato gracioso.
Pero, entérense, es que a los terroristas no les gusta ni el cha cha cha ni el reggae ni el vals. Su dios no les enseñó que la música amansa a las fieras. Por eso no bailan ni escuchan nada que no sea el grito de los asesinos, porque tienen miedo.
Danzad, danzad, malditos terroristas que ni siquiera conocéis la vida que tanto odiáis, la de vuestras víctimas que, quién sabe, podrían haber sido vuestros amigos o al menos compañeros en las aulas de nuestro Occidente permisivo donde habéis aprendido francés e inglés. Gente con los que habrías podido compartir alegrías, incluso amores, quien sabe.
Danzad, danzad malditos terroristas, que así seréis mejores y veréis que la vida no pasa necesariamente por la muerte adelantada a balazo limpio, como os han enseñado los tipos de las chilabas fabricadas en París, Nueva York o Londres.
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