Colaboración: Plumas blancas
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Hay momentos, tantos momentos, miles de horas de vuelo, de aterrizajes fallidos, de desencantos múltiples, de todos los colores, de todas las tallas, en que te gustaría perderte en uno de esos desiertos que tan bien ha fotografiado el cine, ya sea buscando un tesoro del fabuloso Salomón o luciendo casco blanco y guerrera roja con fulgor de heroísmo orgulloso.
Pero como las pantallas, por grandes que sean, no tienen ninguna puerta que te lleve a la irrealidad, más allá del bien y del mal, muy lejos de la cotidianidad que te asquea, por mucho que quiera Woody Allen, tienes que recurrir a la pastillita blanca que te dieron aquellos dedos teñidos de uñas rojas una tarde del próximo otoño.
Blanca como una de esas plumas por las que un muchacho con madera de héroe griego se sacrifica, sacrifica su honor, el orgullo de un británico de la conquista de las Indias.
Nada hay peor que este mundo robotizado hasta en el pensar en que vivimos y donde la calidad de vida o de algo que se le parece se mide con un celular que nunca llama cuando más lo necesitas.
Las dunas de la pantalla, que se asemejan a princesas tomando el sol en un hotel de Beirut entre dos guerras de religiones, de absurdas cosas que nadie entiende. Pero las princesas ríen felices porque saben que el viento del desierto les lleva la eternidad de todos los momentos que quieran vivir, cuando quieran vivirlo, aunque sea en una peluquería de Beirut de puro caramelo.
Pero si las princesas no es lo tuyo, siempre tienes la posibilidad de tropezarte al salir de una tempestad de arena con el Principito, ese niño loco de ilusión por el no vivir que dibujó con letras un aviador que conoció muy bien todas las esquinas de las dunas, que son muchas aunque nadie las vea porque el paso de las horas las hace desaparecer.
Pero yo te aconsejo que te dejes de Principito y de princesas y que le pidas a Sherazade, aquella moza maravillosa de las Mil y una Noches, que te acompañe a tomar un té verde en la cima de una duna, porque a esa hora el príncipe al que le cuenta mil cuentos, ya habrá sucumbido al opio que ella mezcla con su tabaco. Aunque la princesa que tú imprudentemente perdiste hace ya mucho tiempo, miles de años quizá, en esa tierra que desde entonces dejó de ser tuya, podría estar a punto de aparecer para brindarte la sonrisa del perdón que tanto buscaste, que tanto suplicaste en tus mudas oraciones a quien quisiera aceptarlas.
Un día, fatalmente, cuando menos te lo esperes, demasiado pronto, te llegará aquella pluma blanca de que te sabías merecedor por tu cobardía inaceptable en aquel combate contra el destino del que te zafaste porque tenías miedo, porque toda tu vida le habías temido a lo inevitable. Y lo inevitable es ese destino que hace a unos ricos y a otros pobres, sultanes a los que menos y parias a los que más. Definitivamente. Irremediablemente.
Y tu bella prometida, Ethne, no estará en el patio de butacas contigo para consolarte porque a ella le gustan más los salones aburridos del Londres aristocrático repletos de encaje antiguo que las arenas vírgenes del desierto, que renuevan su virginidad con el primer soplo caprichoso de cualquier viento, venga de donde venga, vaya a donde quiera ir.
Pasamos la vida entre plumas blancas, con o sin razón, pero nadie lo sabe porque todos nos creemos héroes, caballeros templarios, sujetos del bosque de Robin Hood, en un tiempo en que el solo hecho de sobrevivir es de por sí heroísmo.
Plumas blancas que Federico García Lorca había buscado en el corpiño de la mocita que se llevó al rio sin saber que era casada, aunque fuese con un marido perdedor, merecedor de todas las plumas blancas de cualquier reserva de cisnes.
Plumas blancas que Auguste Renoir habría plantado en el coqueto sombrero de una de sus novias del río, otro río, no el de Granada, que luego plasmó como recuerdo de amor en cuadros llenos de colores alegres o tal vez sencillamente ocultadores de miserias humanas.
Plumas blancas que te llenan de zozobra porque has comprendido, ya era hora, pobre perdedor, looser hemingwayano, que cada cual tiene la suya, o los suyas los menos afortunados, y que no sirven de regalo por bellas que sean, porque nadie las quiere.
Porque las plumas blancas siempre fueron, son y serán, el símbolo de un momento en que no supiste qué hacer cuando tu Miss Ethne quiso besarte y conservarte a su lado, lejos, muy lejos de aquella guerra contra indígenas desarrapados que tenía lugar creo que en Sudán.
No eres un perdedor. Un looser. Eres un pluma blanca.
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Hay momentos, tantos momentos, miles de horas de vuelo, de aterrizajes fallidos, de desencantos múltiples, de todos los colores, de todas las tallas, en que te gustaría perderte en uno de esos desiertos que tan bien ha fotografiado el cine, ya sea buscando un tesoro del fabuloso Salomón o luciendo casco blanco y guerrera roja con fulgor de heroísmo orgulloso.
Pero como las pantallas, por grandes que sean, no tienen ninguna puerta que te lleve a la irrealidad, más allá del bien y del mal, muy lejos de la cotidianidad que te asquea, por mucho que quiera Woody Allen, tienes que recurrir a la pastillita blanca que te dieron aquellos dedos teñidos de uñas rojas una tarde del próximo otoño.
Blanca como una de esas plumas por las que un muchacho con madera de héroe griego se sacrifica, sacrifica su honor, el orgullo de un británico de la conquista de las Indias.
Nada hay peor que este mundo robotizado hasta en el pensar en que vivimos y donde la calidad de vida o de algo que se le parece se mide con un celular que nunca llama cuando más lo necesitas.
Las dunas de la pantalla, que se asemejan a princesas tomando el sol en un hotel de Beirut entre dos guerras de religiones, de absurdas cosas que nadie entiende. Pero las princesas ríen felices porque saben que el viento del desierto les lleva la eternidad de todos los momentos que quieran vivir, cuando quieran vivirlo, aunque sea en una peluquería de Beirut de puro caramelo.
Pero si las princesas no es lo tuyo, siempre tienes la posibilidad de tropezarte al salir de una tempestad de arena con el Principito, ese niño loco de ilusión por el no vivir que dibujó con letras un aviador que conoció muy bien todas las esquinas de las dunas, que son muchas aunque nadie las vea porque el paso de las horas las hace desaparecer.
Pero yo te aconsejo que te dejes de Principito y de princesas y que le pidas a Sherazade, aquella moza maravillosa de las Mil y una Noches, que te acompañe a tomar un té verde en la cima de una duna, porque a esa hora el príncipe al que le cuenta mil cuentos, ya habrá sucumbido al opio que ella mezcla con su tabaco. Aunque la princesa que tú imprudentemente perdiste hace ya mucho tiempo, miles de años quizá, en esa tierra que desde entonces dejó de ser tuya, podría estar a punto de aparecer para brindarte la sonrisa del perdón que tanto buscaste, que tanto suplicaste en tus mudas oraciones a quien quisiera aceptarlas.
Un día, fatalmente, cuando menos te lo esperes, demasiado pronto, te llegará aquella pluma blanca de que te sabías merecedor por tu cobardía inaceptable en aquel combate contra el destino del que te zafaste porque tenías miedo, porque toda tu vida le habías temido a lo inevitable. Y lo inevitable es ese destino que hace a unos ricos y a otros pobres, sultanes a los que menos y parias a los que más. Definitivamente. Irremediablemente.
Y tu bella prometida, Ethne, no estará en el patio de butacas contigo para consolarte porque a ella le gustan más los salones aburridos del Londres aristocrático repletos de encaje antiguo que las arenas vírgenes del desierto, que renuevan su virginidad con el primer soplo caprichoso de cualquier viento, venga de donde venga, vaya a donde quiera ir.
Pasamos la vida entre plumas blancas, con o sin razón, pero nadie lo sabe porque todos nos creemos héroes, caballeros templarios, sujetos del bosque de Robin Hood, en un tiempo en que el solo hecho de sobrevivir es de por sí heroísmo.
Plumas blancas que Federico García Lorca había buscado en el corpiño de la mocita que se llevó al rio sin saber que era casada, aunque fuese con un marido perdedor, merecedor de todas las plumas blancas de cualquier reserva de cisnes.
Plumas blancas que Auguste Renoir habría plantado en el coqueto sombrero de una de sus novias del río, otro río, no el de Granada, que luego plasmó como recuerdo de amor en cuadros llenos de colores alegres o tal vez sencillamente ocultadores de miserias humanas.
Plumas blancas que te llenan de zozobra porque has comprendido, ya era hora, pobre perdedor, looser hemingwayano, que cada cual tiene la suya, o los suyas los menos afortunados, y que no sirven de regalo por bellas que sean, porque nadie las quiere.
Porque las plumas blancas siempre fueron, son y serán, el símbolo de un momento en que no supiste qué hacer cuando tu Miss Ethne quiso besarte y conservarte a su lado, lejos, muy lejos de aquella guerra contra indígenas desarrapados que tenía lugar creo que en Sudán.
No eres un perdedor. Un looser. Eres un pluma blanca.
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