Colaboración: Céline en la playa
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Nunca conocí a Pauline, la heroína de un cine de autor a la que Eric Rohmer, culto e intelectual cineasta, mandó a la playa, a una extensión de arena frente al mar, playa de Normandie, en una película más de hombres y mujeres, de amor y desengaño. Sí conocí a una Céline que lucía su palmito en una playa arenosa al infinito de Le Tourquet, en el Pas de Calais, en el norte de Francia, donde en otros tiempos hubo muchas batallas y ese heroísmo forzoso y forzado de la guerra.
Paseábamos por aquel malecón sin pretensiones, gracias a Dios, de paseo marítimo como mandan los cánones del espantoso turismo mediterráneo apto para nórdicos sedientos de sol. Allí, en Le Touquet, el agua del mar era cantábrica, salvaje, sin modales, te balanceaba a su gusto y capricho. Solo estabas seguro en la arena, donde siempre podías coger un carro con vela grande que te propulsaba corriendo detrás del mar a más de setenta kilómetros por hora. Qué locura. Llevabas abrigo de plexiglás amarillo, de los que usan los pescadores que ni los tiburones podrían con ellos. Pero tiburones no hay porque estas aguas son poco amables, frías.
Antes de conocer al pintor español Sorolla ya había visto a sus mujeres morenas o más pálidas pasear por Le Touquet embutidas en túnicas monacales blancas, con sombrillas largas llenas de frufrú que alegraban el viento fuerte y sólido.
Toda la orilla de la playa estaba cercada por pequeñas casas de una elegancia y belleza de infinita aceptación. Bajabas del dormitorio moldeado con muebles de mil esencias llegadas de Brasil o Sumatra, verdes, azules, en la penumbra que los balcones respetuosos de todo protocolo veraniego dejaban entrar poquito a poco.
Siestas divinas acompañadas por el traqueteo de las olas que morían casi en el jardín, de orgullosos y siempre erguidos girasoles, siempre amantes del sol, del menor rayo.
Los años pasaron.
Cuando volvimos en busca de las mujeres de Sorolla, que tanto hubiese amado Marcel Proust con su exquisitez indiferente, su sexo no definido entre magdalenas calentitas y edredones que olían a paja elegante, ya se habían ido.
Los albañiles de los anillos de oro, los burros de la construcción habían destruido todos los sueños. Se habían llevado los muebles con los que soñábamos en una siesta ritmada por el viento y algún quejido voluntarioso y agradecido. Se habían llevado nuestras vidas.
Años después, muchos siglos quizá, pero uno deja de contar cuando no le conviene, volví a ver a Céline, pero en otro lugar, creo que lo llamaban La Playa del Pirata y estaba al este de La Habana. Era un día de viento arrebatador, que jugaba a tumbar las palmeras que adornaban la arena como mis girasoles del Touquet.
La niña me aclaró que no se llamaba Céline sino Pauline. Céline era el nombre de su mamá, que ahora vivía en Carolina del Norte, allá por los Estados Unidos. Hablamos largo y tendido, más tendido que largo quizá. La acompañé a su bungalow y, de pronto, solo faltaban los carros para correr por la playa. Céline había vuelto con su sombrilla blanca y su rostro bronceado por luces marinas cargadas de sal de los fondos más profundos. Hablamos. Hablamos. Llegó la noche. Hablamos de nuevo de Le Touquet. Y luego dormimos. Algún grito agradecido y somnoliento cortó el concierto que el viento había organizado con las palmeras que se refregaban sobre las olas huérfanas que morían lejos de los tiburones.
Nunca más volveré a Le Touquet. Hace mucho que Céline también se fue, como Pauline, como todas las demás. Aquello ya no es más que un sueño inacabado. Los siete albañiles del Apocalipsis han dejado huella. Nunca más soñarás con las mujeres morenas vestidas de blanco que mandaba Joaquín Sorolla con pinceles pringados de agua de mar fría y profunda.
Cuentan las gacetas que Le Touquet, mi Touquet, es el lugar de vacaciones preferido del nuevo presidente de Francia, Emmanuel Macron, que tiene allí una casa de ensueño. Una de las casas que el boom de la construcción no arrasó.
Cosas de poderosos. Me pregunto si los girasoles habrán resistido a nuestra separación.
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Nunca conocí a Pauline, la heroína de un cine de autor a la que Eric Rohmer, culto e intelectual cineasta, mandó a la playa, a una extensión de arena frente al mar, playa de Normandie, en una película más de hombres y mujeres, de amor y desengaño. Sí conocí a una Céline que lucía su palmito en una playa arenosa al infinito de Le Tourquet, en el Pas de Calais, en el norte de Francia, donde en otros tiempos hubo muchas batallas y ese heroísmo forzoso y forzado de la guerra.
Paseábamos por aquel malecón sin pretensiones, gracias a Dios, de paseo marítimo como mandan los cánones del espantoso turismo mediterráneo apto para nórdicos sedientos de sol. Allí, en Le Touquet, el agua del mar era cantábrica, salvaje, sin modales, te balanceaba a su gusto y capricho. Solo estabas seguro en la arena, donde siempre podías coger un carro con vela grande que te propulsaba corriendo detrás del mar a más de setenta kilómetros por hora. Qué locura. Llevabas abrigo de plexiglás amarillo, de los que usan los pescadores que ni los tiburones podrían con ellos. Pero tiburones no hay porque estas aguas son poco amables, frías.
Antes de conocer al pintor español Sorolla ya había visto a sus mujeres morenas o más pálidas pasear por Le Touquet embutidas en túnicas monacales blancas, con sombrillas largas llenas de frufrú que alegraban el viento fuerte y sólido.
Toda la orilla de la playa estaba cercada por pequeñas casas de una elegancia y belleza de infinita aceptación. Bajabas del dormitorio moldeado con muebles de mil esencias llegadas de Brasil o Sumatra, verdes, azules, en la penumbra que los balcones respetuosos de todo protocolo veraniego dejaban entrar poquito a poco.
Siestas divinas acompañadas por el traqueteo de las olas que morían casi en el jardín, de orgullosos y siempre erguidos girasoles, siempre amantes del sol, del menor rayo.
Los años pasaron.
Cuando volvimos en busca de las mujeres de Sorolla, que tanto hubiese amado Marcel Proust con su exquisitez indiferente, su sexo no definido entre magdalenas calentitas y edredones que olían a paja elegante, ya se habían ido.
Los albañiles de los anillos de oro, los burros de la construcción habían destruido todos los sueños. Se habían llevado los muebles con los que soñábamos en una siesta ritmada por el viento y algún quejido voluntarioso y agradecido. Se habían llevado nuestras vidas.
Años después, muchos siglos quizá, pero uno deja de contar cuando no le conviene, volví a ver a Céline, pero en otro lugar, creo que lo llamaban La Playa del Pirata y estaba al este de La Habana. Era un día de viento arrebatador, que jugaba a tumbar las palmeras que adornaban la arena como mis girasoles del Touquet.
La niña me aclaró que no se llamaba Céline sino Pauline. Céline era el nombre de su mamá, que ahora vivía en Carolina del Norte, allá por los Estados Unidos. Hablamos largo y tendido, más tendido que largo quizá. La acompañé a su bungalow y, de pronto, solo faltaban los carros para correr por la playa. Céline había vuelto con su sombrilla blanca y su rostro bronceado por luces marinas cargadas de sal de los fondos más profundos. Hablamos. Hablamos. Llegó la noche. Hablamos de nuevo de Le Touquet. Y luego dormimos. Algún grito agradecido y somnoliento cortó el concierto que el viento había organizado con las palmeras que se refregaban sobre las olas huérfanas que morían lejos de los tiburones.
Nunca más volveré a Le Touquet. Hace mucho que Céline también se fue, como Pauline, como todas las demás. Aquello ya no es más que un sueño inacabado. Los siete albañiles del Apocalipsis han dejado huella. Nunca más soñarás con las mujeres morenas vestidas de blanco que mandaba Joaquín Sorolla con pinceles pringados de agua de mar fría y profunda.
Cuentan las gacetas que Le Touquet, mi Touquet, es el lugar de vacaciones preferido del nuevo presidente de Francia, Emmanuel Macron, que tiene allí una casa de ensueño. Una de las casas que el boom de la construcción no arrasó.
Cosas de poderosos. Me pregunto si los girasoles habrán resistido a nuestra separación.
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