Colaboración: Van Gogh y el amarillo maldito
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Por Sergio Berrocal
El primer color que contó en mi infancia fue el verde olivo, que identifiqué en una guerrera con estrellas en las bocamangas. Me persiguió durante varios años, suficientes para comprender que era el color de mi padre, como también era suyo un olor que no podría identificar y que salía del tejido del uniforme. Un día –cosas de mayores, me dijo una criada—tuve que acostumbrarme al negro luto negro riguroso de la cocinera, que de pequeño se convirtió en mi faro. En la Andalucía de entonces viví en medio del verde olivo y del negro del delantal y de las botas de cuero altas de los militares que atravesaban mi campo de visión.
El verde olivo estuvo presente, muy presente, unos años, y un día desapareció entre carrerillas y más prisas alrededor de automóviles largos y negros, como la cocinera.
Las monjas del colegio adonde me mandaban también olían a negro. Entendí que debía ser color de recogimiento y meditación. Cuando salía a la calle había mucho uniforme verde olivo pero sin estrellas. Y los que no iban de uniforme vestían de negro. Me dijeron que era porque habían perdido la guerra. Los del verde olivo eran los que la habían ganado, aunque nunca nadie me explicó que era aquella guerra. Y, sobre todo, qué era una guerra. Nosotros jugábamos con espadas de madera que nos hacía el carpintero vestido de gris pero nos poníamos trapos como capas de todos los colores que encontrábamos.
El majestuoso uniforme verde olivo siguió andando un tiempo en mi casa. Me encantaba cuando se sentaba a la mesa, la una en punto de la tarde, porque detrás de las manos blancas y finas con algunos riachuelos verdes había bocamangas que me fascinaban, con tres estrellas gordas y relucientes y durante toda la comida el olor, ese olor que solo volví a encontrar muchísimos años después, a muchos kilómetros del África de la infancia, en un lugar llamado Cuba, de la que recordaba haber oído hablar alguna vez en aquellos almuerzos donde yo oía nada más mientras me llevaba la cuchara a la boca con mucho cuidado para que no cayese una sola gota de sopa y no saliese ningún ruido.
Con catorce años descubrí de pronto, desde el balcón estrecho por el que miraba con precaución para que nadie me viese, que el color de mi vida no era el verde olivo que ya no veía desde hacía lo menos seis años entrando y saliendo de casa. También habían desaparecido los autos largos y negros y las botas negras relucientes de oficiales en constante movimiento.
Desde aquel balcón la espiaba cuando regresaba del liceo. Ella, algo mayor que yo, una mocita, estaba muy guapa en el portal de su casa, esperando. Vestía un traje de chaqueta amarillo, de un amarillo que yo nunca había visto. Alguien me dijo que era un amarillo Van Gogh y entonces le pregunté a mi profesora de Literatura, que también vestía mucho de amarillo.
Yo no sabía quién era Van Gogh.
Éramos demasiado jóvenes y a nadie le importaba nada. Tuve que esperar a salir pitando de Tánger en un barco carguero mixto, llegar a Marsella y empezar a comprender que ese tipo holandés que en algunas imágenes se antojaba totalmente ido era realmente alguien angustiado, hecho polvo, que iba por la vida pintando porque decía que no sabía hacer otra cosa y porque le daba la gana.
Un autorretrato suyo que vi por primera vez en París me impresiono como impresionan los locos a los que nos creemos a punto de perder la cabeza.
Ya empezó a quedarme ese insolente amarillo que no se sabía muy bien qué hacía allí. Todavía no había descubierto su locura amarilla.
Porque Vincent Van Gogh fue víctima del embrujo que puede ejercer el amarillo.
Cuenta la tradición que al más ilustre de los dramaturgos franceses, Molière, se lo llevó el amarillo, el color de la bata que vestía en el escenario cuando interpretaba una de sus obras más célebres, "El enfermo imaginario". Empezó a tener fuertes ataques de tos y convulsiones y unos días después murió. Desde entonces, ningún actor quiere amarillo durante una representación, aunque recuerde que probablemente lo que llevó a la tumba a Molière fue una vieja tuberculosis que en aquellos tiempos raramente perdonaba.
¿Conocía Van Gogh esta anécdota cuando le invadió el furor del amarillo?
El amarillo está omnipresente en una serie de sus obras, las más pintada de ellas es El café de noche, Los girasoles, la célebre Casa amarilla, en la que él vivió en Arles, los diferentes campos en los que el trigo forma una marea amarilla, la Terraza de Café. Todos estos lienzos datan de cuando se instala en el sur de Francia, Arles, y allí conoce no solamente la luz, tan diferente a la de su país Holanda, como esos amarillos impresionistas que le saltan a los ojos.
Auvers sur Oise, pequeña localidad a unos veintitantos kilómetros de París, donde murió tras pegarse un tiro, fue su última parada. Allí permaneció setenta días, dicen sus biógrafos, durante los cuales su genio creador se desbocó hasta el extremo de pintar en ese tiempo nada menos que setenta y dos cuadros, además de treinta y tres dibujos.
Una de sus última pinturas muestra la habitación estrecha que ocupó en Auvers y que es un nuevo homenaje a aquel amarillo tan particular que se inventó después de habérselo robado a la naturaleza.
Pero a Van Gogh el amarillo no le trajo la mala suerte que al ilustre dramaturgo Molière, aunque los dos sufrieran su misma influencia.
Molière murió convencido de que lo mataba el amarillo. A Van Gogh el mismo amarillo le dio una celebridad nunca vista, aunque eso sí, a posteriori. Porque cuando falleció en Auvers, donde está enterrado, había estado viviendo exclusivamente gracias a la pensión que le enviaba regularmente su hermano Théo, marchand de arte en París y el único amateur que compraba sus cuadros.
Maldito amarillo.
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El primer color que contó en mi infancia fue el verde olivo, que identifiqué en una guerrera con estrellas en las bocamangas. Me persiguió durante varios años, suficientes para comprender que era el color de mi padre, como también era suyo un olor que no podría identificar y que salía del tejido del uniforme. Un día –cosas de mayores, me dijo una criada—tuve que acostumbrarme al negro luto negro riguroso de la cocinera, que de pequeño se convirtió en mi faro. En la Andalucía de entonces viví en medio del verde olivo y del negro del delantal y de las botas de cuero altas de los militares que atravesaban mi campo de visión.
El verde olivo estuvo presente, muy presente, unos años, y un día desapareció entre carrerillas y más prisas alrededor de automóviles largos y negros, como la cocinera.
Las monjas del colegio adonde me mandaban también olían a negro. Entendí que debía ser color de recogimiento y meditación. Cuando salía a la calle había mucho uniforme verde olivo pero sin estrellas. Y los que no iban de uniforme vestían de negro. Me dijeron que era porque habían perdido la guerra. Los del verde olivo eran los que la habían ganado, aunque nunca nadie me explicó que era aquella guerra. Y, sobre todo, qué era una guerra. Nosotros jugábamos con espadas de madera que nos hacía el carpintero vestido de gris pero nos poníamos trapos como capas de todos los colores que encontrábamos.
El majestuoso uniforme verde olivo siguió andando un tiempo en mi casa. Me encantaba cuando se sentaba a la mesa, la una en punto de la tarde, porque detrás de las manos blancas y finas con algunos riachuelos verdes había bocamangas que me fascinaban, con tres estrellas gordas y relucientes y durante toda la comida el olor, ese olor que solo volví a encontrar muchísimos años después, a muchos kilómetros del África de la infancia, en un lugar llamado Cuba, de la que recordaba haber oído hablar alguna vez en aquellos almuerzos donde yo oía nada más mientras me llevaba la cuchara a la boca con mucho cuidado para que no cayese una sola gota de sopa y no saliese ningún ruido.
Con catorce años descubrí de pronto, desde el balcón estrecho por el que miraba con precaución para que nadie me viese, que el color de mi vida no era el verde olivo que ya no veía desde hacía lo menos seis años entrando y saliendo de casa. También habían desaparecido los autos largos y negros y las botas negras relucientes de oficiales en constante movimiento.
Desde aquel balcón la espiaba cuando regresaba del liceo. Ella, algo mayor que yo, una mocita, estaba muy guapa en el portal de su casa, esperando. Vestía un traje de chaqueta amarillo, de un amarillo que yo nunca había visto. Alguien me dijo que era un amarillo Van Gogh y entonces le pregunté a mi profesora de Literatura, que también vestía mucho de amarillo.
Yo no sabía quién era Van Gogh.
Éramos demasiado jóvenes y a nadie le importaba nada. Tuve que esperar a salir pitando de Tánger en un barco carguero mixto, llegar a Marsella y empezar a comprender que ese tipo holandés que en algunas imágenes se antojaba totalmente ido era realmente alguien angustiado, hecho polvo, que iba por la vida pintando porque decía que no sabía hacer otra cosa y porque le daba la gana.
Un autorretrato suyo que vi por primera vez en París me impresiono como impresionan los locos a los que nos creemos a punto de perder la cabeza.
Ya empezó a quedarme ese insolente amarillo que no se sabía muy bien qué hacía allí. Todavía no había descubierto su locura amarilla.
Porque Vincent Van Gogh fue víctima del embrujo que puede ejercer el amarillo.
Cuenta la tradición que al más ilustre de los dramaturgos franceses, Molière, se lo llevó el amarillo, el color de la bata que vestía en el escenario cuando interpretaba una de sus obras más célebres, "El enfermo imaginario". Empezó a tener fuertes ataques de tos y convulsiones y unos días después murió. Desde entonces, ningún actor quiere amarillo durante una representación, aunque recuerde que probablemente lo que llevó a la tumba a Molière fue una vieja tuberculosis que en aquellos tiempos raramente perdonaba.
¿Conocía Van Gogh esta anécdota cuando le invadió el furor del amarillo?
El amarillo está omnipresente en una serie de sus obras, las más pintada de ellas es El café de noche, Los girasoles, la célebre Casa amarilla, en la que él vivió en Arles, los diferentes campos en los que el trigo forma una marea amarilla, la Terraza de Café. Todos estos lienzos datan de cuando se instala en el sur de Francia, Arles, y allí conoce no solamente la luz, tan diferente a la de su país Holanda, como esos amarillos impresionistas que le saltan a los ojos.
Auvers sur Oise, pequeña localidad a unos veintitantos kilómetros de París, donde murió tras pegarse un tiro, fue su última parada. Allí permaneció setenta días, dicen sus biógrafos, durante los cuales su genio creador se desbocó hasta el extremo de pintar en ese tiempo nada menos que setenta y dos cuadros, además de treinta y tres dibujos.
Una de sus última pinturas muestra la habitación estrecha que ocupó en Auvers y que es un nuevo homenaje a aquel amarillo tan particular que se inventó después de habérselo robado a la naturaleza.
Pero a Van Gogh el amarillo no le trajo la mala suerte que al ilustre dramaturgo Molière, aunque los dos sufrieran su misma influencia.
Molière murió convencido de que lo mataba el amarillo. A Van Gogh el mismo amarillo le dio una celebridad nunca vista, aunque eso sí, a posteriori. Porque cuando falleció en Auvers, donde está enterrado, había estado viviendo exclusivamente gracias a la pensión que le enviaba regularmente su hermano Théo, marchand de arte en París y el único amateur que compraba sus cuadros.
Maldito amarillo.
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