Colaboración: El mensaje del ángel caído
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Por Sergio Berrocal
"Black Hawk derribado / La caída del Halcón Negro / Black Hawk Down" (2001) va más allá de las películas de guerra. Ridley Scott, ahora en los cines con "Alien: Covenant", es un gran artesano y un enorme manejador de cámaras, situaciones y actores, pero sobre todo un quizá ignorado predicador de catástrofes.
No importa que en los años noventa Estados Unidos se lanzara en Sudán en una guerra espantosa bajo la égida de Naciones Unidas, supuesta garantía de paz y concordia, contra los jefes de las milicias sudanesas que saqueaban el país. Pero saqueaban su propio país. Los Black Hawks con el que el Ejercito de los Estados Unidos cuenta para doblegarlos, doblarlos más bien, liquidarlos y restablecer la paz que Washington prefiere de siempre, la de los muertos, son los zombies malditos que un A. Romero envalentonado por la patria por encima de todo hubiese mandado contra negros muchos de ellos desarmados y otros armados hasta los dientes pero que nada pueden hacer finalmente contra la fortaleza inacabable del Imperio.
Para los soldados norteamericanos que tratan de tomar la ciudad donde han entrado para plegar el poder político y militar, es una guerra mas, escarceos con la vida que ellos solucionan con el armamento más abundante y moderno que puede fabricarse.
Frente a ellos, los milicianos pintados por los sheriff del Pentágono en pasquines de caza y captura, que hay que captura a toda costa, son en realidad la conciencia de tantos y tantos pueblos desde que se inventaron los pájaros tirándole a las escopetas que alguna vez despierta y se rebela, aunque los machaquen una y otra vez.
Casi no importan los muertos que se van acumulando en las calles hartas de escombros, donde durante una parte de la operación los temibles helicópteros de combate Black Hawk deciden quien vive y quien muere. Son como conciencias que navegan entre dos latitudes de la vida que se acaba y que vuelve a empezar.
Cuando la batalla es una angustia total para los soldados de la infantería que no poseen la invulnerabilidad de las tripulaciones de los Black Hawk, surge la revelación.
Quizá fuese el jefe de pelotón con más pasión que experiencia quien se diera cuenta el primero. Aquello no es una guerra clásica. No hay trincheras. Ni buenos ni malos. Hay una humanidad que cuando la película avanza en el tiempo se da cuenta de que está a punto de perder mucho más que la vida, la identidad de ser, el poder de resarcirse después de la batalla.
Mientras desde su protegido cuartel general, el general de maldad con uniforme incita a sus tropas a resistir, a ir más lejos, a "asegurar tal y cual punto" en espera de la intervención de los helicópteros malditos, un jefe de pelotón, demasiado joven para morir, pero quizá también para vivir sin saberlo, se pregunta qué pasa. Unos cuantos de los suyos, de los uniformados de las Naciones Unidas, con todos sus artilugios de guerreros sin antifaz, están acorralados. Otros no pueden salir de uno de los invencibles helicópteros que ha sido derribado, machacado, vilipendiado. Una vergüenza. En un momento intuyen que pueden morir, que finalmente no habrán cumplido su misión. Los milicianos negros tan feos siguen sueltos y a veces marcan puntos.
También se acaban las municiones, como se van agotando las esperanzas que ya no caben en ninguna cantimplora de las socorridas que en todas las películas de guerra el soldado de turno tendía a su compañero herido, ya casi muerto, como un buchito de esperanza.
Tal vez, en realidad, lo que Ridley Scott quiera decir es que con la esperanza se acaba la vida de existir. Se existe cuando se tiene un lugar donde ir, un pueblo al que pertenecer, una mujer que te tienda los brazos cuando llegues al puerto, vencedor o vencido, un niño al que abrazar.
A medida que la batalla, las escaramuzas, las masacres se hacen más crudas los soldados pierden su identidad. Llega un momento, pese a las gafas de visión nocturna, que no ven más que vacío y emboscados que los esperan para pasarlos a mejor o peor vida a ritmo de ametralladora pesada.
No es que vayan a perder la guerra, lo sabe sobre todo el jefe del pelotón, sino la posibilidad de salir no con vida sino con identidad de persona.
El dolor, la rabia de la derrota lo borra todo, placas de identidad, cartas de la mujer, fotos de la novia. No les queda más que la muerte por la que tal vez, los más creyentes, podrán salvarse porque de ellos es la resurrección. Y recuperar su identidad sin uniforme en otra vida, la que prometen algunas religiones.
Pero lo que puede haberse esfumado en las calles negras de terror son las almas de los combatientes, de todos los combatientes que, aunque salgan vivos al final, nunca más recuperarán la entidad de hombres libres, hombres que creyeron en un mundo mejor o al menos en una vida menos penosa.
En esta relectura dieciséis años después del estreno de la película, cabría quizá esta frase sacada de un libro de John Le Carré: "Hacemos como si no existieran muchas cosas o hacemos como si otras cosas fuesen más importantes. Eso es lo que nos permite sobrevivir. No vamos a vencer a los embusteros dándoles mentiras".
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"Black Hawk derribado / La caída del Halcón Negro / Black Hawk Down" (2001) va más allá de las películas de guerra. Ridley Scott, ahora en los cines con "Alien: Covenant", es un gran artesano y un enorme manejador de cámaras, situaciones y actores, pero sobre todo un quizá ignorado predicador de catástrofes.
No importa que en los años noventa Estados Unidos se lanzara en Sudán en una guerra espantosa bajo la égida de Naciones Unidas, supuesta garantía de paz y concordia, contra los jefes de las milicias sudanesas que saqueaban el país. Pero saqueaban su propio país. Los Black Hawks con el que el Ejercito de los Estados Unidos cuenta para doblegarlos, doblarlos más bien, liquidarlos y restablecer la paz que Washington prefiere de siempre, la de los muertos, son los zombies malditos que un A. Romero envalentonado por la patria por encima de todo hubiese mandado contra negros muchos de ellos desarmados y otros armados hasta los dientes pero que nada pueden hacer finalmente contra la fortaleza inacabable del Imperio.
Para los soldados norteamericanos que tratan de tomar la ciudad donde han entrado para plegar el poder político y militar, es una guerra mas, escarceos con la vida que ellos solucionan con el armamento más abundante y moderno que puede fabricarse.
Frente a ellos, los milicianos pintados por los sheriff del Pentágono en pasquines de caza y captura, que hay que captura a toda costa, son en realidad la conciencia de tantos y tantos pueblos desde que se inventaron los pájaros tirándole a las escopetas que alguna vez despierta y se rebela, aunque los machaquen una y otra vez.
Casi no importan los muertos que se van acumulando en las calles hartas de escombros, donde durante una parte de la operación los temibles helicópteros de combate Black Hawk deciden quien vive y quien muere. Son como conciencias que navegan entre dos latitudes de la vida que se acaba y que vuelve a empezar.
Cuando la batalla es una angustia total para los soldados de la infantería que no poseen la invulnerabilidad de las tripulaciones de los Black Hawk, surge la revelación.
Quizá fuese el jefe de pelotón con más pasión que experiencia quien se diera cuenta el primero. Aquello no es una guerra clásica. No hay trincheras. Ni buenos ni malos. Hay una humanidad que cuando la película avanza en el tiempo se da cuenta de que está a punto de perder mucho más que la vida, la identidad de ser, el poder de resarcirse después de la batalla.
Mientras desde su protegido cuartel general, el general de maldad con uniforme incita a sus tropas a resistir, a ir más lejos, a "asegurar tal y cual punto" en espera de la intervención de los helicópteros malditos, un jefe de pelotón, demasiado joven para morir, pero quizá también para vivir sin saberlo, se pregunta qué pasa. Unos cuantos de los suyos, de los uniformados de las Naciones Unidas, con todos sus artilugios de guerreros sin antifaz, están acorralados. Otros no pueden salir de uno de los invencibles helicópteros que ha sido derribado, machacado, vilipendiado. Una vergüenza. En un momento intuyen que pueden morir, que finalmente no habrán cumplido su misión. Los milicianos negros tan feos siguen sueltos y a veces marcan puntos.
También se acaban las municiones, como se van agotando las esperanzas que ya no caben en ninguna cantimplora de las socorridas que en todas las películas de guerra el soldado de turno tendía a su compañero herido, ya casi muerto, como un buchito de esperanza.
Tal vez, en realidad, lo que Ridley Scott quiera decir es que con la esperanza se acaba la vida de existir. Se existe cuando se tiene un lugar donde ir, un pueblo al que pertenecer, una mujer que te tienda los brazos cuando llegues al puerto, vencedor o vencido, un niño al que abrazar.
A medida que la batalla, las escaramuzas, las masacres se hacen más crudas los soldados pierden su identidad. Llega un momento, pese a las gafas de visión nocturna, que no ven más que vacío y emboscados que los esperan para pasarlos a mejor o peor vida a ritmo de ametralladora pesada.
No es que vayan a perder la guerra, lo sabe sobre todo el jefe del pelotón, sino la posibilidad de salir no con vida sino con identidad de persona.
El dolor, la rabia de la derrota lo borra todo, placas de identidad, cartas de la mujer, fotos de la novia. No les queda más que la muerte por la que tal vez, los más creyentes, podrán salvarse porque de ellos es la resurrección. Y recuperar su identidad sin uniforme en otra vida, la que prometen algunas religiones.
Pero lo que puede haberse esfumado en las calles negras de terror son las almas de los combatientes, de todos los combatientes que, aunque salgan vivos al final, nunca más recuperarán la entidad de hombres libres, hombres que creyeron en un mundo mejor o al menos en una vida menos penosa.
En esta relectura dieciséis años después del estreno de la película, cabría quizá esta frase sacada de un libro de John Le Carré: "Hacemos como si no existieran muchas cosas o hacemos como si otras cosas fuesen más importantes. Eso es lo que nos permite sobrevivir. No vamos a vencer a los embusteros dándoles mentiras".
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